13

Al amanecer, los hombres, mujeres y niños de Tres Mirtos salieron del pueblo llevando la estatua de Okeus sobre una plataforma y entonando cánticos de bienvenida. Luego acompañaron a Nueve Muertes y sus guerreros hasta la empalizada, donde ya se percibía el olor de la comida.

Nueve Muertes sonreía incómodo en la plaza, preguntándose cómo habrían convencido a Púa Negra. No era nada propio de él dar un festín en honor de un Jefe de Guerra enemigo. No es que el Weroance no fuera un hombre bueno en el fondo, pero es que jamás se le hubiera ocurrido una maniobra política tan inteligente.

—¡Que Okeus oiga mis palabras! —exclamó Púa Negra, ante la enorme hoguera—. Aparta de nosotros tu ira. Nosotros, tu pueblo, honramos tu nombre y tu presencia. Mira en nuestros corazones y verás que somos hombres dignos. Dirige tus iras contra nuestros enemigos, y si debes hacer daño, hazlo a aquellos que son indignos.

—Que tus iras caigan sobre los indignos, señor —entonaron los congregados.

Púa Negra alzó su brazo sano.

—Doy la bienvenida a todos nuestros amigos y aliados y los invito a compartir nuestra comida. Se ha cometido un error, pero Tres Mirtos, en señal de comprensión y buena voluntad, ofrece este banquete con la esperanza de que todos olvidemos los últimos días.

Una mujer salió de la Casa de los Muertos con un gran caparazón humeante que tendió a Púa Negra. El Weroance se lo llevó a los labios y bebió un largo sorbo del amargo líquido.

—Ofrezco la sagrada bebida negra a mi amigo Nueve Muertes —dijo mirándole a los ojos.

El Jefe de Guerra bebió también de la infusión de yaupon, sintiendo su calor en el estómago y una descarga en las venas.

—Por mis amigos de Tres Mirtos. Aceptamos de todo corazón vuestra ofrenda de amistad y vuestro festín. Esto me recuerda la lección que nos enseñaron el Primer Hombre, antes de elevarse al cielo para convertirse en el sol, y la Primera Mujer, que ascendió para ser la luna. Fueron ellos quienes después de la Creación enseñaron a los gemelos, Okeus y Ohona, a ofrecer comida a los visitantes para vivificar sus cuerpos.

»Como visitantes aceptamos vuestra ofrenda con la esperanza de superar nuestras recientes diferencias. Nos hemos enfrentado juntos a muchos problemas. Hemos soportado juntos tormentas, enfermedades, guerras y hambrunas. Y tal como superamos esas dificultades, superaremos también la que existe ahora. Yo ofrezco toda mi cooperación para llegar a una solución.

Sí, eso le permitiría responder ante cualquier complicación que surgiera con Halcón Cazador.

Se acercó a la estatua de Okeus, que habían dejado junto al fuego, y vertió un poco de té de yaupon en el cuenco colocado ante el dios. Sus ojos de nácar parecían atravesarle el alma, con aquella sonrisa burlona.

Devolvió el cuenco a Púa Negra con un respetuoso saludo y se sentó junto a Presa que Vuela. Después de ofrecer sus porciones a Okeus, pusieron ante ellos patas de venado, tuckahoe humeante hecho de raíz de yaro, calabazas llenas de sopa y un enorme plato de madera lleno de calabaza. Al borde del fuego hervía una vasija de maíz.

La Pantera salió en ese momento de la casa comunal de Púa Negra, seguido de Perla de Sol. Fue como si una nube pasara ante el sol. Todos guardaron silencio y apartaron la vista, muchos haciendo con los dedos gestos de protección.

La Pantera, al parecer ajeno a todo aquello, miró sonriendo a Nueve Muertes y se acercó a él. El Jefe de Guerra notó aquel curioso hormigueo en el estómago. ¿Quién podía disfrutar de la atención de un mago cuando estaba a punto de comenzar la primera comida decente en varios días?

—Saludos, Jefe de Guerra —dijo el viejo, sentándose a su derecha con un gemido.

Perla de Sol, como siempre, se quedó en pie detrás de él, con la mano en el garrote. La joven se había convertido en una presencia tan constante que Nueve Muertes apenas reparó en ella, excepto cuando Perla de Sol miró a Zorro Alto, porque en ese momento los ojos de él brillaron como estrellas.

—Jefe de Guerra, Anciano, excusadme. He visto a… a un viejo amigo —masculló Presa que Vuela, y se retiró apresuradamente.

Nueve Muertes tuvo que hacer un esfuerzo para no hacer la señal de protección. Deseaba estar en cualquier otra parte, pero no se movió.

—Este banquete ha sido cosa tuya, ¿no es así?

La Pantera tomó un puñado de calabaza y la succionó con deleite.

—Ah, me encanta la calabaza, sobre todo en un día tan frío como hoy. Calienta el estómago como ninguna otra cosa.

—¿Ha sido cosa tuya?

—¿El qué? ¿Acaso noto un tono suspicaz? ¿Debo entender que ya no seremos sinceros el uno con el otro?

—Yo he preguntado primero, Anciano.

La Pantera siguió comiendo calabaza con expresión radiante.

—Sí, pensé que sería una buena idea. Púa Negra, después de considerar las alternativas, aceptó encantado mi sugerencia como si se le hubiera ocurrido a él. —El viejo hizo una mueca—. Pero ahora no vayas diciendo por ahí que yo he tenido nada que ver, ¿eh? Eso podría enturbiar el espíritu de fraternidad y reconciliación, sería como una tormenta apagando una hoguera en la playa.

—No te preocupes.

—Bien, ya sabía que eres un hombre inteligente.

Nueve Muertes le miró ceñudo mientras otros comensales se alejaban con sus platos.

—Anciano, tú no tienes amigos, ¿verdad?

La Pantera tragó un bocado de calabaza.

—Claro que sí. Echo de menos a mis cuervos y gaviotas. Ellos me cuentan las cosas más increíbles. ¿Sabías que la luna es un mundo como el nuestro, pero sin aire y sin agua?

—No. ¿Te han dicho eso los cuervos?

—Sí, y muchas cosas más.

Nueve Muertes miró el cielo. ¡Qué tontería! Todo el mundo sabía que la luna era la Primera Mujer, nacida como segundo fruto de la creación después del Primer Hombre. Éste se la había llevado al cielo después de que ella diera a luz los dioses gemelos. Ahora vivían juntos en el cielo junto con los hombres-estrella.

—Me refiero a que no tienes amigos entre los hombres.

—La gente viene y va. La amistad es algo muy transitorio. Las circunstancias cambian, y las personas con ellas. Nuestra comprensión de la vida puede cambiar por una experiencia, por ejemplo una experiencia en la guerra. Sin embargo, conocí a un hombre valiente que logró llegar a Jefe de Guerra sin haber cambiado, pero sus amigos pensaban que sí. Sé también de un mercader que cruzó las montañas occidentales para visitar los grandes cacicatos en sus altos túmulos. Bebió de su vino negro y comió de sus sabrosos platos, pero cuando volvió, sus amigos lo llamaron loco y dijeron que era un mentiroso. En otra ocasión, dos amigos, un hombre y una mujer, se casaron. Los dos estaban dispuestos a hacer lo necesario para vivir como deseaba el otro. Pero una vez más, Jefe de Guerra, una amistad de años fue alterada para siempre. Se separaron al cabo de dos otoños.

—Nada es constante, Anciano. Sólo el cielo y la tierra.

—Y tampoco de ellos estaría yo tan seguro, Jefe de Guerra.

Nueve Muertes se rascó el mentón con gesto pensativo.

—No, supongo que no.

Comieron en silencio hasta que Nueve Muertes preguntó:

—¿No echas de menos un poco de compañía humana en tu isla, o esas cosas están más allá de las necesidades de… de un hombre como tú?

La Pantera alzó una ceja.

—¿Ibas a decir «un brujo»?

—Los brujos tienen espíritus malignos con quienes hablar, ¿no es así? —replicó Nueve Muertes con un nudo en el estómago.

La Pantera suspiró y dejó caer la calabaza.

—Jefe de Guerra, necesitaré tu ayuda para solucionar todo esto. Yo solo no puedo encontrar al asesino de Nudo Rojo. Necesito un aliado en Perla Plana. El asesino ha sido muy listo, y no será fácil sacarlo de su madriguera.

Nueve Muertes se quedó mirando el trozo de venado que sostenía.

—Para ser un hechicero pareces no conocer cuáles son tus deberes. Un brujo debería estar sembrando discordia, actuando por su propio interés, no creando la paz.

La Pantera volvía a comer calabaza.

—Bueno, Nueve Muertes, no se lo digas a nadie, pero en realidad no soy ningún viajero de la noche. Ya te dije antes que no querría el Poder de un brujo aunque me lo regalaran. Tendría que entregar demasiada alma. El puede tener todo el caos que quiera —añadió, señalando a Okeus con la cabeza.

—Cuidado con lo que dices, Anciano, seas brujo o no. —Nueve Muertes era consciente de que los ojos del dios parecían fijos en él.

—Mi lealtad está con Ohona, Jefe de Guerra. El dios oscuro y yo no nos hablamos hace mucho tiempo.

¿Cómo se podía hablar de Okeus con tanta ligereza? Nueve Muertes intentó desviar la conversación hacia un tema menos comprometido.

—¿Entonces por qué dejas que la gente hable? ¿Por qué no demuestras que no eres un brujo?

La Pantera le miró con un destello en los ojos.

—Porque sólo un brujo podía haber impedido que Púa Negra acabara contigo. Sólo un brujo podría haber amenazado al Weroance con un espantoso desastre de no haber celebrado este festín. Y cuando por fin me lleves a Perla Plana, necesitaremos a un brujo para sacar al asesino de su madriguera.

—¡Un momento! Yo no te voy a llevar a…

—Pues claro que sí. De lo contrario te maldeciré delante de tus guerreros. ¿Crees que alguien te seguiría entonces?

Nueve Muertes palideció.

—Pero has dicho…

—Tus guerreros no me han oído. —La Pantera se limpió las manos en los muslos con la vista clavada en la vasija de maíz—. Además, tener cerca a un brujo es muy emocionante. Dudo que te creyeran si les dijeras la verdad. Así que tendrás que llevarme a Perla Plana, ¿no crees?

Nueve Muertes le miró ceñudo, pero la Pantera señaló impertérrito la vasija de maíz.

—¿Me pasas eso, por favor?

La Pantera se envolvió en su manta y salió a la noche, seguido de Perla de Sol. Se alejó de la empalizada con un suspiro de alivio. La presencia de Okeus también le había inquietado. La estatua no era una talla buena, y aquella sonrisa burlona le ponía los nervios de punta. Más de una vez había estado a punto de arrojarle un hueso. Claro que la gente se le hubiera echado encima horrorizada, dispuesta a lanzarle de cabeza al fuego, con la misma rabia que si confesara haber nacido de un incesto.

Es verdad que cuando estaba de mal humor había lanzado cosas a su propia estatua de Okeus para provocarle, y no había pasado nada terrible. ¿Por qué le irritaba tanto la obsesión que tenía la gente con Okeus? Tal vez porque era injusto que Ohona hubiera quedado casi olvidado en las ceremonias y rituales.

—Quizá tenemos lo que nos merecemos.

—¿Qué dices, Anciano? —preguntó Perla de Sol, siempre caminando detrás de él.

—No, nada, tonterías de viejo.

La media luna arrojaba un débil resplandor sobre las últimas nubes que se acercaban desde el mar. Algunas estrellas titilaban desafiantes en la bruma. El silencio reinaba en los alrededores de la aldea. La Pantera reparó en la nube de vapor que exhalaba su aliento. La temperatura estaba bajando. Esa noche helaría, y por la mañana el aire frío levantaría la niebla.

En el pueblo, a sus espaldas, se oía el rumor de conversaciones. La Pantera meneó la cabeza. Estar con gente le arañaba el alma como la arena araña la madera blanda. Las largas lunas de exilio le habían cambiado, y se sentía nervioso entre la muchedumbre.

Deseaba centrarse, ordenar sus pensamientos. Incluso los suaves pasos que oía a su espalda le irritaban. Tuvo que hacer un esfuerzo por no volverse hacia Perla de Sol con un bufido, pero lo cierto es que la presencia de aquella niña era sólo culpa suya, una carga que tendría que arrastrar hasta que terminara todo aquello.

—Hoy hemos hecho un buen trabajo —observó el viejo, más que nada para aliviar su conciencia.

Perla de Sol tardó en hablar.

—¿Por qué impediste la batalla, Anciano? —preguntó por fin—. ¿Qué podía importarte que Púa Negra acabara con Nueve Muertes y sus guerreros? No son de tu pueblo.

—Impedí la batalla porque era una locura, no había más que pasiones desatadas ciegamente. Si Púa Negra hubiera matado a Nueve Muertes, habría sido un acto irreparable. No lo olvides: cuando se lanza una flecha ya no se puede parar, por mucho que lo intentes. Las acciones humanas también pueden ser igualmente irreversibles. —La Pantera miró ceñudo al frente, ansiando sentir el silencio absoluto de los campos—. Además, debemos averiguar si Nudo Rojo no fue asesinada como excusa para iniciar esta guerra. Si queremos desenmascarar al asesino, tenemos que hacerlo en todos los aspectos. No debemos dejar que una mala acción se ramifique.

—Pero, Anciano, nosotros adoramos a Okeus, que es un dios caprichoso.

La Pantera resopló con desdén.

—Sí, lo sé. Se adora a Okeus y Ohona se desvanece de la memoria como la bruma de ayer. ¿Nunca te has parado a pensarlo, Perla de Sol? ¿Qué debemos suponer de las personas que adoran al dios del caos y el dolor y olvidan al dios de la paz y la buena voluntad?

—Pero es que Ohona no necesita que lo aplaquemos porque ya es bueno. Él no nos haría daño, como Okeus.

—¿Y qué?

—Pues que como Okeus es el peligroso, hay que complacerle con actos y ofrendas para que no nos traiga desastres.

—¡Guano de gaviota! ¡Mira que llegáis a ser simples!

—No… no comprendo.

—A ver, piensa, niña. Considera el asunto desde el punto de vista de Okeus. No importa lo que haga, ¿no es así? Si conjura una terrible tormenta, la gente sufre y entonces le hace ofrendas para que no vuelva a hacerlo. Así que Okeus envía otra tormenta y la gente le pone a los pies el doble de ofrendas. Muy bien, si tú fueras Okeus, ¿qué harías?

—Enviar otra tormenta.

—Y ya te puedes imaginar cómo se siente Ohona. Él nos envía el sol, ayuda a que tengamos buenas cosechas, a pesar de Okeus y sus ardides, ¿y a quién dedica un templo la gente?

—A Okeus.

—Exacto, a Okeus. Es increíble que Ohona despliegue todavía sus gracias sobre nosotros, ¿no te parece?

—Sí, Anciano. Pero es su naturaleza, ¿no? Ohona tiene que ser benevolente pase lo que pase.

—Así es. Ahora piensa otra vez. ¿De dónde vienen Okeus y Ohona?

—Nacieron de la Primera Mujer cuando cayó del Mundo Árbol.

—Así es. Son gemelos. ¿Y qué significa eso en relación con la naturaleza de Okeus?

—Que él también debe hacer lo que le dicte su naturaleza.

—¡Ah! ¿Y entonces para qué se le dedican tantos templos?

Perla de Sol reflexionó un momento, con la cabeza gacha.

—Entiendo. Por eso tú tienes dos altares en tu isla. Por eso me dijiste que no estaba preparada para saber la respuesta. Pero entonces… ¿por qué ofreciste comida a Okeus ese día? ¿Por qué le has construido un altar, si siempre está tramando contra nosotros?

La Pantera señaló en torno con un gesto.

—Porque en su infinita sabiduría la Primera Mujer comprendió que si el mundo era sólo bueno acabaría languideciendo y muriendo. Ohona no nos ha abandonado, por mucho que lo descuidemos en favor del canalla de su hermano. Todavía hace salir el sol después de la tormenta. Y lo mismo pasa con Okeus. Por mucho que nos haga sufrir, hemos de admitir que es bueno sufrir un poco, porque eso nos hace más fuertes, hace funcionar el mundo. Por eso le honro, por mucho que me disguste.

Perla de Sol contempló las ramas desnudas de los árboles.

—No siempre entiendo lo que dices, Anciano, pero pensaré sobre esto.

—Sí, ya lo sé. Eres una persona que piensa, Perla de Sol, a diferencia de tu amigo Zorro Alto…

En ese momento una sombra se movió cerca de la empalizada. Perla de Sol alzó el garrote y se plantó delante de la Pantera con agilidad de gato.

—¡No! ¡Me rindo! Por favor, no quiero hacer ningún daño…

La Pantera tocó a la niña en el hombro.

—No pasa nada. ¿Quién viene?

Una anciana salió de la oscuridad.

—¿Anciano? Quisiera hablar contigo…

—¿Nos conocemos?

—Nos conocimos una vez, pero fue hace toda una vida. Sí, toda una vida. Ahora tus ojos apenas me ven.

—¿Y quién eras hace toda una vida?

—Tú me conocías como… No, no importa. Aquella mujer está muerta, eliminada de la memoria. Ya no queda tiempo para los recuerdos. Sólo son recuerdos de dolor, de mucho dolor…

—Tus palabras no tienen sentido.

—Sí, Gran Anciano, mis palabras tienen mucho sentido. Pero no he venido a hablar del pasado. Vengo a hablar de esta vida, de los problemas de esta vida. Que sufran, es lo que yo digo. Se merecen toda la miseria que Okeus vierte sobre sus cabezas, porque son perros.

—¿Quiénes son perros? —La Pantera se acercó.

—Esta gente —susurró la mujer, retrocediendo de nuevo entre las sombras—. Que sus fantasmas aúllen en la noche, solos y olvidados. Que sus espíritus se empapen de su propia sangre, como pasó con mi hombre. Que ardan para siempre.

—Yo te conozco, ¿no es así? Por favor, sal para que te vea.

—No. No, Gran Anciano. Ahora pertenezco a las sombras. Él me mataría si supiera que he venido a hablarte de esa mujer. ¡Mala sangre! ¡Sangre prohibida! De eso se trata. Pero no tengo tiempo. Debo volver antes de que me echen de menos. No…

Nariz Grande salía en ese momento de la empalizada con una antorcha de brea de pino.

—¡Vete! ¡Aléjate de mí! ¡Aléjate de la Polilla! —La vieja retrocedió agachándose—. No dejes que me encuentren.

—¡Espera! No estás en…

—¡Ella ha venido! —susurró la mujer—. ¡Por la noche! El fuego comenzó por los pies, se alzó en torno a él como los pétalos de una flor. Él se calcinó entre gritos.

La mujer se desvaneció entre las sombras justo cuando Nariz Grande se acercaba con cuatro guerreros, pero la Pantera alcanzó a vislumbrar su rostro a la luz de la antorcha y advirtió una fea cicatriz.

—No digas nada —advirtió el anciano a Perla de Sol, antes de echar a andar hacia los guerreros, con las manos a la espalda—. ¿En qué puedo ayudarte, Jefe de Guerra?

Nariz Grande se detuvo en seco.

—No sabíamos dónde estabas.

—¿Y sospechabais de un brujo suelto en plena noche? ¿Qué pasa, teníais miedo de que anduviera por ahí bailando con los espíritus nocturnos, o de que me convirtiera en búho tal vez? —La Pantera se echó a reír—. Sí, he salido a escuchar voces.

Nariz Grande le miró confundido.

—No temas, Jefe de Guerra. No ando tramando nada malo. Sólo he salido a tomar el fresco, a admirar la quietud de la noche, a pensar.

—Ya.

—Muy bien. Si mi presencia es tan tranquilizadora, puedes escoltarme de nuevo hasta el pueblo.

El rumor de unos pasos despertó a Perla de Sol. La niña se agitó en sus cálidas pieles y alzó la cabeza. La Pantera dormía a su lado, de espaldas a la pared trasera de la casa. Perla de Sol sentía el calor de su cuerpo, los movimientos de su respiración.

Nariz Grande, el vigilante que había apostado Púa Negra, se encontraba a diez pasos de distancia, su rostro iluminado por la luz de las estrellas que se colaba por el agujero del humo. ¿Él había sido el causante del ruido?

Perla de Sol miró en torno. Aquélla no era su casa, pero conocía a todos los que vivían allí. La mayoría estaba fuera, pasando la noche con otros parientes, tan lejos del brujo como les era posible. A veinte manos de distancia, el viejo Pie Cojo se había aventurado a pasar la noche en su casa. Roncaba como un oso, y Pequeño Sapo, su nieta de seis otoños, se agitaba en sueños a su lado, con un brazo sobre la cabeza, y abría y cerraba la mano como si quisiera agarrar algo.

Perla de Sol tenía ganas de abrazarla. Su madre había muerto hacía seis lunas, y la pequeña todavía no se había recuperado. Antes había estado llorando, aunque sin hacer ruido apenas.

De nuevo se oyeron pasos. El guardia se volvió hacia el otro extremo de la casa.

Perla de Sol sacó en silencio el garrote de entre las pieles. De los fuegos apagados se alzaban espirales de humo que relucían a la luz de las estrellas antes de salir al exterior. La joven apartó las mantas para que no le estorbaran si tenía que levantarse deprisa. El garrote era como hielo en su mano.

Probablemente no es nada.

Una sombra se movió en el centro de la estancia, alta y elegante. Olía a tabaco sagrado y humo de madera.

—Nariz Grande —susurró Zorro Alto—. Soy yo. Tengo que hablar con Perla de Sol.

—Tu padre ha dicho…

—Ha dicho que vigilaras al brujo, no a mí. No necesito tu permiso, pero he querido informarte sabiendo que estás de guardia.

Zorro Alto se arrodilló junto al lecho de Perla de Sol. Ella se incorporó con cuidado de no despertar a la Pantera. La tenue luz dejaba ver un moratón en el rostro del joven.

—Mi padre… estaba furioso conmigo. Le he dicho que sería mejor para todos si me marchaba.

Perla de Sol no podía hablar. En parte pensaba que después de todo lo que había pasado, después de lo que ella había hecho para ayudarle, ahora no podía huir. Pero otra parte de ella susurraba desesperada: Huye… huye conmigo.

—Ya hablamos de esto, Zorro Alto —dijo por fin—, aquella noche en la playa. Tú mismo dijiste que teníamos…

—Lo sé, pero he cambiado de opinión. —Le apretó la mano hasta hacerle daño—. ¡Todo el mundo piensa que soy culpable! ¡Me van a matar!

—¡Calla! —Perla de Sol apartó la mano. La expresión de Zorro Alto pasó del terror a la incredulidad en un parpadeo—. Tú eres más valiente que todo eso —susurró ella—. Pero ¿qué te pasa?

A Zorro Alto le temblaba el mentón.

—Es que… Mira, creo que mi padre podría volverse en mi contra.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Le he oído decir que Nudo Rojo era una estúpida, que no debería haberse interesado en un hombre como yo. —Zorro Alto tragó saliva—. Pero fue sobre todo cómo lo dijo, el tono…

—Eso no demuestra nada, Zorro Alto. Púa Negra está preocupado por ti. Su hijo tiene problemas. Uno puede decir cualquier cosa cuando está preocupado, intentando encontrar una solución.

Zorro Alto jugueteaba con los cordones de sus mocasines.

—Sí, ya lo sé, pero… —Hizo una larga pausa—. Todos piensan que yo la maté, Perla de Sol. ¡Incluso la Pantera! ¡Ya lo oíste esta tarde! Por favor, necesito que hagas algo por mí, algo que yo no puedo hacer. Cuando estuve en Perla Plana perdí una cosa, en el cerro que se alza sobre el embarcadero. Cuando vayas a Perla Plana podrías… —De pronto miró más allá de Perla de Sol y se levantó precipitadamente.

—No, no puede.

Perla de Sol se dio la vuelta. La Pantera se levantó cubriéndose los hombros con una manta.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a hablar con Perla de Sol.

Pequeño Sapo se incorporó y despertó a Pie Cojo. Nariz Grande se acercó con el garrote en la mano. La Pantera tendió la mano para imponer calma.

—Las historias de mi brujería son exageraciones, Nariz Grande. Te aseguro que no soy tan poderoso como mis enemigos querrían hacerte creer. Por favor, vuelve a tu puesto. Esto no te concierne.

Nariz Grande miró a Zorro Alto, que asintió con la cabeza. El Jefe de Guerra volvió entonces junto a la pared, pero siempre con el garrote listo.

A la luz de las estrellas el pelo cano de la Pantera parecía una telaraña.

—Perla de Sol me pertenece —dijo el viejo, señalando a Zorro Alto—. Los dos te lo hemos dicho. La próxima vez que desees hablar con ella, tendrás que explicarme primero tus razones, ¿entendido?

—Perdóname, Anciano. No quería ofenderte. Es que… Está bien, me marcho para que puedas descansar. —El joven se alejó con la cabeza gacha. Parecía un perro apaleado.

Perla de Sol se sentía como si le hubieran dado un garrotazo en el estómago, casi no podía respirar. Se quedó mirando a Zorro Alto hasta que se desvaneció en la oscuridad. Luego se volvió hacia la Pantera.

—¿Por qué le has dicho eso?

—Porque parece pensar que eres su esclava, y no la mía. Tenía que corregir ese malentendido.

Ella se tumbó y se tapó con las pieles.

—Has sido demasiado duro con él, Anciano. Zorro Alto tiene miedo, eso es todo.

—Es un cobarde, niña. Siempre ha estado protegido, primero por su padre y ahora por ti. No sabe salir adelante por sí mismo. No sabe o no quiere, pero eso no importa. Un cobarde es un cobarde.

La Pantera se tumbó y le dio la espalda.

Perla de Sol pasó despierta mucho rato, mirando el humo que salía por los agujeros del techo. Pensaba en las palabras de la Pantera y se preguntaba qué habría perdido Zorro Alto en Perla Plana para estar tan asustado.

Cuando Nueve Muertes despertó, hacía una mañana gris, la niebla era tan densa que parecía sólida y su manta estaba cubierta de escarcha. Su aliento se condensaba en nubes blancas.

A pesar de que se hubieran restablecido las amistades, había ido con sus guerreros a acampar entre los árboles, por si a algún estúpido se le ocurría estropear todo lo que se había logrado.

Ahora sus hombres dormían como troncos. Nueve Muertes se estremeció y atizó los carbones buscando ascuas, pero estaban húmedos y fríos. Sacó de su fardo una caja hecha de corteza que contenía una mezcla de grasa de oso, sanguinaria y hojas de menta, esto último añadido suyo, y se frotó el ungüento en la piel.

En invierno la grasa ayudaba a mantener el calor del cuerpo, y en verano era una protección contra las hordas de mosquitos que se alzaban de los pantanos. Aquellos bichos podían volver loco a cualquiera, en el mejor de los casos, o incluso matarlo. En primavera y a principios del verano infestaban las aguas salobres.

Estaba a punto de despertar de una patada a Presa que Vuela cuando advirtió de reojo un movimiento. Un hombre se abría camino entre la niebla, mirando fijamente a los guerreros dormidos.

—¿Buscas a alguien, Mazorca de Piedra?

El hombre miró en torno sobresaltado.

—Sí, pero creo que ya te he encontrado, Jefe de Guerra.

—Pensaba que habías salido «de caza», como tantos otros.

Mazorca de Piedra se acercó de mala gana con la mano extendida en gesto de confianza.

—¿Podemos hablar?

—Di lo que quieras, pero antes podrías explicarme qué estás haciendo aquí. Pensaba que estarías por ahí en el bosque.

—No he ido al bosque. Vine aquí, a Tres Mirtos. No podía permitir que los mataras, Nueve Muertes. Tengo familia aquí. Tenía que avisarles.

Nueve Muertes alzó la cara al cielo gris. Las ramas parecían desvanecerse en las alturas.

—Ya. Por eso nos estaban esperando, por eso sabían cuándo llegaríamos, y por dónde. Así es como nos tendieron la trampa.

—Sí.

Nueve Muertes le miró con los ojos entornados.

—Pero ayer no te vi.

—No podía alzar las armas contra ti, igual que no podía luchar contra mis parientes y amigos. Cuando la Pantera impidió la pelea yo corrí a esconderme entre los árboles más allá de los campos. Me pasé allí toda la noche, tratando de decidir qué hacer.

—¿Y qué has decidido?

—Venir a explicarte lo que hice y por qué. Quería que supieras que no soy tu enemigo.

—Ni mi amigo.

—Te equivocas, Nueve Muertes. Seré tu amigo hasta que muera y mis huesos queden limpios de carne y colocados en el osario con el resto de mi gente. Tú me salvaste la vida.

—Pero ayer podías haber presenciado mi muerte.

Mazorca de Piedra asintió con tristeza.

—Habría sido lo más terrible que hubieran visto mis ojos.

—Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué has venido a hablar conmigo?

—Por honor. No podía tomar parte en la muerte de gente de mi propio clan y de mis amigos. Cuando llegaste tampoco podía tomar parte en tu muerte ni en la de los amigos que te acompañaban. Eso ya ha pasado, pero mi papel no ha terminado. He venido para servirte, para pagar mi deuda. Puedes hacer conmigo lo que quieras: aceptarme a tu lado, expulsarme o matarme. Lo que quieras, Jefe de Guerra. La decisión es tuya.

Nueve Muertes se quedó mirándolo a los ojos. Su primer instinto fue partirle el cráneo de un garrotazo, pero no podía, sobre todo después de las veces que habían trabajado juntos, luchado, reído. Tampoco podía recibirlo con los brazos abiertos. Una traición, a pesar de las circunstancias, era algo intolerable.

—Me has traicionado, Mazorca de Piedra. Por mucho que justifiques tus actos no puedo…

En ese momento apareció Perla de Sol como un fantasma en la niebla.

—¿Qué puedo hacer por ti esta mañana? —preguntó Nueve Muertes.

La joven se detuvo jadeando.

—La Pantera requiere tu presencia en la casa comunal del Weroance, Jefe de Guerra. Ha dicho que vayas para hablar con él antes de que marchemos a Perla Plana.

Nueve Muertes se sintió aliviado. El problema de Mazorca de Piedra quedaba pendiente, pero por lo menos no tendría que solucionarlo ahora mismo.

—Muy bien, Perla de Sol, estoy listo. —Nueve Muertes se volvió hacia el guerrero—. Volveré en cuanto termine con la Pantera. Entonces decidiré tu suerte.

Mazorca de Piedra asintió con la cabeza, se sentó junto a la hoguera apagada y se ciñó la manta.

Espero que ya no estés cuando vuelva, viejo amigo. Eso sería lo mejor para nosotros.

Mazorca de Piedra había actuado por honor, y si Nueve Muertes le ordenaba ahogarse en la bahía como penitencia, el hombre lo haría. No existía ninguna solución fácil.

La Pantera miraba la oscuridad. El débil resplandor del alba entraba por los agujeros del humo, brillantes ojos entre el hollín. En la otra sala se oían voces. Los esclavos preparaban la comida del día. Por encima de él el armazón de palos se combaba, como una tosca telaraña entre raíces secas. La madera se había oscurecido con el tiempo, y los nudos se hinchaban bajo la paja.

Es como una gran cesta, pensó. Se le antojó extraño no haber considerado nunca una casa comunal bajo esa perspectiva. Se movió, sintiendo a Perla de Sol acurrucada contra él. Su calor era reconfortante. Tendió la mano y le dio unas suaves palmaditas. Era curioso que su alma estuviera tan en paz.

¿Qué extraña necesidad satisfacía otro cuerpo humano tumbado allí cerca? La Pantera le tocó distraído un mechón de pelo y se quedó mirando los movimientos de su respiración. No era una necesidad sexual, sobre todo a su edad, y menos por una niña inmadura y trastornada como Perla de Sol. No; se trataba de un anhelo elemental, un vacío que acechaba en el centro del alma humana. La necesidad de tocar, abrazar, sentir cerca a otra persona. Eso sanaba en parte la herida que se había abierto en él hacía tanto tiempo.

Dio unas palmaditas a la niña y apartó la piel de ciervo, que olía a humo, moho y humanidad. Por los agujeros del humo entraban rayos de luz azulada y brumosa. El vigilante le miraba con suspicacia.

La Pantera había aceptado la hospitalidad de Púa Negra con la esperanza de hablar con la vieja esclava. Ahora que los fuegos matutinos crepitaban, no sólo no había conseguido hablar con ella, sino que había tenido que aguantar los gemidos de Zorro Alto. ¿Cómo iba a acercarse a hurtadillas a la vieja cuando tanto Perla de Sol como él habían sido vigilados toda la noche? Y la vigilancia no había sido sutil, precisamente. Siempre había un guerrero armado a pocos pies de la zona de dormir, con un arco en una mano y un garrote en la otra. Cuando Nariz Grande empezó a bostezar, fue sustituido por otro hombre bien despierto y alerta.

En los años venideros sin duda se divertiría acordándose de aquello, pero de momento le ponía de muy mal humor. En toda su vida jamás había tenido que dormir bajo la mirada hostil y suspicaz de un hombre armado. ¿Cómo podía uno pegar ojo sabiendo que un movimiento inconsciente o un ronquido podían provocar que le partieran el cráneo?

Desde luego la brujería tenía sus desventajas.

—Ya dormiré bien en Perla Plana —masculló, frotándose la cara con sus manos callosas. Se puso en pie para estirarse. Perla de Sol se despertó de inmediato y sonrió con expresión inocente—. Niña, ve a buscar a Nueve Muertes. Dile que quiero hablar con él.

—Sí, Anciano. —La joven bostezó y se estiró con los puños apretados. Tomó una manta y se dirigió hacia la puerta.

—Y vuelve enseguida.

—Sí, Anciano.

En cuanto ella se marchó, Púa Negra entró en el recinto, después de atender sus deberes matutinos, y se sentó frente al fuego.

—El desayuno estará listo en un momento. Mis esclavos están calentando los restos del banquete de anoche.

—No debió de quedar gran cosa. Todos los cuencos estaban vacíos.

—Sólo los de los hombres de Perla Plana, que comen como osos en otoño. —Púa Negra sonrió satisfecho—. Lo cierto es que me alegro de haberles ofrecido el banquete. Me alegro muchísimo, porque si los hubiera matado ya me sentiría arrepentido.

—¿Estás admitiendo que la cabeza de Nueve Muertes está mejor sobre sus hombros que en una estaca ante tu casa?

—Sí, creo que sí. Gracias por darme esta oportunidad.

—Sólo te ayudé a hacer lo que tu corazón deseaba. Pero escucha, Weroance, todavía tenemos que encontrar la salida de todo este embrollo. La niebla que oscurece el asunto es tan densa hoy como ayer. Si aclaramos nuestra vista podríamos encontrarnos ante situaciones igualmente desagradables.

—Supongo que sí, pero las encontrarás en Perla Plana, no aquí.

—Probablemente. Por cierto, ¿dónde está Zorro Alto?

Púa Negra sacó de su fardo una pipa de arcilla, la llenó del tabaco que llevaba en una caja de corteza y la encendió con una rama del fuego. Exhaló una nube de humo azul y miró seriamente a la Pantera.

—Lo he enviado detrás de los campos, a las casas de la periferia. He pensado que sería mejor así, dadas las circunstancias. ¿Por qué agitar los dedos delante de una tortuga mordedora?

—Sabia decisión. —La Pantera comprendió por qué el chico había entrado a hurtadillas por la noche. No tenía que estar allí—. Pero en adelante quiero que lo tengas aquí, dentro de la empalizada en todo momento.

—¿Es necesario?

—¿Mató él a Nudo Rojo?

—Por supuesto que no. Ya lo sabes.

—Entonces tenlo aquí, a la vista de todos y acompañado por un guarda.

Púa Negra dio una honda calada a la pipa.

—Lo dices por alguna razón, ¿no es así? ¿Estás planeando algo?

—Desde luego. Un hombre inocente no tiene por qué huir, porque no tiene nada que ocultar. Y, si me permites emplear tus propias palabras, a veces mover los dedos delante de una tortuga puede producir los resultados más espectaculares.

—¿Como cuál? ¿Que te arranque los dedos de un mordisco?

—Sólo si eres lento de reflejos. Por eso Zorro Alto debe estar protegido en todo momento. Que le acompañe a todas partes un hombre armado, incluso cuando vaya a aliviarse a los campos. Por otra parte eso me permitirá hacerle llamar cuando sea necesario, lo cual mitigará el encono de ciertas personas que todavía creen que es un asesino.

—¿Siempre has sido tan listo? —preguntó Púa Negra con una sonrisa que mostraba un diente mellado.

—No, Weroance, casi toda mi vida he sido un tonto de una forma u otra. De momento prométeme que tendrás vigilado a Zorro Alto.

—Muy bien. Aquí estará, vigilado de cerca. Si alguien intenta hacerle daño enviaré un mensaje de inmediato.

—Sobre todo infórmame de quién ha sido. Es lo más importante. Si tendemos un cebo es para descubrir quién es la tortuga, lo cual nos llevará al asesino.

—Como digas.

La vieja Polilla entró en la casa seguida de otras mujeres más jóvenes, cada una cargada con un plato de madera lleno de comida. La anciana evitó mirar a la Pantera. A él le resultaba familiar, pero la edad y la terrible cicatriz habían cambiado sus rasgos. Una de las esclavas puso a calentar varias vasijas de fondo redondeado y echó leña al fuego. La Pantera llenó su pipa y se puso a fumar.

Las esclavas le ofrecieron un plato lleno de puré de calabaza y un cuenco de maíz y luego se retiraron hacia su pequeña hoguera junto a la puerta.

—Esa anciana —preguntó la Pantera, metiendo los dedos en la calabaza—, ¿siempre ha sido tu esclava?

—En principio era de mi hermano. Hueso de Monstruo se la robó al Mamanatowick hace muchos otoños. Entonces era toda una belleza, pero ahora no hay quien la reconozca, sin dientes y con esa quemadura.

A la Pantera le dio un brinco el corazón. ¿El Mamanatowick? ¡Bendito Ohona! ¡No puede ser!

—¿Y esa quemadura que tiene en la cara?

—Su esposo era el hermano del Mamanatowick. Lo quemamos en una hoguera de pino. Mientras el fuego lo consumía, ella se soltó y se arrojó a las llamas para abrazarlo por última vez. Hueso de Monstruo se quedó tan impresionado con su devoción que decidió no matarla. Pero todo aquello le destrozó el alma. Está loca desde entonces.

—Pobre mujer —susurró la Pantera. El sonido de su voz le llegaba como de lejos.

—Algunas son más fuertes que otras —comentó Púa Negra con indiferencia—. Pero ten cuidado con lo que dice. Polilla cuenta las historias más curiosas.

—¿Polilla?

—Así la llamamos desde que se arrojó a las llamas. —Púa Negra se quedó mirando a la Pantera, que estaba pálido—. Anciano, ¿te encuentras bien?

—Sí, sí, es sólo que… —Esbozó una sonrisa—. Es el frío. En los días nublados el frío se me mete en los huesos.

En ese momento entró Perla de Sol seguida de Nueve Muertes. La Pantera respiró hondo y volvió a guardar sus recuerdos en los rincones más recónditos de su mente. El Jefe de Guerra se sentó con las piernas cruzadas frente a él.

Perla de Sol enrolló las mantas y las ató antes de recoger el resto de sus pertenencias. ¿Desde cuándo no tenía él a nadie que recogiera sus cosas? La Pantera desechó sus pensamientos, sabiendo que no harían más que aumentar su melancolía.

—Buenos días, Jefe de Guerra —saludó Púa Negra—. Espero que hayas dormido bien.

Nueve Muertes sonrió.

—Me hago viejo. Cuando era joven dormía en la nieve con una sola manta. Ahora, con la helada me castañetean los dientes.

—Sí, todos nos hacemos viejos. Come algo, por favor. Tú también, Perla de Sol. Disfrutad de mi hospitalidad.

—El Weroance y yo hemos estado hablando —dijo la Pantera, mientras Nueve Muertes y Perla de Sol se servían maíz—. Púa Negra me ha dado su palabra de que Zorro Alto se quedará en Tres Mirtos bajo vigilancia. De este modo no estará a más de medio día de viaje de Perla Plana, si le necesitamos, y al mismo tiempo estará a salvo de peligro si alguien decide tomarse la justicia por su mano.

Nueve Muertes no parecía muy contento.

—La Weroansqua me ordenó volver con él a Perla Plana.

—Ya, pero dudo que la Weroansqua te haga responsable por no cumplir sus órdenes. —La Pantera esbozó una maliciosa sonrisa—. Puede volcar sus iras contra mí si se atreve. Tú sólo has cooperado conmigo accediendo a mis peticiones.

Nueve Muertes siguió comiendo en silencio, con la frente arrugada.

—Quisiera dejar aquí algunos de mis hombres, para estar seguro.

Púa Negra se envaró.

—¿Es que no basta mi palabra?

—Para mí sí, Weroance, pero debo responder ante otros que no comparten mi fe. —Nueve Muertes sonrió de pronto, como si acabara de soltar el último cordel de un complicado nudo—. Lo bueno de tener dos manos es que uno se las puede rascar a la vez. ¿Y si el hombre que dejo aquí es Mazorca de Piedra?

Púa Negra se encogió de hombros.

—Mazorca de Piedra no está de parte de nadie en este asunto.

—Justamente —asintió Nueve Muertes—. Y además eso le dará ocasión de tragarse su honor.