17

La Pantera movió la cabeza haciendo un gesto con la mano.

—No te voy a engañar, gran Kwiokos. No soy ningún hechicero. He estudiado las plantas y sus poderes. He escuchado y aprendido de grandes hombres y mujeres muy poderosos. He practicado trucos de magia y prestidigitación, e incluso manejé al dios en una ocasión.

No todo el mundo tenía permitido manejar al dios. En los ceremoniales se solía atar cuerdas a Okeus, de modo que cuando el operario tiraba de ellas, el dios movía los brazos, volvía la cabeza o se ponía en pie. Pero los Kwiokos mantenían este conocimiento en estricto secreto.

—Ya veo. —Serpiente Verde se alejó un paso, mirando un instante a Nueve Muertes y Perla de Sol, que seguían en el umbral—. ¿Y a qué has venido, Pantera?

—Ya te lo he dicho. He venido a averiguar…

—No; quiero saber tu auténtico propósito. ¿Por qué has venido a esta aldea? ¿Qué quieres hacer aquí?

La Pantera reflexionó un momento.

—Todavía no estoy seguro. Espero que esto me ayude a mantener el equilibrio que me ha eludido durante años.

—¿Un acto de bondad para contrarrestar la maldad?

—Algo así.

—Dime, Pantera, ¿son las acciones más importantes que las creencias?

—No lo sé, pero las acciones tienen un Poder propio. Yo he visto que la sonrisa de un niño vale más que una vida de adoración ante un altar. Un insulto puede incendiar la sangre de un millar de guerreros en tierras de las que nunca has oído hablar. Ese es el Poder de las acciones. Ya sea para bien o para mal, las acciones se extienden como las ondas en un estanque.

—Como el asesinato de nuestra Nudo Rojo —murmuró Serpiente Verde.

—Exacto. No sé si el asesino sabría cuántas ondas se extenderían a partir del golpe que partió el cráneo de esa niña.

Serpiente Verde meneó la cabeza.

—Eso nunca se sabe, Pantera. Nunca se sabe hasta que las ondas comienzan a extenderse. Sólo entonces empieza a ver el asesino que su vida no volverá a ser la misma.

—Entonces vamos a echar un vistazo a la niña —sugirió la Pantera con una sonrisa—. Me gustaría que el Jefe de Guerra nos acompañara. Nueve Muertes estaba en el lugar donde mataron a Nudo Rojo, y Perla de Sol está ligada a mí.

Serpiente Verde advirtió el miedo en sus rostros.

—Es muy irregular, pero será como tú deseas. No habrá ningún problema —añadió, mirando a Relámpago y Oso Rayado—. Venid todos. Vamos a atender a Nudo Rojo.

Atravesaron la sala de almacenaje, con sus Guardianes tallados. Serpiente Verde los iba tocando al pasar, pidiendo su bendición. Por fin entraron en el santuario que albergaba a Okeus, una estatua de madera pintada cubierta de collares de nácar, cobre pulido y telas finas. Los ojos de nácar parecían relucir con una luz interior, pero sólo reflejaban el fuego. En los brazos extendidos sostenía una gavilla de maíz y un ornamentado garrote, haciendo alarde de su naturaleza dual.

Por encima de Okeus yacían los cadáveres de los jefes de clan, todos envueltos en su propio sudario, depositarios de los honrados fantasmas del clan Piedra Verde.

En el suelo, a la derecha del fuego, estaba Nudo Rojo sobre una esterilla de enea. La descomposición había hinchado su cuerpo.

Nueve Muertes se frenó en seco al entrar en la sala. Miró primero al dios, luego los cuerpos y por fin se fijó en Nudo Rojo. Le costaba respirar.

La Pantera hizo un gesto respetuoso ante el dios y luego se arrodilló junto a la niña. Le habían dicho que era hermosa, que su cuerpo acababa de florecer. Ahora tenía los ojos medio abiertos y hundidos, los labios fruncidos sobre los dientes, pero era fácil imaginarla joven y vivaz, ver sus ojos chispeantes, su sonrisa descarada. La sangre debía correr deprisa por sus venas cuando se apresuraba para encontrarse con Zorro Alto aquella mañana fatídica. ¡Qué emoción debió de sentir!

Pero ahora yacía muerta y fría, su cuerpo hinchado, putrefacto, los ojos ciegos. La sangre se había ennegrecido en sus venas.

¿Quién te ha hecho esto, muchacha? ¿Y por qué?

—¿Puedes acercarte, Jefe de Guerra? Tú la viste en el risco. ¿Podrías colocarla justo como estaba?

Nueve Muertes dio un respingo al tocar la piel fría. A pesar del rigor mortis, consiguió ponerla tal como estaba cuando la encontró.

—Estaba así, Anciano. Con la pierna doblada y la mano cerrada.

—¿En esa mano tenía el collar?

—Sí.

—Yo tengo el collar —terció Serpiente Verde—. ¿Quieres traerlo, Relámpago?

El sacerdote volvió al cabo de un momento con el collar. La Pantera lo miró a la luz, fijándose detenidamente en el diente de tiburón.

—He visto otros como éste. Son de los acantilados junto a Punto de Pinos.

Perla de Sol lanzó un gemido.

—¿Qué pasa? —preguntó la Pantera.

—Es el collar, Anciano. Cuando Nueve Muertes lo mencionó no supe qué pensar, pero la verdad es que… era de Zorro Alto.

—¿Crees que esto era lo que había perdido? ¿Esto era lo que quería que buscaras aquí en Perla Plana?

Perla de Sol parecía haber comido laurel venenoso.

—Sí, seguramente.

Nueve Muertes suspiró.

—Lo tenía Nudo Rojo en la mano. Así pues, Zorro Alto es el asesino.

—¡No! —exclamó Perla de Sol—. ¡No es verdad! Si él pudiera… si fuera capaz de hacer algo así yo lo sabría. ¡No fue él!

La Pantera alzó una mano para tranquilizar a la muchacha.

—Jefe de Guerra, Zorro Alto pudo haberle regalado el collar a Nudo Rojo. No olvides que la niña pensaba escaparse con él.

Nueve Muertes no pareció convencido.

—Piensa, todo esto puede tener otra explicación. ¿Tenía Nudo Rojo el collar contra su pecho? Tal vez lo aferró con fuerza cuando murió, como hace un guerrero con un fardo de Poder.

—Es posible.

—El collar, por sí mismo, no señala al culpable. No es más que otro enigma que debemos resolver.

—Sí, Anciano —concedió Nueve Muertes.

Perla de Sol se apoyó contra la pared, como si no pudiera mantenerse en pie. Le temblaban las piernas.

—Necesito más luz —dijo la Pantera, observando el pelo de Nudo Rojo. Oso Rayado se apresuró a echar más leña al fuego. El viejo examinó las manchas de sangre en el vestido—. Hay que quitarle la ropa.

—Primero hay que aplacar a su espíritu —insistió Serpiente Verde—. No te atreverás a molestarla hasta que ella conozca tus intenciones. Los muertos se ofenden con mucha facilidad.

—Por supuesto, Kwiokos. Te agradecería que la informaras de nuestra misión.

Serpiente Verde sonrió, dejando al descubierto sus dientes marrones. Se sacó del cinto una gran matraca de calabaza y la fue sacudiendo al tiempo que entonaba una triste canción al fantasma de Nudo Rojo.

A continuación la Pantera y Nueve Muertes desnudaron el cadáver.

La Pantera examinó a la luz del fuego el vestido con el que Nudo Rojo había realizado su última danza. Estaba hecho de piel curtida, con flecos en la falda y decorado con galones azul oscuro, en cuyas puntas relucían trocitos de cobre. En torno al cuello había una línea de perlas incrustadas.

—Es interesante la mancha de sangre en el hombro izquierdo. Es evidente que se manchó con el pelo. Echa un vistazo, Jefe de Guerra. ¿Tú qué opinas?

—Las manchas de sangre son distintas en el pecho y la espalda.

—Así es. La espalda se manchó con sangre húmeda y fresca. La sangre del pecho se encharcó y se secó. Es oscura y densa.

—Ya —susurró Nueve Muertes—. O sea que Nudo Rojo estaba tumbada de espaldas.

—¿Y la sangre de la espalda? —preguntó la Pantera.

—Primero cayó de espaldas. —Nueve Muertes caminaba en torno al vestido que sostenía el viejo—. Sí, la primera sangre que manó de la herida cayó sobre su pelo y luego le manchó la espalda. Después le dieron la vuelta y la cubrieron con hojarasca, de modo que la sangre manó de la herida hasta la parte delantera del vestido.

—Muy bien, Jefe de Guerra. Tienes una mente ágil.

Nueve Muertes se mordió el labio y miró incómodo a Serpiente Verde.

—¿Por qué no he sabido verlo antes?

La Pantera lanzó una risita.

—Porque en el acaloramiento del momento no estabas mirando, Jefe de Guerra. Vamos a ver qué más puede decirnos Nudo Rojo sobre su muerte. No hay señales de moratones o arañazos —comentó, examinando la piel y las uñas—. No hay evidencia de que arañara o se resistiera.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Serpiente Verde.

—Si Nudo Rojo hubiera luchado, habría señales de ello: las uñas rotas, o manchadas de sangre o con rastros de piel. Además, tiene la piel sin mácula. No la cortaron ni la pincharon. No tiene ni un cardenal.

La Pantera giró la cabeza del cadáver y tocó la hendidura del cráneo.

—Recibió un golpe en la sien izquierda. ¿Qué te dice eso, Jefe de Guerra?

—Que el agresor estaba de frente a ella. Así es como yo golpearía a un enemigo. Aunque le diera de refilón, eso me permitiría atacar de nuevo rápidamente.

La Pantera pasó los dedos por el pelo y en torno al hueso que asomaba. La herida era…

—¿Qué es esto? —preguntó, apartando el pelo—. Kwiokos, ¿tienes un poco de agua y un trapo? Hay demasiada sangre y no se ve bien.

Serpiente Verde hizo un gesto y Relámpago volvió al cabo de un instante con lo que la Pantera había pedido. El viejo humedeció el trapo de cáñamo y procedió a limpiar la sangre. Tardó un rato, pero al final logró ver bien la herida, una fea hendidura encima de la oreja.

—Mira —señaló—, aquí tiene otra marca.

—¿Le dieron dos golpes? —preguntó Nueve Muertes—. Espera, aquí hay algo raro.

—Desde luego. Sería muy improbable que le dieran dos golpes, ¿no crees?

Nueve Muertes suspiró, pensativo.

—Sí, yo diría que sí a juzgar por las heridas que he visto. Después del primer golpe Nudo Rojo se tambalearía, probablemente caería al suelo. Luego lo que se hace es dar otro golpe de arriba abajo, justo en la parte superior del cráneo.

—Pero eso no es lo que tenemos aquí.

—¿Qué significa eso?

—Bueno, ya lo averiguaremos. Todo saldrá a la luz, Jefe de Guerra. Nudo Rojo ya nos ha dicho muchas cosas. —La Pantera limpió la sangre del pecho para examinarlo. Luego le abrió las piernas y miró atentamente la vulva. Le habían depilado el vello púbico, como era habitual antes de la primera menstruación—. ¿No había señales de semen?

—No. Sauce dijo que no la habían violado.

La Pantera examinó las piernas, las nalgas y la espalda. Le abrió la boca con un palo y miró. La sangre le había goteado por la mejilla y los labios, manchándole los dientes.

—No tiene sangre en la lengua, no hay señales de que mordiera. No tiene los dientes dañados, así que no recibió ningún golpe.

Perla de Sol se volvió con un gemido. Tenía los ojos húmedos.

La Pantera se lavó las manos en la vasija de agua.

—Muy bien, Kwiokos, ya puedes comenzar tus tareas.

—¿Contigo aquí? Tú no eres de su clan.

—No, pero tengo que verla cuando la despellejes. Sin embargo, por respeto pediré a Perla de Sol que salga para vigilar la entrada.

La joven asintió agradecida y se precipitó hacia la puerta.

—Creo que estaba a punto de desmayarse —comentó la Pantera—. No creo que esté acostumbrada a ver las consecuencias de una muerte violenta, y menos en una niña que ella conocía.

Serpiente Verde asintió. Relámpago y Oso Rayado se acercaron con una vasija de cerámica decorada con líneas y puntos y, mientras Serpiente Verde cantaba al ritmo de su matraca, los sacerdotes se inclinaron sobre la niña con esquirlas de cuarzo.

—No sé si yo debería ver esto —comentó Nueve Muertes.

—¿Por qué, Jefe de Guerra? ¿Acaso no es un miembro de tu clan? A su alma no le importará que estés aquí. Al fin y al cabo, trabajas para ella.

—¿No mancillaremos el ritual con nuestra presencia?

—Mira, entre tú y yo, no. A los Kwiokos les gusta mantener ciertos privilegios para ellos mismos y los dioses.

Serpiente Verde le miró con reproche, y procedió a arrancar la piel de Nudo Rojo.

—Lo que vamos a hacer es crear un lugar familiar para que resida su fantasma. —La Pantera se miró las manos—. Claro que será ella quien decida si su fantasma se queda o no, por muchos rituales que practiquemos para atarla al cuerpo.

Pero Nudo Rojo no ofreció más pistas. La Pantera examinó sobre todo sus brazos, apartando incluso los músculos para tocar los huesos. La joven no tenía moratones ni mostraba señales de violencia bajo la piel o en los órganos. La única causa de la muerte eran las hendiduras del cráneo.

Por fin le arrancaron toda la piel. El aspecto del cadáver era monstruoso: músculos rojos, tendones blancos y sangre coagulada. Los ojos hundidos miraban ciegos al techo desde la carne y el cartílago del rostro. Negros moratones rodeaban las heridas del cráneo desnudo.

—Ten mucho cuidado con la preparación del cráneo, Kwiokos —dijo la Pantera—. Hay que quitar los músculos con mucha atención. Si encuentras algo inusual, házmelo saber de inmediato, por favor.

—Sí —replicó Serpiente Verde—. Después de verte trabajar, creo que comprendo.

Ya había caído la tarde cuando la Pantera y Nueve Muertes se reunieron con Perla de Sol en la entrada del templo.

—Ya tienes mejor aspecto —mintió la Pantera al saludarla.

—No me esperaba… verla así, Anciano. —Perla de Sol apartó la vista.

Nueve Muertes respiraba hondo el aire fresco, mirando el sol que ya caía hacia los árboles del suroeste.

—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué te interesaban tanto sus brazos?

La Pantera se volvió hacia él con gesto iracundo.

—¡Perro asqueroso! ¡Te voy a matar! —exclamó, lanzándole un puñetazo a la cabeza.

El Jefe de Guerra alzó los brazos para protegerse, y el viejo retrocedió. Nueve Muertes se quedó medio agachado, listo para saltar, desconcertado.

—¿Es que te has vuelto loco?

—Intentaba dejar claro mi punto de vista. En cuanto viste que te iba a atacar, alzaste los brazos casi sin darte cuenta, para parar el golpe. Piensa, Jefe de Guerra, ¿cuántos brazos has partido con tu garrote en el campo de batalla?

—Muchos, Anciano. La primera reacción de cualquiera es alzar el brazo para parar el golpe.

—Ya. Pero Nudo Rojo no lo hizo.

—¡Entonces le tendieron una emboscada! —exclamó Perla de Sol—. ¡Ella ni siquiera sabía que estaba en peligro!

—Sí y no. —La Pantera vio que una chispa se encendía en los ojos de Nueve Muertes. Sí, el Jefe de Guerra era un hombre avispado—. Verás, Perla de Sol —prosiguió el viejo, echando a andar hacia la plaza—, si yo no hubiera gritado antes, Nueve Muertes no habría tenido tiempo de alzar el brazo. El golpe que mató a Nudo Rojo fue tan rápido que ella no tuvo tiempo de reaccionar.

—Pero ¿por qué estás tan seguro de que no fue una emboscada?

—Por el aspecto de la herida —terció Nueve Muertes—. Su asesino estaba frente a ella.

—Así que si el asesino estaba de frente y ella no levantó el brazo para defenderse, es porque no esperaba que la atacaran, y eso significa… que se trataba de alguien que ella conocía —concluyó ella, ceñuda.

—Y en quien confiaba —añadió la Pantera.

La Pantera devoraba un cuenco de calabaza hervida, maíz y bígaros. Capullo de Rosa había aliñado todo con hayuco. Acompañaban la comida con leche de nueces servida en cuencos de calabaza.

Todos guardaban silencio, sumidos en sus pensamientos. Perla de Sol apenas había probado bocado. Nueve Muertes tampoco tenía mucho apetito. Sólo la Pantera comía como si jamás hubiera saboreado una delicia similar.

Capullo de Rosa contaba a sus hijos historias sobre los primeros días, cuando el Primer Hombre y la Primera Mujer, junto con los ciervos, mapaches, mofetas y tortugas, vagaban por el mundo. Explicaba cómo obtuvo sus rayas la ardilla listada y cómo el Primer Hombre se convirtió en el sol. Les habló también del Primer Crimen, cuando Okeus trajo al mundo el incesto, el asesinato y la guerra.

¿Por qué tenía que hablar de todo aquello? Nueve Muertes escuchaba distraído, dándole vueltas a lo sucedido ese día. Se sentía sucio. La mácula de la muerte se aferraba a su cuerpo como el olor a humo.

Cálmate, se dijo. Es sólo que no estás acostumbrado a los rituales de los sacerdotes. Hoy has visto cosas que no deberías haber visto. Lo que necesitaba era un buen baño de sudor. Luego iría a nadar a la ensenada. Sí, primero limpiaría con sudor el olor a muerte de su alma, y luego el agua lavaría su cuerpo.

Nueve Muertes recordó el cráneo de Nudo Rojo despellejado, con el hueso roto y manchado de sangre. Las dos heridas le desconcertaban, no sólo por la violación de aquel delicado cráneo, sino por su situación. Los dos golpes estaban muy juntos, como si…

De pronto dejó de masticar y miró de reojo el garrote de Perla de Sol. El mango de fresno tenía la longitud de un brazo y estaba manchado de tierra y sudor. La cabeza consistía en una piedra atada a la madera con ligamento seco de corvejón de ciervo. Su propio garrote era muy parecido.

Pero otros garrotes tenían púas, como el de Trueno de Cobre, que tenía cabeza de piedra y púa de cobre.

¿Dos hendiduras?

—¿Puedes venir un momento, Capullo de Rosa?

—¿Quieres más? —preguntó ella—. ¡Pero si te he puesto bastante para alimentar a todos tus guerreros!

—No; te necesito a ti. —Nueve Muertes le puso las manos en los hombros y la hizo volverse hacia el fuego—. Nudo Rojo era más o menos igual de alta que tú, ¿no?

Capullo de Rosa le miró ceñuda.

—Un poco más baja, creo, aunque no estoy segura. El año pasado creció como un cardo entre el maíz.

Perla de Sol se puso en pie.

—A mí me llegaba más o menos por aquí —dijo señalándose la frente. Capullo de Rosa era un dedo más baja.

—Muy bien. Perla de Sol, trae mi garrote; está ahí, junto a las camas. —En cuanto lo tuvo en la mano, lo sopesó—. Vamos a ver. Supongamos que soy el asesino de Nudo Rojo…

—¡Ni hablar! —Capullo de Rosa retrocedió—. ¡No pienso ocupar el lugar de una muerta! ¡Su alma nunca me lo perdonaría!

A la Pantera se le había iluminado el rostro.

—¡Eso es! ¿Qué estabas pensando, Jefe de Guerra?

—Pensaba en las dos hendiduras del cráneo. ¿Y si no fueron dos golpes sino uno? Un garrote puede tener dos cabezas. La más grande suele ir en el extremo, ¿no es así?

—Sí —terció Perla de Sol, mirando a Capullo de Rosa.

—¡Estate quieta! —exclamó Nueve Muertes, agarrando a su hermana antes de que saliera corriendo—. ¿Quieres ayudarnos o no?

—No si tengo que ocupar el lugar de una muerta.

—Podríamos atarla —propuso la Pantera—. Podríamos colgarla de las vigas para que dé la altura perfecta, aunque tenga que estar de puntillas.

—¡Ni hablar! —Capullo de Rosa se agitó. Era más alta que Nueve Muertes, pero no podía igualar su fuerza.

—Al fantasma de Nudo Rojo no le importará, te lo prometo —aseguró la Pantera mirándola con aire paternal—. Tiene tantas ganas como nosotros de descubrir a su asesino.

Capullo de Rosa miró con dureza a Nueve Muertes.

—Está bien, pero sólo una vez. ¿Qué queréis que haga?

La Pantera le tocó el lado izquierdo de la cabeza. Capullo de Rosa dio un respingo al notar sus dedos.

—Tendríamos que hacer una marca aquí y aquí.

Perla de Sol frotó la pasta amarilla de calabaza en los puntos indicados.

—¿Así vale?

—Sí, muy bien.

Nueve Muertes alineó su garrote con los dos puntos y vio que con sólo alzar la mano un poco podía haber descargado el golpe.

—¿Era un hombre bajo, entonces?

—Cuidado —advirtió la Pantera—. La cabeza es la parte más ágil del cuerpo. Aunque Nudo Rojo no tuviera tiempo de levantar el brazo, podía haber movido la cabeza en el último instante.

—Mirad el ángulo —observó Perla de Sol—. No pudieron golpearla por la espalda, a menos que el asesino estuviera por encima de ella.

—O fuera muy alto —terció Nueve Muertes—. No, yo conozco bien ese cerro, y es totalmente plano. A menos, claro, que el asesino estuviera en un árbol…

—O sea que Nudo Rojo estaba de frente al asesino —concluyó la Pantera—, y lo más probable es que el arma fuera un garrote de dos cabezas. Muy interesante. Lo único que hay que hacer entonces es averiguar quién tiene un garrote de dos cabezas, sabiendo que es alguien de quien Nudo Rojo no habría desconfiado.

—Eso excluye a los guerreros del Mamanatowick. Ala de Mirlo no pudo hacerle esto a Nudo Rojo. —Nueve Muertes meneó la cabeza—. Lástima. Habría preferido que fuera él, no alguien del pueblo.

—¡Pero no puedes descartarle así! —exclamó Perla de Sol—. ¿Cómo sabes que no fue él? Pudo haber empleado a alguien aquí.

—¿Cómo? No puede ser que ordenara matar a Nudo Rojo y alguien del pueblo se prestase para cumplir su orden.

—No, pero podía haber sido más sutil. El Mamanatowick tiene muchos cautivos de los pueblos independientes. ¿Y si le prometió a alguien liberar a su madre, su padre, su hijo? Eso habría sido motivo suficiente.

—Es cierto, no hay que descartar al Mamanatowick —convino la Pantera—. No en vano ha sabido mantener su alianza con los Weroances. Para eso hace falta ser astuto e inteligente. Si fuera un idiota lo habrían sustituido hace años.

—¿Y Trueno de Cobre, o Estera de Hierba como tú lo llamas? —preguntó Nueve Muertes.

—A él también se le debe prestar mucha atención. Siempre fue inteligente, pero impetuoso. Es de mente retorcida, y si además ha aprendido a tener paciencia, será un adversario temible.

—Trueno de Cobre estaba aquí cuando mataron a Nudo Rojo —comentó Nueve Muertes. Intentaba asimilar toda la información. En su alma quedaba un elemento de duda. Sentía que habían pasado algo por alto. Faltaba alguna información vital, algo que haría encajar todas las piezas.

—Y esa noche había salido —terció Capullo de Rosa—. Mi hija, Nutria Blanca, le vio entrar al pueblo cuando amanecía, y tenía las perneras mojadas, como si hubiera estado en los campos.

—Nutria Blanca —llamó Nueve Muertes—, cuéntanos lo que viste.

Era la hija mayor de Capullo de Rosa, y su sobrina favorita.

Delgada, de rostro alargado, enormes ojos castaños y pelo negro y lustroso, sería una belleza al cabo de unos años. A su madre le dolería en el corazón casarla.

—Es verdad, tío. —Nutria Blanca tragó saliva, sabiéndose el centro de atención de los adultos—. Madre me mandó en busca de agua para hacer un guiso, sabiendo que tendríamos que ofrecer algo a la casa de la Weroansqua, que tenía muchos invitados. Cuando fui a salir por la empalizada, con esa vasija de ahí, vi que Trueno de Cobre entraba y se dirigía a la casa comunal de la Weroansqua.

—¿Viste a alguien más? ¿Le acompañaba alguien, o le siguieron?

—No, nadie. Bueno, había gente, claro, porque ya había amanecido. La verdad es que no pensé en ello. Creí que Trueno de Cobre habría salido a aliviarse del agua nocturna. Lo único raro es que tenía las perneras mojadas.

—Gracias. —Nueve Muertes le dio unas palmaditas en el hombro—. Si te acuerdas de algo más, ven a contármelo, ¿de acuerdo?

—Sí, tío. —Pero Nutria Blanca no sonreía como siempre.

—Vaya, vaya, así que nuestro amigo Estera de Hierba andaba por ahí —musitó la Pantera mirando el fuego—. Qué coincidencia.

—¿Sabes? El Gran Tayac tiene un garrote con una cabeza de piedra y una púa de cobre.

—Sí, lo sé. Me pregunto si coincidirían con las heridas de Nudo Rojo.