La escarcha plateaba cada brizna de hierba, cada rama, cada planta, con un encaje cristalino. La niebla había subido desde las aguas de la bahía y el río Pez y flotaba entre los árboles y sobre los campos, envolviendo la aldea Perla Plana en un fantasmagórico velo gris.
La Pantera pasó junto a los postes Guardianes en torno a la plaza, con su hoguera ritual. Los rostros tallados parecían sombríos, como si también sus espíritus estuvieran humedecidos por la densa bruma. Apenas se veía más allá de la empalizada, pero se olía el humo de los fuegos eternos de la Casa de los Muertos. Relámpago y Oso Rayado se encargaban de alimentarlos.
El viejo caminaba con inseguridad. Las articulaciones le dolían por el frío, que se le había metido en los huesos a pesar de que Capullo de Rosa había mantenido la hoguera encendida.
Perla de Sol caminaba cautelosa tras él, guardándole la espalda como siempre.
La Pantera echaba de menos a Nueve Muertes, que había resultado ser buena compañía. Era un hombre perspicaz, con un gran sentido del humor y una genuina preocupación por su pueblo. Por otra parte, su expresión cuando se marchó para reunirse con su esposa no había tenido precio. Para deleite de la Pantera, el Jefe de Guerra había creído seriamente en la posibilidad de que un despojo humano como él pudiera meterse entre las mantas de Capullo de Rosa.
De pronto una figura surgió ante él, y el viejo tardó un momento en identificar a Sauce. El joven cazador tenía la cabeza gacha y parecía ansioso. La Pantera se detuvo. Sauce casi tropezó con él y se sobresaltó.
—Ah, eres tú.
—Siento molestarte. Menuda cara. Parece que tu clan acabara de desheredarte.
Sauce le miró con rabia.
—¿Todavía estás aquí? ¿Sigues agitando la vasija para ver cómo se levantan los posos?
—He dado contigo.
—Pues ahora déjame en paz.
Sauce intentó marcharse, pero la Pantera lo detuvo.
—Si tú no mataste a Nudo Rojo, ¿quieres decirme qué hacías allí esa mañana? Me parece curioso que eligieras precisamente ese día para salir de caza.
—Es lo que hacemos los hombres de verdad, Anciano. Alguien tiene que traer la comida. Los hombres cazan y pescan. Ya sé que a ti nunca te ha hecho falta. Tú te limitas a meterte en casa de cualquiera para que te den de comer. Pero algunos tenemos que trabajar.
—Yo también he cazado, no creas. Es una buena práctica para la guerra. —La Pantera lo miró a la media luz—. Vaya, te has afeitado el lado izquierdo de la cabeza. ¿Tal vez para parecerte a los guerreros del Gran Tayac?
Otra pieza del rompecabezas encajaba. Pero ¿estaba en su lugar?
—Mi pelo es asunto mío. Ya he pasado por el Huskanaw. Ahora nadie me dice lo que tengo que hacer.
—Sí, ya me he enterado. Y creo que lo entiendo —añadió el viejo en voz baja.
—¿Qué entiendes?
—Lo que es vivir sin padres, pasar de un miembro del clan a otro como una cesta de castañas, sin pertenecer nunca a una familia. Es una vida muy solitaria.
La expresión de Sauce se ablandó, aunque sólo un instante.
—Tú no tienes nada que decirme, Anciano. Lo que es por mí, tú y tu cachorro Perla de Sol podéis ahogaros en la bahía y ser pasto de los peces.
La muchacha se cruzó de brazos, mirando con rabia a Sauce.
—No soy tu enemigo, Sauce. Podrías ayudarme. Yo diría, para empezar, que nada de esto habría ocurrido sin la llegada de Trueno de Cobre. Creo que te equivocas de bando.
—El Gran Tayac sabe reconocer el talento. A diferencia de mucha gente de por aquí, Trueno de Cobre tiene visión, planes de futuro.
—Ya. Pero ¿has pensado qué pasará con los pueblos independientes cuando se cumplan sus planes?
—Seremos como los campos en otoño, viejo. Estaremos mucho mejor que antes de la cosecha. —Inspiró hondo—. Ahora estamos bloqueados. El Mamanatowick y los conoy nos aplastan como con tenazas. No quiero que mi cráneo acabe en la Casa de los Muertos de algún Weroance, junto con otros trofeos de guerra. Tengo parientes en las aldeas de río arriba que me acogerán. Ya he visto cómo la Weroansqua divaga en el consejo. Me parece que este pueblo ha llegado al final.
—¿Y tu deber hacia tu clan? Tu clan ha cuidado de ti, te ha dado de comer, te ha ofrecido techo. ¿No crees que debes algo a tu familia? Eso forma parte del honor y el deber de todo guerrero.
Sauce entornó los ojos.
—Si tanto te interesa andar removiendo las aguas, Anciano, ¿por qué no remueves un poco las del clan Piedra Verde? Si tanto te interesa el honor y la rectitud, ve a ver qué encuentras en el lodo que esconden detrás de sus discursos.
—¿Por ejemplo? Vamos, me gustaría oírlo de tus labios.
—Seguro que sí. Pues si quieres saber, escucha como he escuchado yo. Lo que pasa es que estás tan fascinado con Halcón Cazador y Peine de Nácar como todos los demás. ¿Sabes qué hay en el corazón del clan Piedra Verde? ¡Podredumbre, eso es lo que hay!
—¿Y tú querías a Nudo Rojo? ¿Estabas dispuesto a emparentarte con ese clan?
—Ella… —Sauce vaciló—. Pensaba que ella era diferente. Por lo menos al principio. Pero luego averigüé que no, y eso que lo había tenido siempre delante de las narices. De tal palo tal astilla. Lo descubrí el día que la vi con Zorro Alto como si estuviera en celo. Lo llevan en la sangre, Anciano. No pueden evitarlo.
—¿Qué llevan en la sangre? ¿Qué intentas decirme?
Sauce miró con amargura al viejo.
—No te lo voy a poner tan fácil. ¿No eres tan listo? Pues averigúalo. Averigua si puedes por qué la Weroansqua está tan interesada en luchar contra Tres Mirtos. Al fin y al cabo, si Púa Negra muriera, desaparecería el rastro de su crimen. No hay nada mejor para cubrir las huellas del año pasado que una capa fresca de cenizas. —Y con estas palabras Sauce resopló furioso y se marchó.
La Pantera no se movió. Sentía en la cara el frío húmedo.
—Perla de Sol, ¿a qué se refería con eso de las cenizas?
La muchacha le miró perpleja.
—No lo sé, Anciano. Pero he oído decir cosas de Sauce. Se ve que muchas veces anda rondando por ahí de noche, escuchando detrás de las paredes. No sé qué habrá podido oír, o dónde.
Nueve Muertes miraba el horizonte mientras la canoa cabeceaba entre las olas grises del río Pez. La brisa de la mañana había dispersado la niebla, que se había alzado tierra adentro para formar jirones de nubes. Presa que Vuela y él habían aprovechado la ocasión para salir al río. Detrás de ellos, Muchos Perros y Cangrejo maniobraban en su propia canoa. Los remos destellaban a la luz. Navegaban orientándose por los cabos de tierra que se adentraban en el agua. Las canoas tenían que estar justo en el lugar correcto.
En pleno invierno las mareas eran muy bajas. Las marismas, que normalmente estaban cubiertas de agua, quedaban ahora al descubierto. Mientras las mujeres se dedicaban a recoger moluscos, los hombres salían a pescar a los canales más profundos.
Desde las canoas echaron las redes al agujero donde los peces se habían retirado. El agua era más cálida en las profundidades, y allí se concentraban las percas. Si lo hacían bien podrían cobrar toda una carga de pescado en poco tiempo, pero las redes tenían que manejarse a la perfección.
Presa que Vuela estaba en la proa de la canoa, ayudando a Nueve Muertes a inspeccionar los pliegues de la red con los pesos de piedra. La iban echando por la borda con cuidado de que no se enredara. Mientras tanto, Muchos Perros y Cangrejo enrollaban las cuerdas que tiraban de la gran red entre las dos canoas.
La tarea era complicada porque, aparte de cuidar de la red, había que mantener el equilibrio y las dos canoas debían colocarse de proa a las olas. Con cada soplo de brisa Nueve Muertes miraba inquieto hacia el horizonte. Si el oleaje crecía demasiado no tendrían más remedio que jalar la red y remar como posesos hacia la orilla antes de que se inundaran las canoas.
—Bueno, ya está —dijo Presa que Vuela cuando el último pliegue de la red cayó al agua.
Nueve Muertes y él agarraron las cuerdas guía. Ahora tenían que irla soltando poco a poco, utilizando los remos para mantener el rumbo y la distancia precisa de la otra canoa. Nueve Muertes se orientaba a partir del cabo de tierra que marcaba el agua profunda. La brisa los llevaba por encima de la hondonada donde estaban los peces. La sincronización debía ser perfecta. En las mareas bajas no había corriente. La red hacía de ancla, impidiendo la deriva. Si hubiera corriente la red los arrastraría. Presa que Vuela inspeccionaba la cuerda, calculando con pericia el ángulo en el que se hundía en el agua.
—¡Atrás! —gritó.
Nueve Muertes remó hacia atrás, sin perder de vista las maniobras de Cangrejo, que iba en la popa de la segunda canoa.
—Allí —indicó Presa que Vuela—. Otras tres vueltas de cuerda y estaremos justo encima de ellos.
Nueve Muertes comprobó su posición. Estaban en línea recta entre el punto de tierra a un lado y el viejo árbol gris que sobresalía en la línea del horizonte de la península ocupada por la aldea de Perla Plana.
Presa que Vuela aferró el nudo al extremo de la cuerda.
—¡Acercaos un poco! —gritó a la otra canoa—. Para que la red llegue al fondo.
Nueve Muertes usó el remo sólo para moverse con las olas, dejando que el peso de la red acercara las dos canoas.
—¡Remad! —exclamó Presa que Vuela, jalando una lazada de cuerda.
Nueve Muertes sujetó la cuerda con el pie derecho y comenzó a remar, empapado en sudor. Cangrejo lo imitó. Imaginaban la red arrastrándose por el fondo, sostenida por las cuerdas, recogiendo pescado. Poco a poco siguieron arrastrando la red con las canoas, jadeando, intentando mantener la distancia, aunque el peso de la red intentaba unirlas.
—Ya está —dijo Nueve Muertes—. Vamos a jalar.
El viento, cada vez más frío, agitaba las olas. Por fin comenzaron a recoger la red.
Nueve Muertes tiraba con todas sus fuerzas, con los músculos abultados en los brazos y los hombros. Tenía los dedos entumecidos por el agua fría. El olor del cáñamo mojado se mezclaba con la brisa salada de la bahía. Mientras jalaba la red iba enrollando la cuerda. El agua chapaleaba en el fondo de la canoa.
Al cabo de un rato apareció la primera esquina de la red. Nueve Muertes alzó la cabeza un instante para ver si Cangrejo se encontraba en la misma posición. Las canoas casi chocaban. Sólo las separaba la red atestada de pescado.
—Cuidado —advirtió Presa que Vuela. En aquel punto muchos perdían el equilibrio y caían al agua.
Entre todos comenzaron a meter la red en las canoas. Ya se veían los primeros peces contorneándose.
—Muy bien —dijo Muchos Perros—. Mitad y mitad.
Se inclinaron al mismo tiempo por la borda. Nueve Muertes metió las manos en el agua y alzó la carga. Las escamas plateadas relucían.
—Parece una buena pesca —sonrió Presa que Vuela—. Vamos a llenar muchas barrigas.
—La mía entre ellas —terció Muchos Perros—. Estoy harto de pescado ahumado.
—Pues con la cantidad de bocas hambrientas que tienes en el maldito clan Estrella de Mar, me parece que te tocará a nada y menos. Pero no te preocupes, que ya te daré un par de raspas —bromeó Nueve Muertes.
—Sí, pero tendrás que pedírselas por favor —añadió Cangrejo—, porque si no sólo te dará las cabezas.
—Callad de una vez —replicó Muchos Perros—, si no queréis que os dé con un pez en la cara.
Nueve Muertes volcó la red, derramando percas, róbalos y alguna medusa, que no tardó en devolver al agua. También había un par de bagres, atraídos a las profundidades por las aguas frescas de la marea baja.
Con cuidado de no perder el equilibrio pasaron la red, empapada y pesada, a la canoa de Cangrejo.
Durante un rato no pudieron hacer nada más que cabecear entre las olas, con los pies hundidos en el pescado hasta los tobillos. Nueve Muertes miró hacia la bahía. El viento levantaba cada vez más oleaje.
—Lo más prudente sería volver a casa. Si esto sigue empeorando van a ser los peces los que nos coman a nosotros.
Mientras remaba hacia la orilla, iba golpeando algún que otro pez que se revolvía con tal fuerza que amenazaba con caer de nuevo al mar.
Navegaban ahora en paralelo con las olas, las dos canoas tan cargadas que el agua a veces casi llegaba a la borda.
—Pasas mucho tiempo con el brujo —comentó de pronto Presa que Vuela, desde la proa.
—Estamos trabajando juntos en el asunto de Nudo Rojo. —Nueve Muertes miró la orilla, calculando la distancia que les separaba de la ensenada bajo Perla Plana. ¿Lograrían llegar?
—¿Y qué es lo que hace? Todo el mundo habla de él. Se dice de todo, que ha acusado a la Weroansqua, que va a desafiar a Trueno de Cobre…
—Me sorprende que no se rumoree que por la noche se convierte en búho y sale a volar por ahí.
—No, si también eso se dice. —Presa que Vuela meneó la cabeza, sin apartar los ojos del agua.
—De momento se aloja en casa de Capullo de Rosa. Yo mismo he dormido allí casi todas las noches y no he visto que seconvierta en búho. Además, con la cantidad de calabaza que come todos los días, no podría volar aunque quisiera.
Presa que Vuela soltó una carcajada.
—Bueno, no todos los días tenemos entre nosotros un brujo al que criticar. No es de extrañar que corran rumores.
—Ya. —Al coronar una ola el agua saltó por la borda. Muchas olas como aquéllas y los peces no tardarían en estar nadando otra vez. Nueve Muertes dio un golpe a un róbalo tan largo como su brazo. El remo produjo un chasquido al caer sobre el pescado de rayas púrpura.
—Así que no tienes nada que contar.
—Pues no. Pero tengo una pregunta.
—¿Sí? —Presa que Vuela se volvió hacia él.
—La noche de la danza tenía que haber un guerrero guardando la puerta de la empalizada. ¿Sabes quién era?
Presa que Vuela siguió remando en silencio unos instantes. Por la posición de sus hombros se notaba que se había puesto tenso.
—El responsable de asignar la guardia esa noche era Mazorca de Piedra. Más tarde me estuvo hablando de eso. Se quejaba de Sauce…
—¿Sauce?
—El mismo. Nuestro rayito de sol. Se ve que Sauce se puso casi insolente cuando Mazorca de Piedra le ordenó que vigilara esa noche. Según me dijo, estuvo a punto de darle un garrotazo en la cabeza. Sauce se negó a vigilar, aduciendo que tenía cosas que hacer, o algo así.
—Ya.
—La Pantera ha estado hablando con él, ¿no?
—Oye, hazme un favor. Que esto quede entre tú y yo.
—¿Y por qué querría Sauce…?
—Presa que Vuela…
—De acuerdo, quedará entre tú y yo.
Al coronar otra enorme ola, Nueve Muertes quedó empapado. El esfuerzo casi neutralizaba el frío del viento. El agua chorreaba por su piel engrasada, perdiendo poco a poco la batalla contra el calor de su cuerpo.
—Bueno, parecía un buen día para pescar, pero al final el tiempo se ha estropeado —murmuró. Vio que la segunda canoa se encontraba en una situación no menos peligrosa, cargada con la pesada red.
—Menos mal que no hemos salido a la bahía, porque ahora estaríamos nadando. Y con el agua tan fría no habríamos aguantado mucho tiempo. —Presa que Vuela se enjugó la cara—. ¿Saco la calabaza para empezar a achicar?
—Todavía no hace falta, pero los peces se están escapando. —Nueve Muertes atizó un golpe a otro róbalo—. Si hacemos un esfuerzo llegaremos a aguas tranquilas sin tener que achicar.
Si las cosas se ponían serías podrían echar por la borda parte del pescado, pero Nueve Muertes preferiría hundirse. No recordaba haber realizado nunca tan buena pesca en aguas profundas.
Llegaron a los bajíos justo cuando comenzaba a llover. La mitad de los peces flotaba de lado. Los otros, más pequeños, todavía se agitaban en el fondo de la canoa. El agua les llegaba a los tobillos, y estaban helados. Nueve Muertes sintió un escalofrío y se aferró al remo. Al mirar atrás vio borreguillos en la cresta de las olas.
—Lo hemos conseguido —sonrió. Era un riesgo salir a aguas abiertas en invierno, y la posibilidad de que la canoa se inundara no era el único peligro. A veces los pescadores se quedaban tan fríos que perdían la cabeza. Desorientados, se olvidaban de achicar las embarcaciones, o la corriente los arrastraba a mar abierto. Algunos morían y los que tenían más suerte y eran rescatados no recordaban siquiera el nombre de su clan.
Presa que Vuela cogió la calabaza, que flotaba en el agua, y comenzó a achicar. En la otra canoa Muchos Perros hacía lo mismo. Nueve Muertes se estremeció de nuevo y siguió remando en dirección a casa.
—Trueno de Cobre ha estado hablando con los guerreros más jóvenes —dijo Presa que Vuela.
—Ya, les ha prometido fama y gloria en el sendero de la guerra.
—¿A ti qué te parece? ¿Tiene sentido lo que dice? ¿De verdad puede echar al Mamanatowick de sus tierras para quedárselas?
—Según la Pantera, no. ¿Sabías que el anciano fue en otros tiempos Jefe de Guerra de los jefes Serpiente? Dice que Trueno de Cobre puede entrenar a sus guerreros pero no mantenerlos.
—¿Por qué?
Nueve Muertes señaló el pescado en la canoa, aunque Presa que Vuela no podía ver su gesto.
—Porque tenemos que pasar mucho tiempo pescando. Como hoy. Nuestros hombres no pueden ser sólo guerreros.
—Es verdad. Pero ¿a quién harán caso los jóvenes, a la Pantera o a Trueno de Cobre?
—¿Qué más da?
—No lo sé.
—Así que Sauce estaba de guardia esa noche, ¿eh? —dijo Nueve Muertes, pensando en las implicaciones—. Nutria Blanca me dijo que cuando ella salió, justo después de amanecer, no había nadie vigilando. Así que si Sauce no estaba en la puerta, ¿dónde estaba?
—Fue él quien encontró el cadáver de Nudo Rojo —señaló Presa que Vuela—. ¿No te acuerdas? Según él, estaba de caza, vio a Zorro Alto y le siguió.
—Sí —replicó Nueve Muertes sombríamente—. Sí que me acuerdo.
—Creo que deberías echar más calabaza —dijo la Pantera—. Una o dos más por lo menos.
Capullo de Rosa suspiró.
—Pues yo creo que para esta noche con el maíz ya está bien. Lo he sazonado con remolachas, que a ti te gustan, y hojas de menta.
—¿Y qué es lo que hierve en esa vasija? —preguntó el viejo con una mirada ansiosa.
—Los restos de dos ratas almizcleras que me han dado hoy. Las he troceado para hervirlas con castañas. Y me he pasado el día hirviendo bellotas para luego hacer harina. El pan se está cociendo ahora en las cenizas. —Capullo de Rosa se cruzó de brazos—. Y he asado zuzón, sólo para ti. Cuando el pan esté listo mezclaré las cenizas con grasa de ciervo para que puedas untarlas en el pan de bellota y comer como un Weroance. ¿Alguna queja?
La Pantera se arrellanó y adoptó una expresión de intensa concentración.
—Bueno, no. Supongo que si tengo pan de bellota untado con grasa de zuzón podría pasar sin calabaza por una noche.
Ella meneó la cabeza con una sonrisa.
—¿Es que en tu isla no te daban de comer?
—La única persona que me daba de comer era yo mismo. Y cuando uno ha comido ostras y almejas, almejas y ostras, ostras y almejas… Vaya, que no te imaginas qué maravilla es estar en tu casa. —Suspiró nostálgico—. El problema es que si has sido un guerrero toda la vida, sólo aprendes a hervir maíz, carne y pescado. Aparte de eso, todo lo que comes está siempre seco o ahumado. Tu cocina es… bueno, no imaginas el efecto que obra sobre mí. No sabes cuánto aprecio estas comidas.
Capullo de Rosa se echó a reír.
—Sí, ya se te nota en la cara. Me gusta verte sonreír así. —La mujer se interrumpió un momento—. ¿Nunca has tenido esposa?
Él abrió las manos.
—Pues no, nunca he tenido esposa.
—Pero tu clan te impulsaría a casarte.
El viejo vaciló, sin saber muy bien qué decir. Capullo de Rosa advirtió su recelo y arqueó una ceja. La Pantera miró hacia Perla de Sol que, en ese momento, trenzaba una cuerda con cáñamo.
—Pantera —dijo Capullo de Rosa en voz más baja—, hace días que vives aquí y nunca te lo he preguntado, pero en nuestro pueblo todos se preguntan quién eres. Todo hombre tiene un clan, una familia. Seguro que tú no surgiste del humo. ¿Quién es tu gente? Se dice que tu familia te expulsó, que eres un paria, que tus parientes no quieren ni reconocerte. ¿Es cierto?
Él la miró a los ojos. ¡Guano de gaviota! Capullo de Rosa tenía derecho a saberlo. Estaba viviendo bajo su techo y, por el respeto que su hermano le tenía a él, ella no se había atrevido a hacerle ninguna pregunta.
—No, no me expulsaron. Me fui yo. Fue mi decisión… mi culpa. Me encontré atrapado en una situación que no pude soportar. Era joven, apenas un muchacho. Una noche hice el petate y me marché. Era eso o matarme. Estoy seguro de que me dan por muerto hace mucho tiempo. Dudo que mi gente recuerde siquiera mi nombre.
Capullo de Rosa le puso una mano en el hombro con expresión apenada.
—Eso no significa que no tengas clan. Todo eso pasó hace mucho tiempo. Podrías volver, ¿sabes? La familia no deja de existir porque uno cometa un error en su juventud.
La Pantera le dio unos golpecitos en la mano.
—Mi querida Capullo de Rosa, qué ingenua eres. El joven rabioso que fui murió aquella noche. Volvió la espalda a su mundo y se marchó en busca de un mundo mejor. Y lo intenté, créeme. Mis viajes me llevaron a muchos sitios. Me aupé entre los más altos y caí con los más bajos, y vi que la gente es igual en todas partes. Algunos son peores que otros, algunos más valientes o más felices, pero en general los hombres son hombres. Es verdad que somos hijos de Okeus, todos con grandes defectos y al mismo tiempo nobles. —Soltó una risita—. Incluso en los mejores momentos, que no son muchos.
—¿Por eso no te has casado, por no tener familia, porque nadie tendría sitio para un hombre como tú?
—¡Ja! Mira, si adquieres bastante fama, dinero e influencia, la gente te lo perdona todo. Sólo ve los adornos de un Jefe de Guerra, no al hombre que hay bajo las plumas y el cobre. Pero lo primero que hay que aprender es a aceptarse uno mismo. Yo desperté una mañana sabiendo que me había convertido en un monstruo odioso. Al final a la única persona que traicioné fue a mí mismo.
—Todavía no me has contestado. Se te da muy bien el evitar las respuestas. —Capullo de Rosa se inclinó para tocar con el dedo el pan de bellota—. ¿Por qué no te has casado? Me has dado a entender que podías haberlo hecho, de haber querido, que no hubieran tenido en cuenta que carecías de familia.
De nuevo le derrotó la expresión paciente de la mujer.
—Amaba a una mujer y no podía tenerla. Estaba prometida a otro. Y, a diferencia de Nudo Rojo y Zorro Alto, yo no tuve valor para huir con ella. —Se miró las manos encallecidas, de articulaciones hinchadas y piel fláccida—. Nunca quise a nadie más. No pude conformarme con ninguna otra mujer. Ella se convirtió en una obsesión, y un hombre obsesionado nunca está del todo cuerdo, nunca está entero. Es como un pájaro volando con una sola ala. Al final acaba cayendo.
Capullo de Rosa asintió.
—Así que el asunto de Nudo Rojo es algo más que un simple misterio para ti, ¿no? Forma parte de tu obsesión. ¿Lo sabe Nueve Muertes?
La Pantera negó con la cabeza, todavía mirándose las manos.
—A veces pienso que Ohona me envió a Perla de Sol con un propósito. Si resuelvo este misterio tal vez pueda dejar de lado mi obsesión por una vez.
—O tal vez te ciegue, ¿no lo has pensado?
—Sí. Sí que lo he pensado. En todo caso me ha hecho más cauto en todo este asunto.
—Ya veo.
Por fin el anciano la miró a los ojos.
—Te agradecería que no mencionases esta conversación. Ya corren bastantes rumores sobre mí. Te he contado todo esto porque has sido muy amable conmigo y pienso que te debía una explicación.
—Guardaré tu secreto, Pantera. —Capullo de Rosa miró a Perla de Sol, que seguía ocupada con su cuerda—. ¿Y cuál era tu clan?
Él movió la cabeza.
—Están todos muertos, Capullo de Rosa. No; prefiero que creas que soy un paria, antes de volver a pronunciar su nombre de nuevo.
—Como quieras —replicó ella en tono cortante.
La Pantera se preguntó por qué las palabras de Capullo de Rosa le dolían, por qué la herida de su alma no se había cerrado después de tantos años.