20

El cerro era más escarpado de lo que la Pantera esperaba. Había que subir con mucho cuidado por el sendero entre los árboles.

—No te quepa duda, Jefe de Guerra, Estera de Hierba (o Trueno de Cobre, como se hace llamar ahora) es muy capaz de preparar un matrimonio con el clan Piedra Verde y conspirar al mismo tiempo con el Mamanatowick —declaró el viejo entre jadeos cuando se detuvo un momento para recuperar aliento.

Perla de Sol respiraba con normalidad, igual que el Jefe de Guerra. Sólo la Pantera parecía agotado. Nueve Muertes tenía la mirada perdida y la expresión velada. Aguardaba con la mano sobre el garrote que llevaba al hombro.

—Pero ¿qué podía tramar con el Mamanatowick? ¿La destrucción del pueblo de su nueva esposa? No tiene mucho sentido. ¿Por qué casarse entonces con Nudo Rojo? ¿Por qué no aliarse simplemente con el Mamanatowick y aplastarnos sin más?

—Entonces el hombre que vio Nutria Blanca tenía que ser uno de los vuestros.

—Es que no me lo puedo creer…

—Jefe de Guerra, tu corazón se niega a creerlo, pero tu cabeza sabe que es así. Tus aliados y tú habéis compartido el camino de la guerra, os habéis protegido unos a otros. Si uno de tus hombres se ha vendido al Gran Tayac, para ti es una traición, una traición que te crispa hasta el alma. Pero no debes olvidar que el ser humano es capaz de cualquier cosa. —La Pantera miró la pendiente—. Piensa por ejemplo en Mazorca de Piedra, que precisamente esa noche era el encargado de la guardia.

Estaban a medio camino de la cima del cerro, siguiendo la misma ruta que Nudo Rojo aquella fatídica mañana. La Pantera se arrepintió de haber insistido en ver el lugar con sus propios ojos.

—Entiendo que Mazorca de Piedra quisiera avisar a la aldea Tres Mirtos. —Nueve Muertes miró a Perla de Sol como si quisiera tranquilizarla—. Tenía parientes allí. Todo lo que hacemos es por nuestro clan.

—Sí, todo por el clan —musitó la Pantera, observando los árboles que se alzaban en la pronunciada pendiente. Las ramas se entrelazaban como formando un enorme refugio soportado por miles de postes.

En la ensenada se oían los graznidos de los gansos y patos. La Pantera sabía, sin verlos, que los somormujos cazaban sábalos en los bajíos. En el bosque resonaban los trinos de los pájaros, aunque no tan bulliciosos como en verano. Un trepatroncos subía por un olmo y una bandada de cisnes surcaba el cielo batiendo el aire con sus poderosas alas.

Nudo Rojo ya no vería la migración de los tríngidos en primavera, cuando se apiñaban en la playa en busca de huevos de cangrejo. No volvería a ver el retorno de las águilas pescadoras en la tercera luna del año nuevo.

Todo lo hacemos por el clan. La Pantera echó a andar de nuevo, pensando en aquella terrible verdad. El clan lo era todo: regla y guía. Aquella idea le inquietaba, como si en ella se ocultara el extremo de un hilo. Lo único que tenía que hacer era tirar de él y el nudo se desharía ante sus ojos.

Nueve Muertes parecía preocupado. Subía con facilidad por el sendero, con los músculos marcados en sus cortas piernas. Perla de Sol cerraba la retaguardia, mirando alerta cada hueco entre los árboles y alzando la vista al camino por si avistaba algún peligro.

La Pantera respiraba con dificultad y su viejo corazón palpitaba con fuerza contra sus costillas. Sus piernas temblaban agotadas y las articulaciones le rechinaban. A pesar del frío llevaba la manta abierta. Por lo menos era un alivio no tener que trepar aquel cerro en uno de aquellos días pegajosos del verano. Claro que entonces el bosque habría estado lleno de vida y el zumbido de los insectos habría ocultado cualquier ruido.

De niño, a la Pantera le gustaban los veranos. En una de aquellas cálidas noches salió de la empalizada y sintió el mundo palpitar de vida. Las nubes de mosquitos flotaban como una bruma en torno a su cuerpo untado de grasa. La grasa impedía que se lo comieran vivo a picotazos, pero no evitaba que se le metieran en las narices y la garganta.

Sí, tal vez el invierno era mejor. Se recogían las cosechas, desaparecían los bichos y las encañizadas se llenaban de percas. Los cazadores ya habían ido a las penínsulas en pos de los ciervos y se habían recogido cestas de frutos secos del suelo o de los árboles. Durante los meses de frío la gente se sentaba junto al fuego a contar historias, chismorrear con los amigos y contemplar con satisfacción a la familia.

Pero yo no. No, yo tenía que dejarlo todo atrás. Furioso con su súbita nostalgia, la Pantera redobló esfuerzos. ¿Desde qué rincón oculto de su alma se alzaban aquellos deseos, tanto tiempo reprimidos? Tal vez al sentarse junto al fuego de Nueve Muertes se habían avivado las ascuas de su memoria.

Apenas podía respirar cuando llegaron a la siguiente haya y por fin coronaron el cerro. El viejo se dobló, resollando como un pez fuera del agua.

—Aquí fue —informó Nueve Muertes mirando en torno a él, golpeándose la palma de la mano con su garrote.

—¿Estás bien, Anciano? —preguntó Perla de Sol, poniéndole una mano en el hombro y dándole unas palmaditas.

—Me he quedado sin aliento. —La Pantera la apartó con un gesto y se incorporó sobre sus piernas trémulas—. Es un desperdicio dar la juventud a los jóvenes. Sin duda Nudo Rojo subió a la carrera sin pensar siquiera que algunos de nosotros desearíamos ansiosamente poder hacer lo mismo.

—Pocos son conscientes de lo que tienen hasta que lo pierden, Anciano —aseveró Nueve Muertes—. No te irás a caer muerto ahora, ¿verdad?

—No; sería de mal gusto obligarte a llevarte de aquí otro cadáver. —La Pantera tosió con la garganta seca.

—¿Y por qué crees que te iba a llevar de aquí? —Dio un golpe con el garrote en la alfombra de hojas—. Tal vez te dejara aquí abandonado a los cuervos y mapaches.

—Pues no se iban a dar un festín, precisamente, eso te lo aseguro. Muy bien. Dime dónde sucedió todo.

Nueve Muertes siguió el estrecho surco del camino y se detuvo en la mitad del angosto cerro.

—Pensamos que la mataron aquí. Alguien salió de detrás de ese árbol —explicó señalando un nogal de corteza gris.

La Pantera se acercó. El tronco era tan grueso que no podía abarcarlo con los brazos. Si la madera sabía algún secreto, lo mantenía oculto tras aquella arrugada corteza. El viejo volvió entonces al haya. Las gruesas raíces salían retorcidas de la base del tronco.

—Mira esto, Jefe de Guerra. El árbol está en el borde del cerro. Alguien podría haberse escondido aquí, en esta hondonada, para vigilar el camino.

Nueve Muertes y Perla de Sol observaron la pequeña hondonada llena de hojas entre las raíces. Desde allí se veía el sendero que serpeaba entre los árboles. Las ramas habrían ocultado perfectamente a cualquiera.

Nueve Muertes se inclinó para recoger un puñado de hojas.

—Esto no sirve de nada. La mañana era húmeda, así que las hojas serían flexibles. No se ve ninguna rota o aplastada y las que están pegadas no sé si es porque alguien las pisó o porque se han helado en algún momento.

La Pantera señaló un punto donde la corteza parecía más pulida.

—¿Se apoyó alguien ahí?

—Tal vez. —Nueve Muertes se encogió de hombros—. ¿Cómo podemos saber si fue el asesino de Nudo Rojo o algún niño que haya estado jugando por aquí durante la última luna?

—No podemos saberlo. —La Pantera se apartó pensativo, mirando el haya y el nogal, separados por no más de seis pasos—. El haya es un árbol grande y grueso, pero en lugar de esperar aquí, el asesino se retiró al nogal.

—Yo también lo habría hecho —terció Perla de Sol—. Está más cerca del camino, y al ser poco más ancho que una persona, la víctima tendría menos tiempo para reaccionar cuando el atacante salió al descubierto. Y no sólo eso, la víctima habría bajado la guardia al llegar a la cima y ver el camino despejado.

—Estás aprendiendo. —La Pantera se acercó de nuevo al nogal para ver la distancia que lo separaba del camino—. Ven aquí, Perla de Sol, como si fueras a tender una emboscada a Nueve Muertes. Jefe de Guerra, tú eres un poco más bajo que Nudo Rojo, pero quiero que vayas ahí abajo. Imagina que eres Nudo Rojo de camino al embarcadero Ostra. ¿Serás capaz?

Nueve Muertes se encogió de hombros con expresión escéptica y echó a andar.

—Vamos a ver, Perla de Sol. Tú sabes que Nueve Muertes viene hacia aquí, así que te escondes para tenderle una emboscada de la manera más lógica.

Nueve Muertes coronó el cerro y no pudo evitar mirar hacia el haya antes de dirigirse hacia el borde. La Pantera advirtió el ruido que hacía al pisar las hojas. Una vez que pasó el Jefe de Guerra, el nogal estaba a menos de dos pasos a su derecha. Sólo cuando llegó a su altura salió Perla de Sol y aparentó darle un golpe en la cabeza.

—¡Un momento! —exclamó la Pantera—. ¿Dónde estaba la mancha de sangre, Nueve Muertes?

—A uno o dos pasos detrás de mí.

El Anciano se tocó pensativo la barbilla.

—Perla de Sol y yo te habríamos atacado justamente donde estás, Jefe de Guerra. Tal como acaba de hacer ella, lo lógico sería darte un golpe en la cabeza. Por la fuerza del golpe, las rodillas se te habrían doblado y habrías caído de bruces. La mancha de sangre estaría por lo menos a un paso delante de ti.

Nueve Muertes se volvió hacia la joven.

—Sí, ya veo. Así que si la mancha de sangre estaba ahí detrás…

—Así es. —La Pantera se frotó las manos—. Vamos a repetirlo, pero esta vez, Perla de Sol, quiero que salgas de detrás del árbol justo antes de que él pase.

Nueve Muertes volvió a recorrer el camino de Nudo Rojo a través del risco. Perla de Sol salió de detrás del árbol blandiendo el garrote en cuanto oyó sus pasos. El Jefe de Guerra se detuvo.

—No os mováis —ordenó la Pantera, estudiando la posición de Nueve Muertes—. Ahora adelántate un poco, Perla de Sol, como si quisieras hablar con él. Eso es. Y ahora mátalo.

Perla de Sol blandió el garrote en arco. La piedra del extremo pasó junto a la cabeza de Nueve Muertes.

—Si Perla de Sol hubiera estado hablando conmigo al salir de detrás del árbol, yo me habría vuelto así. —Nueve Muertes se giró hacia ella.

—Si Perla de Sol hubiera querido matarte, el golpe te habría echado la cabeza a la derecha y habrías perdido el equilibrio. Te habrías desplomado…

—Justo donde estaba la mancha de sangre. —Nueve Muertes miró el suelo de hojas como si estuviera viendo de nuevo la sangre, fresca y roja—. Así que Nudo Rojo conocía al asesino. El hombre salió y le dijo algo. Luego le dio el golpe antes de que ella pudiera reaccionar.

—Pero sólo se podría haber acercado tanto si Nudo Rojo confiaba en él. —La Pantera se agachó y tocó las hojas.

—No encontrarás sangre, Anciano. La lluvia y las tormentas la habrán limpiado hace tiempo.

—Ya lo sé. —El viejo seguía moviendo las hojas y pasando los dedos por el suelo—. Pero vamos a mirar bien de todas formas. Me sorprendería encontrar nada, pero tal vez Nudo Rojo llevaba algo en la mano además del collar de dientes de tiburón.

—Bueno, esperaba encontrarse con Zorro Alto, así que habría… ¿Qué es esto? —dijo Nueve Muertes, alzando a la luz un trocito de madera en forma de cuña. No era más grande que una uña. Un lado era redondeado, obviamente tallado y pulido. Parecía arrancado de un trozo de madera más grande.

La Pantera se lo arrebató para observarlo.

—Bueno, yo diría que es madera de nogal, Jefe de Guerra, y que era parte de una herramienta. La parte redondeada está gastada.

—Y no hace mucho tiempo, Anciano. Mira, esa parte está oscurecida, manchada. Y la madera está más clara en el otro extremo, como si se hubiera partido hace poco.

—Se le puede haber caído a cualquiera —señaló Perla de Sol—. Mucha gente utiliza ese camino. Es la forma más rápida de ir desde el embarcadero Ostra a Perla Plana sin tener que dar un rodeo remando. Es costumbre enviar desde aquí un mensajero a Perla Plana para avisar de que llega un grupo. El mensajero llegaría a la aldea dos o tres manos de tiempo antes que la canoa más rápida. Yo misma he hecho este recorrido más de una vez para Púa Negra.

Nueve Muertes se encogió de hombros, a punto de tirar la madera.

—No —terció la Pantera pensativo—. Me la quedaré. Puede sernos útil.

El viejo se la metió en la bolsa del cinto y siguió rebuscando entre las hojas. Al cabo de un rato se levantó y se sacudió las manos.

—Bueno, ya está bien. Jefe de Guerra, muéstrame el lugar donde arrastraron el cuerpo.

Nueve Muertes señaló hacia el norte.

—Allí. —A treinta pasos de distancia, en una hondonada detrás de un nogal, todavía se veían las hojas dispersas. La Pantera ladeó la cabeza y miró hacia el sendero.

—Esto no nos dice gran cosa, ¿verdad? —dijo Nueve Muertes, con los brazos en jarras—. Cualquiera podría haberla arrastrado hasta aquí.

La Pantera estudió el sitio y el nogal que bloqueaba la vista desde el camino principal. La hondonada se había formado años atrás, al caer un árbol. Las raíces habían dejado un agujero en el suelo al borde del cerro. Desde entonces las hojas se habían ido pudriendo en el suelo y hasta la tierra había cerrado la cicatriz.

El viejo rebuscó de nuevo entre las hojas, en pos de cualquier cosa que Nudo Rojo o su asesino hubieran dejado caer. Pero no encontró nada. Por fin se incorporó con un suspiro y se frotó las rodillas doloridas.

—¿Alguna cosa más? —preguntó Nueve Muertes.

La Pantera se acercó cojeando al camino y miró hacia el embarcadero Ostra.

—Sí. Tendría que bajar hasta donde Zorro Alto dijo que la estaba esperando.

—Como quieras. —Nueve Muertes tamborileó con los dedos en su garrote—. Pero ahí abajo sólo vas a encontrar pilas de caparazones de ostras. Dicen que datan de los días en que el Primer Hombre caminaba sobre la tierra.

—Y yo me lo creo —terció Perla de Sol—. Harían falta muchas vidas para comerse tantas ostras.

La Pantera echó a andar pendiente abajo.

—Y luego imagino que tendremos que volver a subir…

—Podríamos enviar una canoa a buscarte —ofreció Nueve Muertes con una sonrisa irónica.

—Si tienes problemas yo podría llevarte —dijo Perla de Sol muy seria—. No pesas mucho y yo soy fuerte.

—Puede que acepte la oferta, Perla de Sol. —Algunos aspectos de la investigación, como trepar por aquellos cerros, no le sentaban nada bien—. ¿Quién sabe? Tal vez encontremos la flecha perdida de Sauce.

Halcón Cazador se sentó junto al fuego de su casa y suspiró. ¡Corteza de sauce! ¡Qué bendición! Flexionó los dedos. Hacía años que no podía cerrar el puño, y mucho menos sin dolor. Por muchos problemas que hubiera traído, la Pantera le había dado el primer alivio que había sentido en mucho tiempo. Sólo por eso casi podía perdonarle sus acusaciones.

Aunque no del todo.

Esclavos y sirvientes correteaban detrás de ella, dando de comer a los guerreros de Trueno de Cobre. El Gran Tayac, por cortesía, había enviado de vuelta tres canoas de hombres, para no abusar de las reservas de alimento de Halcón Cazador.

Había sido una decisión muy diplomática, porque Halcón Cazador ni bajo amenaza de muerte se habría quejado de que sus hombres estuvieran mermando la comida del invierno. Eso habría supuesto rebajarse ante los ojos del Gran Tayac, insinuando que no podía atender adecuadamente a sus invitados de honor.

En condiciones normales no hubiera habido ningún problema, Halcón Cazador habría enviado mensajeros para pedir donaciones a los pueblos independientes. Pero en aquellos momentos de tensión, cuando apenas se habían mitigado las hostilidades entre Perla Plana y Tres Mirtos, no quería forzar la suerte.

Los diez hombres que quedaban con Trueno de Cobre habían contribuido a su subsistencia cazando ciervos, mapaches, zorros, ratas almizcleras y conejos, además de trabajar con las trampas de pesca y las redes para atrapar los peces que invadían los bajíos en los días más cálidos del invierno.

Trueno de Cobre estaba ahora sentado frente a ella, puliendo la púa de cobre de su garrote con un trozo de cuero húmedo manchado de arena. Sus fuertes músculos se movían bajo su tersa piel.

A su derecha, Peine de Nácar tejía en su pequeño telar. Había teñido las fibras de distintos colores, rojo con sanguinaria, negro con tinta de calamar, amarillo con girasoles y púrpura con ciruelas. Hacía pasar cada hilo por la urdimbre antes de prensarlo con el peine de hueso. Halcón Cazador advirtió las miradas de reojo que se dirigían Peine de Nácar y Trueno de Cobre.

—Así que hoy el viejo ha ido a ver dónde mataron a la niña —sonrió el Gran Tayac—. Dime, ¿qué ha encontrado rebuscando entre las rocas? ¿Algún bocado apetitoso?

—Ha encontrado mi furia —resopló Halcón Cazador—. ¡Ha tenido la sangre fría de decir que yo me habría beneficiado con la muerte de Nudo Rojo! ¡Yo, su abuela!

—Tú, Weroansqua, no tendrías que soportar semejantes insolencias.

Halcón Cazador se mordió la lengua para no replicar, furiosa con el tono del Gran Tayac, en el que se percibía un atisbo de burla. A consecuencia de aquello, la anciana tardó un momento en advertir la mirada de Peine de Nácar.

—No me mires así, niña —gruñó—. No pienso tolerarlo. Yo no tengo nada que ver con la muerte de Nudo Rojo.

—Ya lo sé, madre. Es que me ha sorprendido la idea, nada más.

—¿Sabes lo que yo haría? —Trueno de Cobre miró la púa reluciente de su garrote—. Lo echaría de mi aldea. Ese viejo siempre ha creado problemas.

Halcón Cazador suspiró.

—Como brujo podría crearme algo más que unos pocos problemas. Sobre todo si nos lanzara una maldición cuando lo echáramos a empujones.

Trueno de Cobre ladeó la cabeza, acariciando la tersa madera de su garrote.

—Desde luego… si lo echaras a empujones. Pero hay otras formas. Podría salir con los pies por delante.

—Por extraño que parezca, el hombre al que confío estas tareas no estaría dispuesto a dar el paso.

—Cualquier Jefe de Guerra puede ser reemplazado. Sobre todo si su lealtad está en entredicho.

Halcón Cazador se quedó mirando el fuego. ¿Sería posible que el viejo hechicero hubiera cegado a Nueve Muertes para no dejarle ver su deber para con el clan y la familia? En ese caso, ¿debería sustituir al Jefe de Guerra, o era mejor intentar sacarle de su engaño?

—Si dejas que el viejo se quede —prosiguió Trueno de Cobre—, irá envenenando poco a poco a tu gente. Volverá a todos contra ti. Él es así, no puede evitarlo. Okeus lo hizo así.

Halcón Cazador hizo un gesto con la mano.

—¿Qué hacía entre los jefes Serpiente?

—Era Jefe de Guerra y consejero, entre otras cosas. Básicamente andaba por los consejos sembrando discordia. Lo que más recuerdo de él es que sus enemigos siempre acababan muertos. A veces sin mostrar una sola señal. —Tamborileó con los dedos en el garrote—. Se decía que conocía las propiedades de las plantas. Una vez oí que le gustaba en particular la cicuta. Pero también conocía los usos de otras especies, algunas de las cuales mataban al instante.

—Pues creo que no me sentaré a comer con él. —Halcón Cazador se pasó la lengua por las encías desdentadas—. Pero el veneno no sólo se saca de las plantas.

—La Pantera tiene algo, es verdad —declaró Peine de Nácar—, pero no creo que sea tan peligroso.

Trueno de Cobre se echó a reír.

—Nunca le subestimes.

—Si es tan peligroso, ¿qué está haciendo aquí? —replicó Peine de Nácar arqueando una ceja—. ¿Por qué no es jefe de algún pueblo?

—Probablemente salió huyendo cuando descubrieron algunos de sus tejemanejes. —Trueno de Cobre se encogió de hombros—. No sería la primera vez que un hombre huye de la ira de un jefe Serpiente. Y lo que está claro de mi viejo amigo Cuervo es que siempre ha sido listo para salvar el pellejo, por muchos amigos suyos que murieran.

Halcón Cazador apoyó el mentón en la mano con el entrecejo fruncido.

—A nosotros nos ha salvado de una guerra con Tres Mirtos. Nos guste o no, la guerra habría sido un desastre.

—Pero ¿a qué precio, Weroansqua? —Trueno de Cobre sonrió de forma automática—. ¿Para perder a un viejo aliado? Ahora tienes más opciones. Puedes mirar hacia otras fuerzas.

Halcón Cazador no mudó el semblante.

—Siempre estoy abierta a nuevas alianzas, Gran Tayac. Pero ¿por qué echar a perder las viejas? El futuro es un lugar peligroso, sobre todo en estos tiempos.

Entonces captó la mirada entre Peine de Nácar y Trueno de Cobre. ¡Ah! El Gran Tayac había mordido el cebo. De pronto el viejo plan había cobrado nueva vida. Tal vez, sólo tal vez, podría salvar algo para el clan Piedra Verde… y para el futuro.

—¿Hija? —preguntó Halcón Cazador. Era extraño, pero tenía el estómago revuelto.

Peine de Nácar se encogió de hombros, esforzándose por parecer tranquila.

—El Gran Tayac y yo hemos estado hablando.

A juzgar por tu aspecto, habéis hecho algo más que hablar. Halcón Cazador se enderezó.

—Ahora que Nudo Rojo ha muerto no nos queda otra candidata en el clan —empezó su hija—. Cierva Veloz podría serlo, pero todavía no es una mujer, y puede que tarde algún tiempo.

—Así que, naturalmente, has pensado en ti misma. —Halcón Cazador decidió cortar la larga historia que Peine de Nácar le habría endilgado.

—Trueno de Cobre está dispuesto, madre. —Ladeó la cabeza, queriendo volver a ganar ventaja—. Y yo también.

Sólo se oía el rumor de los esclavos que servían a los guerreros y el raspar del cuero contra la púa de cobre del Gran Tayac.

Halcón Cazador lo miró con los ojos entrecerrados. Parecía del todo tranquilo, como si no le preocupara la respuesta a aquella súbita proposición. ¿A qué jugaba? ¿Por qué deseaba a una mujer de la edad de Peine de Nácar? Podría darle un hijo, tal vez dos, pero sus entrañas estaban casi secas.

—Peine de Nácar supondría muchas ventajas para mi pueblo —dijo él por fin, alzando la vista—. Conoce los pueblos independientes, comprende las maquinaciones del Mamanatowick. Aunque Nudo Rojo me habría dado juventud y muchos años de fertilidad, Peine de Nácar ofrece experiencia.

Y tú crees que será Weroansqua cuando yo muera. Halcón Cazador encajó la última pieza del rompecabezas. El matrimonio con Peine de Nácar colocaría a Trueno de Cobre mucho más cerca del centro del clan Piedra Verde y su influencia sobre los pueblos independientes. Así que no tendría que esforzarse por convencerle, al fin y al cabo. Sus testículos le guiaban justo donde ella quería.

—Supongo que en tu ausencia podría designar Weroansqua a Red Amarilla —dijo la anciana, para ver la reacción de su hija—. Tú estarías muy lejos para servir aquí.

Peine de Nácar asintió, al parecer impertérrita, pero Trueno de Cobre la miró de reojo.

Sí, el Gran Tayac estaba jugando a algo que Halcón Cazador todavía no comprendía del todo, pero Peine de Nácar, como de costumbre, se dejaba guiar por sus pasiones y no por la cabeza.

—Lo pensaré —dijo la anciana—. Mientras tanto la Pantera se quedará por aquí rebuscando entre las rocas.

En el fondo no estaba muy satisfecha con aquel cambio de planes. Utilizar a Nudo Rojo no había sido una apuesta tan a ciegas como la de entregar a la impetuosa Peine de Nácar a Trueno de Cobre. El problema de crear una tormenta era que nunca se sabía dónde caerían los rayos.