26

Halcón Cazador pensaba muchas cosas mientras permanecía sentado ante el fuego. En torno a ella y su familia, los esclavos recogían los platos. Durante la cena habían dado cuenta de lo último que quedaba de la pesca de Nueve Muertes y Muchos Perros. Una gran vasija de maíz cocido, ahora medio vacía, todavía humeaba.

Halcón Cazador había comido sobre todo almejas, recogidas por la familia de Red Amarilla y hechas al vapor en un trapo mojado. Las mareas bajas del invierno dejaban al descubierto muchos bancos de lodo ocultos el resto del año. Por el día, hombres y gaviotas escarbaban aquel territorio virgen; por la noche, los mapaches.

La vieja perra de Halcón Cazador estaba tumbada a su lado, permitiéndole el privilegio de acariciarle sus sedosas orejas. El animal emitió un suave gruñido y golpeó la alfombrilla con la cola. Los dedos artríticos de la Weroansqua habían encontrado un punto especialmente sensible.

Trueno de Cobre, al otro lado del fuego, miraba las ascuas. La luz roja enfatizaba sus tatuajes, la gorguera de araña y los collares de cobre. Desde su encuentro con la Pantera una sorda rabia lo envolvía como una niebla negra.

Fascinante, se dijo Halcón Cazador. Una conversación de lo más interesante. Se habían aclarado tantas cosas… Allí, en su pueblo, dos enemigos trazaban círculos uno frente a otro como dos arañas tejiendo su confrontación final. De algún modo, la muerte de Nudo Rojo se había convertido en el punto focal de los dos.

Y mío, se recordó. Lo que había sido una vez una apuesta desesperada, sembrada de riesgos, ahora se había convertido en algo más. No sólo para el futuro de su clan y los pueblos independientes, sino para toda la orilla oriental de la bahía Agua Salada. Cuando el garrote cayó sobre la cabeza de Nudo Rojo, se desencadenó una marea de eventos. Halcón Cazador se lamió los escasos dientes que conservaba. Dime, Okeus, ¿he hecho lo correcto? Dejó vagar la vista por la sala.

Peine de Nácar, su perpetuo problema, estaba sentada a la derecha de Trueno de Cobre. Hacía agujeros en un manto de piel. Luego, con una aguja hecha con la espina de una raya, cosía en cada agujero una cuenta azul. Estas cuentas, hechas con caparazones de chirlas, eran muy valoradas. La cantidad que Peine de Nácar cosía en el manto valía el rescate de un clan.

Red Amarilla daba instrucciones a Cierva Veloz, que preparaba camas para los invitados. Halcón Cazador advirtió los gestos concisos de Red Amarilla. La mujer lo pensaba todo con calma antes de pasar a la acción. La joven Cierva Veloz había heredado ese mismo sentido de la eficacia. Sí, tal vez estaba en la sangre y pasaba de madre a hija. Pero ¿qué había pasado entonces entre Peine de Nácar y ella? ¿Cómo era que Peine de Nácar había salido así? Red Amarilla era mucho más eficiente en todos los sentidos. Su sobrina era discreta y comedida, mientras que su hija había sido desenfrenada desde pequeña.

Que Okeus nos ayude si yo muero antes de tiempo y Peine de Nácar se convierte en Weroansqua. Halcón Cazador acarició a su perra. Deseaba que sus hijos hubieran sobrevivido. Mentón Marrón, su primogénito, era inteligente. Habría sido un sucesor digno si los conoy de Rana de Piedra no lo hubieran matado en una incursión. Su segundo hijo, Almeja Verde, se había roto la pierna en una mala caída. A pesar de que se la habían inmovilizado, el mal había entrado en ella allí donde los huesos fracturados salían de la piel. Almeja Verde había durado casi tres lunas, la última delirando, consumido de fiebre y escalofríos. Okeus, has tratado a mis hijos muy injustamente. Sólo Peine de Nácar había sobrevivido para seguirla, y de los hijos de Peine de Nácar, sólo Ortiga de Mar y Nudo Rojo.

Ortiga de Mar vivía ahora en Arroyo Pato, el pueblo independiente más occidental. Estaba felizmente casada con el Weroance de la aldea y había declarado con firmeza que no quería tener nada que ver con su madre o Perla Plana. Hacía muchos otoños que no había comunicación entre ellas. La información, por supuesto, seguía corriendo de un lado a otro como los vientos. Ortiga de Mar todavía pertenecía al clan Piedra Verde y había dado a luz a cuatro hijos, dos niños y dos niñas. Según los informes, los cuatro tenían buena reputación, eran responsables y todos líderes en potencia.

¿Debería hacer venir a Ortiga de Mar? Tal vez ella podría sucederme. Halcón Cazador le dio vueltas a la cuestión. Peine de Nácar no dejaba de mirar a Trueno de Cobre, observando sobre todo sus anchos hombros y sus fuertes muslos. No. Pase lo que pase, hace tiempo que tiré las cañas y ahora debo recoger las que pueda. Ortiga de Mar me dio la espalda. Fue su decisión. No voy a ir a suplicarle ahora. Maldita niña. Había cortado los lazos con su madre, su hogar y la casa comunal. ¡Ahora viviría con las consecuencias!

La perra se movió incómoda y Halcón Cazador se dio cuenta de que le estaba tirando del pelo. Acarició al animal, como pidiendo disculpas. Luego se volvió hacia Trueno de Cobre. En sus ojos se veía una chispa de rabia. La Pantera había hecho estallar un torbellino en su alma, y la furia del Gran Tayac había creado a su vez una honda preocupación en Halcón Cazador. Es capaz de cualquier cosa. La Weroansqua consideró sus opciones una por una. Si ella daba una orden, Nueve Muertes le tendería una emboscada y lo mataría junto con un puñado de guerreros. De un solo golpe solucionaría el problema de Trueno de Cobre. Luego podría acusar al Gran Tayac de la muerte de Nudo Rojo y luchar una esporádica pero prolongada guerra con los pueblos de río arriba. Esto añadiría todavía más presión a la alianza que el continuo desgaste causado por Serpiente de Agua y Rana de Piedra.

La segunda opción era seguir adelante y dejar que Trueno de Cobre matara a la Pantera. Aunque el viejo había sabido manipular con astucia al Gran Tayac, había olvidado su punto débil: la gente le consideraba un brujo. Una Weroansqua lista, como Halcón Cazador, podría envenenar la comida de alguien con raíz de podofolio hasta que la persona cayera enferma y luego admitir de mala gana que había sorprendido al viejo lanzando hechizos. El podofolio era un veneno difícil. Tendría que medir las dosis a la perfección. Entre los Lenape el medio de suicidio preferido era una infusión concentrada de raíz de podofolio. Ella no tendría que temer las consecuencias. Habiendo un brujo entre ellos, la acusación de una Weroansqua era una sentencia de muerte. Una vez que ejecutaran a la Pantera, la persona enferma iría mejorando poco a poco y Trueno de Cobre sería vindicado.

Halcón Cazador se pasó los dedos por el mentón. Pero ¿es lo que deseo hacer? Lo cierto era que la Pantera le caía bien. Hacía tiempo que nadie se atrevía a mirarla a los ojos con la audacia del viejo. Curiosamente, era algo que ella encontraba refrescante y divertido.

Al oír unas risas, miró ceñuda a Cierva Veloz. Red Amarilla supervisaba a los esclavos de la casa, que atendían el guiso de maíz en la otra sala. Nutria Blanca había llegado cargada con una cesta llena de maíz. Ahora ella y Cierva Veloz se reían nerviosas, mirando inquietas a Trueno de Cobre. Qué estúpidas eran las niñas.

Halcón Cazador volvió a considerar el problema que la ocupaba. Su tercera opción era casar a Peine de Nácar con Trueno de Cobre. La Pantera tenía razón en una cosa, y ella había estado ciega para no verla: Trueno de Cobre necesitaba la alianza. Halcón Cazador había asumido que el Gran Tayac se había quedado en la aldea buscando algún punto débil, pero, como el viejo había observado, Trueno de Cobre era un oportunista buscando una salida a su propio dilema. Gracias a la Pantera, en ese aspecto, la posición de la Weroansqua se había fortalecido con respecto a la del Gran Tayac. Si le ofrecía en matrimonio a Peine de Nácar, podría sacar todavía más ventajas de las aldeas de río arriba y su indispensable ruta de comercio con el interior. Las concesiones incluirían acceso territorial, recursos compartidos y tal vez incluso algún tributo.

Nutria Blanca y Cierva Veloz todavía se reían, pero ahora se empujaban la una a la otra.

Sus gestos parecían un poco forzados, como si estuvieran dando un espectáculo a propósito. Pero ¿para quién? ¿Para ella? No, las chicas no eran tan estúpidas. Nutria Blanca sostenía una esterilla y daba vueltas en torno a ella como si estuviera bailando. En un momento tropezó con una vasija de castañas y las derramó sobre la cama donde se encontraban las pocas posesiones de Trueno de Cobre.

—¡Eh! —exclamó Halcón Cazador—. ¡Dejad de hacer tonterías! Limpiad eso y empezad a recogerlo todo. Venga, a trabajar.

—Es el tiempo —comentó Peine de Nácar—. Hace tanto frío que todo el mundo se queda en casa. —Seguía cosiendo cuentas en el manto de cuero, formando un patrón de zigzags.

Para satisfacción de Halcón Cazador, las niñas se mostraron contritas y se pusieron a trabajar. Nutria Blanca enrolló la alfombrilla y recogió las castañas. Cierva Veloz se ocupó de recoger los cuencos que los hombres de Trueno de Cobre habían dejado diseminados por la casa.

La Weroansqua suspiró.

—Sí, el frío es terrible este año. No recuerdo un invierno tan crudo. Ya casi tenemos encima la celebración del solsticio. Estoy deseando que llegue la primavera.

Trueno de Cobre apretó el puño. Los músculos se abultaron bajo la tersa piel de su brazo.

—Ha llegado el momento de tomar una decisión. Por mí habría esperado todo el tiempo que necesitaras para considerar tus opciones, pero creo que el viejo nos ha forzado a actuar. —El Gran Tayac clavó en ella sus duros ojos negros—. ¿Qué piensas hacer?

Halcón Cazador envaró la espalda, enfrentada al desafío de Trueno de Cobre.

—No voy a hacer nada hasta que sepa quién mató a mi nieta, y por qué.

—¿Debo pensar que crees que el asesino soy yo? —repuso él ceñudo.

—No, Gran Tayac. —Cuidado, Halcón Cazador. Esto debe hacerse con la máxima delicadeza—. Si lo creyera, ya estarías muerto. Y puesto que estás vivo —añadió con una sonrisa—, yo diría que eso habla por sí mismo.

Él se echó a reír.

—Gracias por tu confianza. —Miró un instante a Peine de Nácar—. Esperaré… pero no demasiado, Weroansqua. Mientras tanto el viejo seguirá envenenándonos en cuerpo y alma.

—Ya hemos recogido —les interrumpió Nutria Blanca. Por su expresión se diría que la habían sorprendido robando comida a los ancianos.

¿Tan brusca he sido con ella? Halcón Cazador respiró hondo. La tensión hacía mella en todo el mundo.

—Muy bien. Ya os podéis ir. Muchas gracias —dijo, haciendo un gesto con la mano para despedirlas.

Cierva Veloz y Nutria Blanca se precipitaron hacia la puerta, llevando entre las dos la alfombrilla enrollada.

Trueno de Cobre se frotó las manos, provocando un siseo de su piel callosa.

—Te advierto que no voy a aguantar sus acusaciones, Weroansqua. Piensa lo que el viejo está haciendo. Ha venido para sembrar el mal. ¿Qué hace aquí? Dice que quiere encontrar al asesino de Nudo Rojo. Pero ¿por qué? ¿Qué interés tiene él en una niña que ni siquiera conocía? Contéstame.

—No lo sé.

—Claro que no. Y ahora quiero que consideres otra cosa: Cuervo era Jefe de Guerra de uno de los más poderosos jefes Serpiente, y resulta que ahora es un viejo decrépito que vive en una isla en medio de la bahía Agua Salada. ¿Cómo un hombre como Cuervo se convirtió en la Pantera? ¿Cómo un influyente Jefe de Guerra puede convertirse en un brujo solitario? —La miró amenazador—. ¿No te lo has preguntado? ¿No has pensado quién puede ser realmente?

Halcón Cazador asintió con la cabeza.

—Desde luego que me lo pregunto. Pero él no suelta prenda, no da ninguna información.

—Ya. Aún recuerdo la noche que dejó de servir a Humo Blanco. Cuervo acababa de volver de una incursión en la que había vencido. Sus hombres entregaron los cautivos a Humo Blanco. Habían formado una pirámide de cabezas humanas al pie del túmulo del jefe Serpiente. Llenaron la plaza de platos de cobre, gorgueras de nácar, plumas de colores, hilos de perlas y estatuas de dioses de tamaño natural, todo cobrado en los templos de la Ciudad del Sol, para que todos vieran la fuerza, la autoridad y el poder de Humo Blanco y sus guerreros.

—¿De verdad existían tales riquezas entre los jefes Serpiente? —preguntó Peine de Nácar, que había dejado de coser para escuchar embelesada a Trueno de Cobre.

—Eso y más —respondió él con una sonrisa—. Te habrías maravillado de ver el tamaño de sus ciudades.

—Sigue —pidió Halcón Cazador, mirando ceñuda a su hija. Era muy propio de ella preguntar por las nueces cuando se hablaba de carne.

Trueno de Cobre se echó hacia atrás con las manos en torno a las rodillas.

—Cuervo había estado celebrando la ocasión en el templo de Humo Blanco. Algo pasó entre ellos. No sé de qué discutieron esa noche, pero toda la ciudad oyó sus voces, aunque no sus palabras. A juzgar por el tono, fue una pelea violenta.

»Yo esperaba en la puerta del muro que protegía la casa de Cuervo. Se alzaba en un túmulo al extremo occidental de la ciudad, sobre el río Guerrero Negro. Desde allí vi a Cuervo atravesar la plaza. Se detuvo ante la pirámide de cabezas. Estaban podridas y apestaban. Por el día las cubría un enjambre negro de moscas y por la noche se agitaban en ella los gusanos. Cuervo lanzó un gruñido, escaló hasta la cima y con un grito escalofriante comenzó a lanzar las cabezas una a una como pesadas calabazas.

»Yo contemplé horrorizado cómo rodaba la última, de forma peculiar porque una cabeza humana no es del todo redonda. Luego Cuervo echó a correr como un loco hacia la casa. Me escondí entre las sombras. Él subió los escalones de tres en tres hasta la cima del túmulo. Cuando cruzó la puerta vi su rostro a la luz de la luna. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas y una expresión horrible, como si sufriera un tremendo dolor.

Trueno de Cobre se quedó mirando pensativo el fuego.

—¿Y por eso dices que es un brujo? —preguntó Halcón Cazador.

El Gran Tayac se estremeció, como con un súbito escalofrío.

—Deberías haberlo visto. Si hubo alguna vez un hombre poseído por espíritus malignos, era Cuervo aquella noche.

—¿Y qué hizo luego? —quiso saber Peine de Nácar. Había olvidado el manto en su regazo.

Trueno de Cobre movió la cabeza.

—Yo sólo sé lo que me dijo mi madre. Ella estaba en la casa. No quiso hablar del tema, y sólo me contó una cosa: que había impedido que Cuervo se matara. —Apretó los labios—. Algo que nunca le perdonaré.

—¿Y él nunca comentó por qué se había puesto así? —preguntó Halcón Cazador.

El Gran Tayac se encogió de hombros.

—Yo era un niño. Me asusté y me escondí. Al día siguiente Cuervo ya no estaba. Parecía haberse desvanecido. Nadie volvió a verlo nunca más. Yo creía que había muerto, hasta que entré en la casa del Jefe de Guerra y me lo encontré allí, vivito y coleando, y tan perverso como siempre.

—Sea quien sea no nació entre los jefes Serpiente —observó Peine de Nácar, haciendo un gesto con el punzón—. No tiene su acento.

—No; es de aquí —replicó Trueno de Cobre—. Mi madre y él hablaban de los clanes, las estaciones. Es evidente que nació aquí.

—Pero ¿a qué clan pertenece? —preguntó Peine de Nácar con expresión perpleja—. Lo único que dice es que su clan lo considera muerto, que no tiene clan. ¿Nunca le mencionó nada a tu madre?

—Si lo hizo ella nunca me lo dijo.

—¿Qué le pasó a tu madre?

—El hombre que Humo Blanco designó para que sustituyera a Cuervo acabó cansándose de ella. A diferencia de Cuervo, cuando este hombre la montaba mi madre gritaba de dolor. Él le pegaba en la cabeza con un garrote. —Trueno de Cobre tensó el mentón.

Halcón Cazador acarició a su perra e hizo un gesto a una esclava para que la ayudara a levantarse. Por fin, se puso en pie con las piernas doloridas y suspiró.

—Es tarde. Yo me retiro a mis pieles. Gran Tayac, ha sido una velada muy esclarecedora. Tendré en cuenta tus palabras y consejos.

Con estas palabras, se marchó a la otra sala. No bien se desvistió y se tumbó en el lecho, oyó el grito de Trueno de Cobre.

—¡Me han robado el garrote! ¿Quién ha sido? ¿Quién ha podido hacerme esto? ¡Si lo encuentro, lo mato! ¡Lo mato!

Nueve Muertes entró en la Casa de los Muertos con el fardo bajo el brazo. Saludó con un gesto a la Pantera y, al atravesar el largo pasillo hasta el santuario, tocó a los Guardianes con insólita reverencia. Asintió con la cabeza al ver el gesto inquisitivo de Serpiente Verde y dejó el fardo en una de las tarimas de dormir.

—Así que ya está —dijo el sacerdote, que estaba inclinado sobre el esqueleto de Nudo Rojo.

—Ya está. —Nueve Muertes respiró hondo. Le incomodaba formar parte de aquella conspiración.

La Pantera entró en el santuario con las manos entrelazadas y un gesto de expectación. El fuego eterno iluminaba la Casa de los Muertos con una danzante luz amarilla. La madera crepitaba como protestando por lo que iban a hacer.

La Pantera desenrolló la estera y alzó el pesado garrote que había dentro, mirando el pulido mango de madera con sus intrincadas tallas.

—No me había dado cuenta: es del estilo del Guerrero Negro.

—¿Significa algo? —preguntó Nueve Muertes, mirando un instante al viejo sacerdote. Serpiente Verde canturreaba una oración, moviendo con suavidad su matraca para apaciguar a los fantasmas.

La estatua de Okeus, iluminada por las llamas, parecía sonreírles. Su expresión bastaba para poner los pelos de punta a Nueve Muertes, que daba un brinco con cada gemido que el viento arrancaba al edificio. El rumor de un ratón podía ser un demonio furioso acercándose a él.

La Pantera alzó el garrote a la luz, observando cada una de sus líneas. La púa de cobre relucía anaranjada. Un momento antes, a la entrada de la casa, Nutria Blanca, casi frenética, había entregado el fardo a Nueve Muertes antes de marcharse corriendo a casa de su madre.

El Jefe de Guerra se estremeció, consciente de los fantasmas ancestrales que le miraban desde la galería donde yacían envueltos sus cuerpos ahumados. Los ojos de Okeus mostraban ahora una expresión cínica que bastaba para estremecer el alma.

—Esta piedra afilada en el extremo —comentó la Pantera— viene de las montañas sobre el meandro del río Serpiente. La piedra atraviesa toda la región central hasta el río Guerrero Negro. Una parte viaja por el río Serpiente hasta el Padre Agua y hasta la costa.

—¿Y el cobre? —preguntó Nueve Muertes, casi envidiando aquella púa que sobresalía del garrote.

—Viene del lejano norte, de más allá del extremo del Padre Agua. Baja por los ríos. Es un metal mucho mejor que el que tenemos aquí en las montañas. Yo he visto láminas de este cobre tan largas como dos brazos, y casi tan anchas. Una vez conocí a un jefe que quería que lo enterraran en una tumba forrada de cobre. No sé si lo consiguió, pero eso demuestra lo ricos que llegan a ser los jefes Serpiente.

—Increíble —murmuró Nueve Muertes.

—No, Jefe de Guerra. No son más que un puñado de hombres como cualquiera. Ni mejores ni peores. Ahorra tu sensación de asombro para cuando nazca tu próximo hijo. Eso sí es un milagro.

Nueve Muertes acarició el garrote con los dedos.

—Una cosa es cierta: Trueno de Cobre hizo un buen trabajo con este garrote.

La Pantera se echó a reír.

—¿Trueno de Cobre? ¿Crees que él podría hacer una cosa como ésta? No estés tan seguro. No, Trueno de Cobre lo robó.

—¿Que lo robó?

—Pues claro. Como robó la gorguera de araña y el resto de su equipo. Okeus sabe quién le tatuó la cara, pero desde luego no fue en casa de un noble en la cima de un túmulo. Sea quien sea hoy, lo cierto es que Trueno de Cobre fue un esclavo entre los jefes Serpiente. Y antes de eso, hijo de un mercader.

—No lo entiendo.

—¿Ah, no? Dime, Nueve Muertes, ¿podría un esclavo convertirse en Weroance?

—¡Desde luego que no! Tendría que haber nacido en el seno de… Ah, ya veo.

A la Pantera le brillaban los ojos.

—Curioso, ¿no te parece? Un Weroance siempre puede acabar como esclavo, pero un esclavo nunca acabará siendo Weroance.

—Excepto Trueno de Cobre. Parece que ha terminado como Gran Tayac.

—Es cierto. —La Pantera sopesó el garrote—. Kwiokos, creo que estamos listos.

Serpiente Verde terminó la canción alzando la voz y acompañándose de su matraca. Luego se volvió hacia Okeus y los antepasados, alzó las manos y se inclinó.

Una vez apaciguados los espíritus, se metió la matraca en el cinto y pasó al otro lado del fuego, donde yacía el esqueleto de Nudo Rojo. Ya habían comenzado a curtirle la piel, que estaba en remojo en una vasija.

El sacerdote llevó el cráneo a la tarima.

—Perdónanos, Nudo Rojo, pero tenemos que comprobar esto. Ayúdanos. Buscamos al hombre que te mató. Ayúdanos a darle el castigo que merece.

La Pantera colocó el garrote de modo que la punta de piedra coincidiera con una de las hendiduras, intentando alinear la púa de cobre con la otra.

Nueve Muertes respiró hondo y ayudó a sostener el garrote junto al cráneo de la joven.

—Vamos a darle la vuelta —dijo. El hueso estaba frío como la piedra. Nueve Muertes intentó también hacer coincidir las marcas del cráneo con las púas del garrote.

Serpiente Verde alzó una ceja.

—Yo diría que no encaja.

—Es verdad —convino Nueve Muertes—. Las púas del garrote están mucho más separadas.

—Sí. Y las muescas tampoco corresponden a la forma de la cabeza del garrote. —La Pantera se inclinó para ver de cerca la punta de piedra—. El garrote que mató a Nudo Rojo tenía la cabeza cuadrada.

—Y la otra marca no se la hizo una púa —añadió Nueve Muertes—. Una púa de cobre, como la de este garrote, habría perforado el hueso como un punzón atravesando una calabaza. El golpe que mató a Nudo Rojo le aplastó el hueso, pero no se lo perforó.

La Pantera suspiró. Se sacó del cinto aquel fragmento de madera que había encontrado en el lugar del crimen e inspeccionó con atención el garrote. No, no estaba astillado.

—Vaya, otra pista que acaba en nada —comentó, mirando fijamente el cráneo, que parecía sonreír a la luz del fuego. El diente malformado relucía.

Nueve Muertes se frotó el cuello.

—Cómo me habría gustado que las marcas encajaran. Habría sido todo un placer ver la cara de Trueno de Cobre.

—No lo descartemos todavía —advirtió la Pantera—. Lo único que sabemos es que si él la mató, no fue con este garrote. La astilla que encontramos podría encajar en otra arma.

—Pero tienes que admitir que Trueno de Cobre habría preferido utilizar su propio garrote. Al fin y al cabo lo lleva como si fuera un tótem personal.

La Pantera lanzó un gruñido, todavía mirando el cráneo.

—La respuesta está aquí —dijo pensativo—. Nudo Rojo nos está mostrando algo… pero ¿qué?

Nueve Muertes miró la calavera con escepticismo.

—Anciano, no es más que un cráneo.

—Desde luego, Jefe de Guerra. —La Pantera adoptó de pronto una expresión ausente—. Yo he visto antes un diente como ése…

—¿Cómo? —Nueve Muertes se inclinó para ver de cerca el diente de Nudo Rojo. Las raíces estaban manchadas de sangre, pero el diente se veía blanco.

—No, nada, sólo una idea. Algo que debo comprobar.

—¿Te importaría…?

—No. De momento no puedo decir nada. Quiero…

En ese instante se oyeron fuera unos gritos. Nueve Muertes se enderezó.

—¿Que han robado qué? —exclamó alguien.

—Creo que el Gran Tayac ha descubierto la desaparición del garrote. —La Pantera esbozó una sonrisa gatuna—. Si me perdonáis, voy a devolverle sus pertenencias.

—¿Tú, Anciano? Por lo que he oído, Trueno de Cobre quiere matarte.

—Razón de más para que sea yo quien le devuelva el garrote, ¿no crees? Como un intento de… bueno, de apaciguar las aguas turbulentas.

—Ya. ¿No es eso lo que forma los huracanes?

—Sólo en determinadas épocas del año, Jefe de Guerra. —La Pantera saludó con la cabeza a Serpiente Verde, se echó el garrote sobre un hombro huesudo y se marchó.

La mañana amanecía helada, con el cielo despejado. El sol brillaba entre las ramas desnudas de los árboles del cerro, tiñendo de rosa el horizonte. Su aliento se elevaba ante su rostro como una niebla. La Pantera salió de la empalizada y se quedó mirando los campos.

Los negros tocones de los árboles se alzaban como serrados dientes oscuros. Las malas hierbas y algunos matojos de hierba seca, demasiado fina para ser utilizada como combustible, daban un tono marrón a la nieve.

El día anterior la temperatura, más cálida, había derretido la primera capa de nieve, que por la noche se había convertido en una dura lámina helada. La Pantera iba perforando el hielo a cada paso.

En los campos se alzaban algunas casas, de cuyas chimeneas salía una fina columna de humo. La escarcha relucía en los tejados de paja. No hacía falta mucha imaginación para ver en ellas magníficas ballenas entre las olas nevadas de los campos.

La Pantera vio a la persona que buscaba. En ese momento se levantaba después de orinar y se alisaba el vestido. El viejo se ciñó la manta y contuvo un escalofrío.

—Saludos, Peine de Nácar —dijo con tono amistoso—. Me sorprende que te hayas levantado tan temprano después de la agitación de anoche.

Ella le miró escéptica.

—Una agitación provocada por ti, Anciano. Todavía me gustaría saber cómo conseguiste robar el garrote de Trueno de Cobre.

—Seguro que a él también. —La Pantera se encogió de hombros y se sentó sobre un tocón. Cuando se desbrozaba un nuevo campo se rodeaban los árboles para matarlos y luego se cortaban y quemaban para despejar la tierra. Puesto que no podían arrancar los tocones, simplemente se plantaba en torno a ellos hasta que se pudrían.

Peine de Nácar sonrió. Le brillaban los ojos.

—Dime, ¿lo hiciste sólo para provocarle? Porque en ese caso puedes estar satisfecho. Se ha pasado la noche dando zancadas de un lado a otro y soltando maldiciones. Creo que de haberte pillado a solas te habría matado.

La Pantera fingió sorpresa.

—¿Cómo? ¿Así que no me creyó cuando le dije que lo había encontrado en la pila de leña de Serpiente Verde? Yo habría jurado que lo habían puesto allí como ofrenda a Okeus. ¿Qué mejor honor para un dios perverso que una bonita hoguera?

Peine de Nácar se cruzó de brazos.

—Trueno de Cobre te odia. Al final te matará.

—Puede ser, pero se lo voy a poner difícil. Escucha, Peine de Nácar, yo soy un viejo y, para ser sincero, si sobrevivo otros cinco inviernos será un milagro. —La Pantera se frotó las rodillas—. Mis articulaciones ya no son lo que eran. Creo que cualquiera sabe cuándo ha llegado su momento.

—¿Qué edad tienes?

—Soy demasiado viejo. Casi siete decenas de otoños —añadió con una sonrisa nostálgica—. Es curioso, ¿verdad? La mayoría de nuestros ancianos se dan por contentos si ven cuatro decenas de otoños. Pero siempre hay uno o dos, como tu madre y yo, que parecen vivir una eternidad.

—No todo el mundo vive para ser llamado «Anciano» con el respeto debido a alguien de tu edad.

—Desde luego que no. —La Pantera miró los campos, moteados de montoncitos de tierra allí donde se había recogido maíz, judías y calabaza. Estas tres especies crecían bien juntas, compartiendo el mismo suelo, satisfechas con su mutua compañía. ¿Por qué no podían mostrar la misma consideración las distintas tribus de seres humanos?—. Y algunos, como Nudo Rojo, ni siquiera se acercan.

Peine de Nácar asintió con la cabeza y bajó la vista.

—Anoche Trueno de Cobre planteó algo interesante frente al fuego. ¿Por qué te importa tanto todo esto?

—¿Nudo Rojo, quieres decir? —La Pantera abrió las manos—. Tengo mis razones. Además, soy un viejo cascarrabias. Casi todo el mundo me considera un brujo terrible. Puesto que no puedo cambiar su opinión, hago las cosas a mi manera y por mis propias razones.

—¿Has perdido una hija alguna vez?

—No. Una… una buena amiga. Una amante. Una persona que me estaba negada.

—Yo nunca he perdido a un amante. Es una tragedia que me ha evitado.

Él cerró los brazos para protegerse del frío.

—Así pues, te vas a casar con Trueno de Cobre.

Peine de Nácar se encogió de hombros.

—A estas alturas ya no sé nada. Al principio pensé que sería una buena idea para asegurar la alianza. Pero ya no estoy tan segura.

—¿Qué es esto? ¿Sentido común en nuestra alocada Peine de Nácar?

—¿Eso piensan de mí?

—Responde tú misma.

La mujer se quedó mirando los campos con rostro inexpresivo.

—Es lo que deberían pensar. El problema, cuando evitas las responsabilidades, es que al final Okeus acaba por alcanzarte. Pase lo que pase, todos pagamos nuestros errores.

Él asintió. Si miraba hacia el pasado todavía la veía, sus grandes ojos oscuros clavados en los suyos. Se veía tender la mano para acariciar su reluciente pelo moreno y su mejilla. Qué suave era su piel. Su corazón seguía sintiendo un vacío, todavía la ansiaba tanto como lo había hecho durante toda su larga vida.

Peine de Nácar suspiró y él la miró. Era una mujer muy atractiva, el pelo todavía oscuro y abundante, la piel apenas marcada. Sí, se podía ver a Nudo Rojo en ella. La niña había sido una hermosa versión de su madre, más joven, una brillante promesa de vida que la edad y las preocupaciones todavía no habían mancillado.

Ella advirtió su atención.

—¿Por qué me miras así, Anciano? Seguramente no por deseo…

—Soy viejo, Peine de Nácar, pero no estoy muerto. Eres una mujer preciosa.

Ella se movió incómoda, aunque sonriendo.

—Me halagas, Anciano. Conociendo tu astucia, me pregunto qué te propones.

—No me propongo nada. Si un hombre no puede admirar a una mujer hermosa, y tal vez desearla un poco, más le vale ir a tumbarse a la tarima en la Casa de los Muertos. Anda, sonríe. Mírame a los ojos y dedícame la sonrisa más maravillosa de que seas capaz.

Ella se agachó, le puso las manos en los hombros y, mirándole a los ojos, esbozó su sonrisa más radiante, dejando al descubierto sus dientes blancos y perfectos. Al cabo de un largo momento preguntó:

—¿Ya tienes bastante? ¿O quieres más?

Él soltó una risita.

—Claro que quiero más, pero también conozco los efectos del tiempo en el cuerpo. No, no, querida, a mí se me ha pasado ya el momento de yacer con mujeres. El problema de la edad es que los miembros se desgastan. Para lo único que me sirve ya ese miembro en concreto es para orinar.

Ella le dio unos golpecitos en el hombro.

—¡Por Okeus! ¿Sabes una cosa, Anciano? Ojalá tuvieras diez otoños menos. Menuda pareja habríamos hecho tú y yo. —De pronto se interrumpió—. No serás del clan Piedra Verde, ¿verdad?

—No. Ni ahora ni nunca. ¿Sigues pensando en huir y olvidar todo esto de los clanes? Si no recuerdo mal, el primer día parecías envidiar mi libertad. Todavía estás a tiempo de marcharte, ¿sabes? Tal vez después de la celebración del solsticio.

—Es demasiado tarde —dijo ella con tristeza.

—Ah, sí, se me olvidaba. Cuando estuviste entre los susquehannock no te gustó tener que adaptarte a costumbres extrañas. ¿Cuánto hace que realizaste aquel viaje al norte?

—Desde entonces he visto diez y siete otoños.

—¿Siguen vivos los recuerdos?

—Desde luego. —Peine de Nácar cerró los ojos y sonrió—. Puedo verlo como si fuera ayer.

—¿Qué te pareció la Ceremonia del Perro Blanco?

Ella hizo una mueca.

—Un poco ridícula. Piénsalo, una nación fuerte como los Andaste tienen que matar a un perrito blanco y quemar su cuerpo para enviar un mensaje a dios. ¿Cómo te sentirías tú si fueras Okeus y la gente te enviara un perro de mensajero? Es… no sé, insultante.

—Y dura varios días.

—Sí. Tal vez no tengan nada mejor que hacer. Se pasan los días metidos en casa sin ver nada más que nieve en el exterior.

—Es en pleno invierno. ¿Qué esperabas, en aquella zona? Bueno, si te parece ridículo enviar un perrito blanco, ¿qué enviarías tú?

—A una persona, por supuesto. —Peine de Nácar se encogió de hombros—. ¿No es por esa razón que cuidamos tanto a nuestros antepasados en la Casa de los Muertos? A diferencia de los Andaste, nosotros sabemos hablar por nosotros mismos.

—¿Y la Ceremonia del Maíz Verde? ¿Es tan diferente de la nuestra?

—Muchísimo. Los estúpidos Andaste realizan la misma Danza en todas las ceremonias. Siempre la Danza de la Pluma, sea cual sea la ceremonia: el invierno, la primavera, la cosecha, el otoño… Siempre lo mismo. Nunca me he aburrido tanto en mi vida como en el Ah-do-weh. Un discurso detrás de otro. ¡Y las máscaras! Caras falsas y peludas, dando vueltas y vueltas como monstruos. —Peine de Nácar movió la cabeza—. Nosotros lo hacemos muchísimo mejor. Los espíritus vienen a vivir en nuestros postes Guardianes. No los invitamos a nuestros cuerpos. —De pronto le miró incómoda.

—No, Peine de Nácar, yo no estoy poseído de más espíritu que el mío, y debo decir que es más de lo que yo puedo manejar. —La Pantera sonrió alzando la vista al brillante sol de la mañana—. Me parece curioso que, por más que yo lo niegue, la gente se empeñe en creer que alguien pueda querer ser un brujo. Yo, antes de hacer un pacto con el Poder, preferiría cortarme el brazo derecho.

Peine de Nácar jugueteaba con la esquina de su capa de plumas.

—Si pudieras volver atrás, ¿cambiarías algo, Anciano?

Él arrugó la frente con gesto pensativo.

—Todo. Suponiendo, claro está, que pudiera volver atrás sabiendo lo que sé ahora. Eso querías decir, ¿no? Porque al fin y al cabo es la pasión y la inexperiencia lo que nos impulsa a cometer nuestros errores. ¿Y tú, Peine de Nácar?

Un terrible dolor asomaba a sus ojos oscuros.

—Si pudiera cambiar algo nacería en tu lugar, Anciano.

—¿Cómo?

—Sí, sería tú. Es mucho mejor haber vivido tu vida que la mía. —Y tras estas palabras, dio media vuelta y echó andar deprisa hacia la empalizada.

La Pantera se quedó mirándola. El sol danzaba en sus caderas cimbreantes y arrancaba destellos azules a su pelo negro.

—Ay, hermosa Peine de Nácar, ahora empiezo a comprender. Tú y yo, qué dos. Okeus cabalga en nuestros hombros y ríe sin parar.