El fuego crepitaba bajo la llovizna gélida que helaba los árboles y la alfombra de hojas. Allí donde el suelo estaba desnudo el paso era traicionero.
Un guiso de pescado hervía sobre las llamas. A la Pantera le rugía el estómago. El pescado hervido no era precisamente una delicia culinaria, pero era comida.
El viejo alzó la vista al cielo y bufó disgustado. El frío le calaba hasta los huesos, y por mucho que se acercara al fuego no entraba en calor.
Zorro Alto, sentado frente a él, parecía igualmente abatido, como si le hubieran robado parte del alma, lo cual podía ser cierto si en verdad era inocente. Nadie se recobraba del todo de una cosa así. Zorro Alto tendría pesadillas durante años, en las que le acusaban de nuevo injustamente y le arrastraban a su ejecución.
Perla de Sol estaba acurrucada en su capa. Su pelo mojado enmarcaba su rostro redondo y sus grandes ojos oscuros. El agua le goteaba por la nariz. Por lo menos debería mostrar algo de optimismo. Al fin y al cabo la Pantera estaba allí para oír la historia de su amigo.
—Declaro que el pescado está hecho —gruñó el viejo—. Si no como ahora mismo vais a descubrir mi mal genio.
—Pensaba que ya lo había visto en la canoa —observó Perla de Sol—. ¿Quieres decir que todavía puede ser peor?
La Pantera entornó los ojos.
—No me provoques, niña.
—No, no —murmuró ella, tragando saliva.
Sirvió los salmonetes en tres trozos de corteza y ofreció el primero a la Pantera y el segundo a Zorro Alto. El viejo observó sus rostros. La expresión de Perla de Sol rezumaba amor. Zorro Alto, en respuesta, tensó el mentón e intentó sonreír.
La Pantera sopló el pescado para enfriarlo y procedió a comer la suculenta carne, sin dejar de estudiar al joven. Zorro Alto comía con desgana y sus gestos no traslucían culpa o inocencia.
—Zorro Alto —comenzó el Anciano—, es hora de escuchar tu historia. Perla de Sol ha corrido un gran riesgo para traerme hasta aquí. ¿Mataste tú a esa niña?
—No, ya te lo he dicho.
—Mírame a los ojos. Eso es. Quiero verte el alma cuando hablas.
—Yo no maté a Nudo Rojo. Ella estaba… estaba muerta cuando la encontré.
—Cuéntamelo todo desde el principio.
Zorro Alto jugueteaba con la comida.
—Ella no le quería.
—¿A quién?
—A Trueno de Cobre. Le daba miedo y asco. Me dijo que cuando él la tocara sería como tener una serpiente pegada.
—¿Le explicó a Halcón Cazador y Peine de Nácar lo que sentía?
El joven negó con la cabeza.
—Ninguna mujer de esa familia se atrevería nunca. Halcón Cazador es la Weroansqua, y Peine de Nácar tiene tanto poder como ella, en cierto modo. En la aldea Tres Mirtos la gente habla de ellas en susurros. Todo el mundo les tiene miedo.
—¿Porque son malas? —preguntó la Pantera, metiéndose en la boca otro trozo de pescado.
—No es que sean brujas o hechiceras… —Zorro Alto alzó la vista, como temeroso de haber ofendido a la Pantera—. Pero nadie se atreve a enfadarlas. Tienen mucha autoridad. Una vez oí decir a mi padre, Púa Negra, que cuando Halcón Cazador da una palmada el trueno tiembla en las nubes. Era una broma sólo a medias, ¿lo entiendes?
—Creo que sí. —El viejo echó al fuego la espina del primer salmonete y comenzó con el otro—. ¿Cuándo conociste a Nudo Rojo?
—Bueno…, supongo que nos conocíamos desde siempre. Crecimos en pueblos aliados. Jugábamos juntos cuando éramos pequeños. —Zorro Alto se agitó—. Luego las cosas cambiaron.
—¿Cuándo?
—El verano pasado.
—¡Guano de gaviota! Niño, mírame a los ojos.
Zorro Alto alzó la vista, con expresión tan culpable como la de Okeus después de la creación.
—Suéltalo, muchacho. Contesta ahora mismo. ¿Cómo cambiaron las cosas?
Zorro Alto se envaró. Sus manos se tornaron de pronto tan activas como un puñado de hormigas.
—No sé, simplemente cambiaron, como pasa entre un hombre y una mujer, no entre niños. Nos mirábamos de forma distinta.
—Eso pasa siempre entre los hombres y las mujeres —masculló la Pantera.
—¡Juro que nunca la toqué! —exclamó Zorro Alto.
La Pantera enarcó las cejas.
—Ya.
—¡No la tocó, Anciano! —terció Perla de Sol—. Yo intenté que me tocara a mí cuando le… cuando le pedí que escapara conmigo… —Se quedó mirando el fuego. Luego se volvió hacia Zorro Alto, que había cerrado los ojos con gesto de dolor—. No se habría atrevido, Anciano. Podría haberle costado la vida.
Al no tener muelas, el viejo masticaba el pescado con los dientes.
—Así que Nudo Rojo estaba prometida a Trueno de Cobre, pero a ella no le gustaba y no se atrevía a quejarse a su madre o su abuela, ¿correcto?
—Sí.
—Muy bien. ¿Y tú qué pensabas hacer al respecto?
—Pensaba llevármela. Después de la danza tenía que reunirse conmigo en el embarcadero Ostra.
—¿Cuándo se lo dijiste?
—Yo no se lo dije… Fue idea suya.
La Pantera le señaló con el dedo.
—Eres un mentiroso, muchacho. No pienso escuchar mentiras. —Se volvió hacia Perla de Sol, que lo observaba todo con el corazón en la mirada—. Ya le he escuchado. Ha tenido su oportunidad.
—¡No, espera! —Zorro Alto abrió los brazos—. Está bien, fue idea mía. Yo le dije que viniera al embarcadero.
La Pantera siguió comiendo un momento, dejando que creciera la tensión del joven.
—¿Entonces por qué me has mentido?
Zorro Alto se dio una palmada en las piernas.
—Porque suena muy mal. Parece que yo le metí la idea en la cabeza. Si un guerrero es capaz de tentar a una joven para que ignore sus responsabilidades, ¿qué no será capaz de hacer? Al menos así pensará Halcón Cazador.
—Muchacho, cuéntamelo todo. No quiero más mentiras, ¿me oyes?
Zorro Alto hundió los hombros y Perla de Sol le tocó el brazo. Se miraron un momento y luego ella susurró:
—¿Estás bien? Pareces enfermo.
—Estoy agotado. Apenas he dormido desde que te marchaste.
La joven se volvió hacia la Pantera.
—No puede más, Anciano. Tal vez deberíamos apresurarnos. Zorro Alto…
—Tiene que contestar a mis preguntas. Primero tiene que contarme los detalles del plan.
Zorro Alto suspiró.
—Nudo Rojo estaba terminando la última danza y me vio apartarme de la hoguera. Al cabo de un rato vino a nuestro lugar y…
—¿Qué lugar?
—La playa de arena, cerca del embarcadero. Solíamos reunimos mucho allí.
—Y entonces le pediste que huyera contigo, ¿no?
—Sí. No teníamos mucho tiempo. Quedamos en encontrarnos al amanecer en el embarcadero Ostra, así contaríamos con todo un día de ventaja y los guerreros de Nueve Muertes no sabrían por dónde buscarnos.
—¿Y ella estuvo de acuerdo, así sin más?
—Estaba desesperada, de verdad. Estaba dispuesta a todo con tal de no casarse con Trueno de Cobre. Me dijo que estaría allí al amanecer o en cuanto pudiera salir sin que la vieran. Luego me dio un abrazo y salió corriendo hacia el pueblo. Fue la última vez que la vi con vida. —Se frotó nervioso la cara.
Perla de Sol se estremeció.
—¿Y luego qué hiciste? —preguntó la Pantera.
—Volví a mi canoa y estuve remando toda la noche. Llegué al embarcadero Ostra justo antes de amanecer. Supongo que estaba muy cansado, porque me quedé dormido hasta que ya era de día.
—¿Le comentaste a alguien lo que pensabas hacer?
—No, Anciano, no… —De pronto miró a Perla de Sol—. Bueno, se lo comenté a ella, pero a nadie más. Y no creo que Nudo Rojo dijera nada.
—Pero si hubiera dicho algo, ¿se te ocurre a quién?
—Tal vez a Cierva Veloz. Era su mejor amiga, un poco más joven que ella.
—¿Una bocazas?
—No. Bueno, no lo sé. Para mí era simplemente… en fin, un incordio. Siempre nos seguía cuando queríamos estar solos.
—Ya veo. Así que te quedaste dormido en tu canoa…
—Sí. Cuando desperté el sol estaba… no sé, una o dos manos sobre el horizonte. Estaba nublado, así que no podía saberlo con seguridad. La niebla ya se había disipado, eso sí. Como tenía frío me puse a caminar de un lado a otro. Estaba muy nervioso. Nunca había hecho nada parecido, y ya sabes lo que pasa… Uno se pone a pensar lo que está haciendo, dónde irá, cómo sobrevivirá… Una cosa es huir y otra encontrar un sitio para vivir.
La Pantera alzó una ceja.
—¿Consideraste la posibilidad de echarte atrás?
Zorro Alto negó con firmeza.
—Yo era la última oportunidad de Nudo Rojo. Trueno de Cobre estaba en Perla Plana y se la iba a llevar ese mismo día. Teníamos que escapar.
—¿Y cuándo llegó Nudo Rojo?
—No llegó. —Zorro Alto se mordió el labio—. Como se hacía tarde no pude contenerme más. Empecé a subir al cerro para ver si Nudo Rojo se acercaba. Tenía un mal presentimiento, quería saber si la habían visto o seguido, para entonces hacer algo. ¿Lo entiendes? —Sí.
—Subí al risco y casi la dejé atrás. La… la habían arrastrado a un lado y estaba allí tirada, debajo de un nogal. Mi niña… estaba destrozada… tirada como si fuera basura…
—¿Qué hiciste entonces, Zorro Alto? ¿La tocaste, intentaste salvarla? ¿Qué?
—Empecé a limpiar la sangre, esperando que fuera una broma estúpida, un truco para asustarme. Pero la sangre… la sangre… —Alzó la mano derecha—. La sangre estaba fría… le cubría parte del pelo…
—¿Intentaste levantarla para ver si sólo estaba herida?
—Estaba muerta, Anciano. No había dudas. Tenía los ojos medio abiertos.
—Así que estaba muerta. ¿En qué posición se encontraba el cuerpo? Enséñamelo. Túmbate en el suelo.
Zorro Alto se tumbó, con las piernas dobladas y un brazo estirado.
—Estaba así, con sangre en el lado izquierdo de la cabeza y un poco que le había goteado por la cara —señaló, resiguiendo con el dedo su mejilla.
—¿Había algún objeto junto a ella?
—No, no vi nada. —Zorro Alto volvió al fuego y tendió las manos trémulas—. No me quedé mucho tiempo. Enseguida eché a correr y tropecé con un hombre en el camino. Se llama Sauce. Le dije que… bueno, que mi padre me llamaba o algo así, no me acuerdo muy bien. Nunca había pasado tanto miedo. Volví a mi embarcación y remé como loco en dirección a mi casa.
La Pantera enarcó las cejas.
—Pensaba que habías escondido la canoa entre los matorrales y habías vuelto al pueblo para oír lo que se decía.
—Ah, sí. Pero luego me fui a casa.
—¿Y eso es todo?
—Te lo juro, Anciano. Yo no la maté y no sé quién lo hizo. Tal vez fue Sauce.
La Pantera le miró a los ojos.
—Estás metido en un buen lío, muchacho. Ya imagino lo que estarán pensando en Perla Plana. No sólo pensabas escaparte con la prometida de Trueno de Cobre, sino que además te vieron huyendo del lugar donde la encontraron muerta.
—Sí, lo sé. —Zorro Alto se miró de nuevo la mano—. Recuerdo que Sauce me preguntó por la mano y yo le dije que me había cortado.
—¿Por qué?
—Porque la tenía manchada con sangre de Nudo Rojo.
Perla de Sol echó más leña al fuego. La Pantera se quedó mirando las llamas. Si Zorro Alto quisiera evitar problemas a mucha gente, se cortaría el cuello allí mismo.
¡Excremento de murciélago! Así es como terminará de todas formas. ¿Quién creerá en su inocencia? Ni siquiera yo estoy tan seguro.
—Lo único que tengo es tu palabra de que no lo hiciste —observó.
—¿Qué más puedo ofrecerte? —replicó Zorro Alto—. Tal vez estuvo mal proponerle que escapáramos juntos, pero la verdad es que volvería a hacerlo. —Cerró los ojos y meneó la cabeza—. Por el dios oscuro, lo único que queríamos era una oportunidad, ¿es tanto pedir?
—A veces sí. —La Pantera suspiró—. Bueno, ahora me voy a dormir. Te daré la respuesta por la mañana.
Mientras se acurrucaba en su manta junto al fuego, vio que Zorro Alto y Perla de Sol se alejaban cogidos de la mano.
Zorro Alto se detuvo al borde del pantano y cruzó los brazos. Entre los juncos brillaban ojos amarillos. Un enorme lobo se desvaneció en la oscuridad.
—¿Qué pasa? —preguntó por fin Perla de Sol, poniéndole la mano en el hombro.
—No me cree —susurró él—, se le nota en la cara. Cree que yo…
—No es verdad. Son imaginaciones tuyas. La Pantera ha dicho que necesitaba tiempo para pensar. Si ya hubiera decidido tu suerte, ¿crees que todavía estaría aquí?
Zorro Alto la abrazó y estrechó su cabeza contra su hombro.
—En nombre de Okeus, ya no sé qué creer. ¿Qué voy a hacer?
La fría niebla parecía cerrarse cada vez más. Perla de Sol respiraba agitadamente.
—Estás cansado, Zorro Alto. Tienes que descansar. ¿Crees que dormirás mejor si me quedo de guardia? —Ella sentía el calor de su mano en la espalda, y aquel contacto junto con el sonido de su voz abrieron puertas que ella había intentado cerrar para siempre. Tras esas puertas se encontraban la alegría y el cariño de su infancia compartida.
Él apoyó la cara contra su pelo y murmuró:
—Gracias por traerlo, Perla de Sol. Nadie más habría tenido valor, ni siquiera sé si yo mismo me habría atrevido.
Ella vio dolor en sus ojos, así como el miedo que le ahogaba y una desesperación que rayaba en la locura.
—Te quiero, Zorro Alto, y haría cualquier cosa por ti.
—Perla de Sol, háblame de este Anciano. Habéis pasado unos días juntos. ¿Podemos confiar en él?
—Me estás preguntando si es un brujo, ¿verdad?
—Sí.
—No he visto prueba alguna de que lo sea. Pero creo que eso no importa. Mientras todo el mundo crea que es un brujo, sus palabras tendrán Poder.
—Es verdad. Sólo me gustaría saber si piensa que soy inocente o…
—Te lo dirá por la mañana —le interrumpió ella—. Y si decide intentar demostrar tu inocencia, tendrás que estar descansado.
Zorro Alto sonrió.
—¿Te acuerdas de cuando tenías diez otoños?
La tristeza de su voz pareció obrar un hechizo en Perla de Sol. Volvió a oír de nuevo su risa despreocupada de hacía tanto tiempo y vio su rostro iluminado por ella, sólo por ella, mientras corrían persiguiéndose por el bosque. Perla de Sol sintió una oleada de felicidad.
—Sí, me acuerdo.
Él le alzó la barbilla para mirarla a los ojos, y la belleza del momento desapareció. La desesperación se advertía en cada uno de sus rasgos.
—Nunca me di cuenta de lo mucho que me importabas, sólo sabía que eras la única persona con la que podía hablar. Y todavía lo eres. Gracias, Perla de Sol, gracias por estar siempre a mi lado.
Ella le miró con los ojos húmedos.
—Siempre estaré a tu lado.
Zorro Alto se inclinó hacia ella y Perla de Sol pensó que iba a besarla, pero él se apartó al cabo de un momento, con las manos trémulas.
—No hace falta que montes guardia. Estás tan cansada como yo. Dormiré bien.
—Claro que sí. —Perla de Sol le quitó el garrote del cinto—. ¿Por qué no pones tu manta junto al fuego? Yo vigilaré desde aquí, escondida entre las sombras. Anda, ve. Tienes que dormir bien para pensar con claridad mañana.
Zorro Alto le tocó la mano fugazmente y se alejó hacia la hoguera. Una vez que se quedó dormido, la Pantera alzó la cabeza para mirar a Perla de Sol. La joven leyó simpatía en aquellos ojos. ¿Estaría dirigida a ella o a Zorro Alto?
Perla de Sol respiró hondo y se puso el garrote al hombro, preparándose para la larga noche que tenía por delante.
Nueve Muertes estaba sentado ante el fuego central en la casa de su hermana Capullo de Rosa, con un caparazón en las manos medio lleno de infusión ya tibia. Había ido allí con intención de sermonear a su sobrino Dos Pájaros, por hablar de malos modos a su madre. Así funcionaba el matriarcado: el hombre criaba a los hijos de su hermana, porque eran clan y familia. Sus propios hijos pertenecían a su esposa Estrella Blanca, y puesto que ella pertenecía al clan Sol de Nácar, su hermano mayor Media Luna era el responsable de la educación y disciplina de los niños.
Nueve Muertes había hecho sentar al muchacho y mirándole a los ojos le había dicho cómo tenía que comportarse un hombre del Pueblo, y el terrible castigo que recibiría si no se enmendaba.
—Si vuelvo a enterarme de que le alzas la voz a tu madre —concluyó el Jefe de Guerra—, te envío directamente a la Pantera, ¿me oyes? La Pantera se come a los niños y luego maldice sus huesos y los tritura para dejarlos a merced de sus enemigos. Esos huesos hacen que la gente mala sangre por las orejas hasta morir.
Dos Pájaros tragó saliva y asintió con la cabeza, con los ojos desorbitados.
—Un poco dramático, ¿no crees? —preguntó Capullo de Rosa secamente después de que el pequeño saliera corriendo en busca de su juguete favorito, una muñeca de perfolla de maíz, y la protección de su hermana mayor, Nutria Blanca.
Capullo de Rosa era una mujer fornida de veintiocho otoños. Llevaba el pelo largo recogido en una trenza. Su rostro era redondo, de labios llenos y nariz ancha y recta. Nueve Muertes siempre había admirado su eficiencia. Su rasgo más notable eran sus ojos castaños, profundos e insondables. En ellos se leía una profunda comprensión de la vida, de la que Nueve Muertes carecía. A él siempre le había enfurecido. Cuando le preguntaba alguna cosa, ella no solía saber más que él pero, por Okeus, siempre aparentaba poseer una sabiduría absoluta.
Capullo de Rosa, en otros tiempos de cintura esbelta, había engordado y, tras dar a luz cinco hijos, sus grandes pechos comenzaban a caer. Acababa de separarse de su último marido, un hombre de la ensenada Ostra, y ahora juraba que no volvería a casarse nunca más.
Nueve Muertes, sentado junto al fuego, era consciente de las miradas de preocupación que su familia le dirigía. Le habían preguntado qué iba a suceder, y él había eludido el tema. Ahora todos se sentaban a una respetable distancia, como queriendo dejarle espacio para que solucionara aquella terrible situación.
El fuego despedía chispas. La madera húmeda se quemaba como desafiando la ventisca en el exterior, su calor tan fútil como las opciones de su futuro. ¿Cómo podría llevarse a Zorro Alto de la aldea Tres Mirtos? Sería hacer la guerra con viejos amigos, parientes y personas a las que respetaba.
Desde el momento en que se disparase la primera flecha, independientemente del resultado de la batalla, la alianza sufriría un daño irreparable. La confianza, que se remontaba a varias generaciones, se partiría como cortada por un afilado cuchillo.
Nueve Muertes giraba su taza entre las manos con aire distraído, pensando en sus amigos de Tres Mirtos, en las incursiones y las batallas compartidas con ellos, en su camaradería. Con cada recuerdo aumentaba su sensación de frustración.
De pronto se abrió la cortina de la puerta y Halcón Cazador entró en la casa apoyándose en su bastón de sasafrás. La anciana se enderezó después de agacharse para cruzar el umbral. Todos se miraron tensos e inquietos.
—Menuda nochecita —comentó la Weroansqua a modo de saludo—. Está cayendo una lluvia heladora, y una vieja como yo ya no puede permitirse una caída, porque me partiría todos los huesos.
—Saludos, Weroansqua. —Capullo de Rosa se levantó vacilante—. ¿Te apetece tomar algo? ¿Una infusión?
—Sí, muy bien.
Halcón Cazador se detuvo frente a Nueve Muertes. El Jefe de Guerra se levantó y la saludó respetuosamente con la cabeza. Era como si el mismo Okeus hubiera entrado en la casa. Todo el mundo se agitaba, intentando no mostrarse nervioso. Pero Halcón Cazador no dio señales de haberse enterado.
—Siéntate —ofreció Nueve Muertes.
Halcón Cazador se sentó con un crujido de huesos y un suspiro.
Capullo de Rosa, aturullada, estuvo a punto de volcar la taza de cerámica llena de té que tendió a Halcón Cazador. La Weroansqua probó un sorbo.
—Gracias. Jefe de Guerra, ¿podemos hablar un momento?
—Excusadnos —terció Capullo de Rosa, mirando a su familia—. Creo que iremos a visitar a la prima Red Amarilla. —Los niños, como una bandada de codornices, se precipitaron hacia la puerta.
Halcón Cazador estaba tan preocupada, que no advirtió la precipitada desbandada.
Tenía la vista clavada en el fuego, con los labios apretados mientras observaba las llamas ganar la batalla contra la madera húmeda.
—¿De qué querías hablar, Weroansqua?
—¿No te estás poniendo demasiado formal? ¿Me llamas «Weroansqua», estando los dos aquí solos?
Él se encogió de hombros. Ella bebió un sorbo de té y se limpió los labios con su capa de ante.
—Quiero saber lo que piensas, Jefe de Guerra. Si decidimos ir a Tres Mirtos en busca de Zorro Alto, ¿qué posibilidades tenemos?
Nueve Muertes se frotó el cuello.
—¿Qué posibilidades? Si vamos por el chico, Tres Mirtos luchará para protegerlo. Púa Negra lo dejó bien claro.
—¿Puedes ganar?
Nueve Muertes se echó a reír.
—¿Ganar? Si logro tomar Tres Mirtos, derrotar a los guerreros de Púa Negra y capturar al muchacho, ¿habremos ganado? Si ellos nos rechazan o el combate queda en tablas, ¿habremos ganado? Pase lo que pase, el resultado será el mismo. La alianza resultará destruida, tanto como una nuez bajo un martillo de piedra.
—Hay cosas que no se pueden evitar —replicó ella con una mueca—. Estoy atrapada como una ardilla en una jaula. No hago más que sacar la mano por los barrotes buscando una salida, pero no la encuentro. Si hubiera sido cualquier otra mujer, no Nudo Rojo, podría arreglármelas para salir de ésta.
—¿Sí?
Halcón Cazador esbozó una sonrisa torcida.
—Por supuesto. Podría presionar un poco a la familia agraviada, negociar un acuerdo con el clan del culpable e imponer una multa. Tal vez tendría que disponer en secreto de un par de canoas cargadas de maíz, cobre y sanguinaria, pero podría comprar a ambas partes y lograr un compromiso. De hecho, también podría hacerlo si Nudo Rojo hubiese estado prometida a cualquier otro. Pero estando el Gran Tayac involucrado no hay forma de llegar a una solución, y menos sabiendo que Serpiente de Agua conspira en mi contra.
—No, no hay solución. La muerte de Nudo Rojo ha creado una grieta en nuestra alianza. A la primera oportunidad alguien meterá una cuña y nos partirá en dos.
—Sí, sucederá de todas formas. —Halcón Cazador tiró de su fláccida papada—. No estoy acostumbrada a verte una mirada tan apagada. No parece emocionarte mucho la incursión a Tres Mirtos.
—Antes de morir en el Ennegrecimiento soñaba con ser un guerrero, y desde que me hice hombre me he dedicado a mi clan y mi pueblo.
—Y con mucho éxito, hay que decir.
—Pero por primera vez me pregunto con quién estoy luchando. ¿Dónde está el enemigo? ¿Son los hombres con quienes he compartido el sendero de la guerra? ¿Aquellos con quienes he luchado hombro con hombro contra los guerreros del Mamanatowick? ¿Los que me cubrían la espalda cuando rechazábamos los ataques conoy?
—Esos mismos. Las cosas cambian, Jefe de Guerra.
¿Por qué estaba allí Halcón Cazador? La Weroansqua siempre actuaba por algún motivo. No había ido sólo a pedirle su opinión. Estaba buscando algo.
Nueve Muertes se agitó con inquietud.
—Y si ataco la aldea Tres Mirtos, ¿qué estaré protegiendo? ¿Habré salvado alguna vida? ¿Habré defendido algún territorio? ¿Habré debilitado a Serpiente de Agua o a Rana de Piedra?
—No se trata de eso. —Halcón Cazador bebió un sorbo de té y le miró con aire pensativo.
Nueve Muertes conocía aquella mirada astuta. La Weroansqua ocultaba algo.
—¿De qué se trata entonces? ¿De la gloria, del honor? Yo me siento orgulloso al ver a un enemigo derrotado, pero no creo que sienta ningún orgullo cuando vea el cadáver ensangrentado de mi primo en Tres Mirtos, ni cuando vea a las mujeres llorando por hombres que yo conocía y respetaba.
—Casi pensaría que no crees que Zorro Alto sea culpable. ¿Es eso lo que te hace dudar?
—Si te soy sincero, todavía hay muchas cuestiones sin respuesta con respecto a la muerte de Nudo Rojo. En todo esto hay algo que no me gusta nada.
—¿Qué, exactamente? Ya has oído lo que contó Sauce. ¿No te parece que todo es evidente?
—Bueno… —Nueve Muertes frunció el entrecejo, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Tengo la corazonada de que hemos pasado algo por alto, que nos falta una información que lo aclararía todo.
—¿Y yo tengo que confiar en tus corazonadas?
Nueve Muertes apartó la mirada.
—Es lo único que puedo decir de momento.
—¿Prefieres que nombre a otra persona para encabezar el ataque? —Halcón Cazador le clavó una mirada capaz de leer los secretos de su alma.
¿Estaría buscando un punto débil?
—No, Weroansqua. Yo soy el Jefe de Guerra, y aunque no me guste la tarea la realizaré bien. Si puede lograrse, nadie es más capaz que yo. El ataque debe ser eficiente, rápido y limpio. No podemos permitir errores que conviertan una mala situación en un desastre. Debemos atacar como el rayo, atrapar al muchacho y marcharnos provocando el menor daño posible en Tres Mirtos.
—Para que la rabia y el resentimiento sean mínimos, ¿no? Sí, Jefe de Guerra, parece lo más apropiado. Si consigues apresar a Zorro Alto y escapar sin matar a demasiada gente, tal vez podamos llegar a un arreglo con ellos más tarde. La clave es no llegar al punto en que los daños sean irreparables.
—Para eso haría falta un milagro. Recemos para que Okeus duerma hasta tarde ese día.
—Harías cualquier cosa por evitar esto, ¿no es así?
—¿Tú no? Ya conoces los riesgos.
—Desde luego, Jefe de Guerra. Si encontrases otra salida, juro por Okeus que te escucharía. —Halcón Cazador apuró su té. Nueve Muertes fue a ayudarla a levantarse, pero ella lo apartó con un gesto y se enderezó con una mueca—. Que duermas bien, Jefe de Guerra. Sueña con la forma de realizar el ataque. Quiero a ese muchacho, y sin demasiado derramamiento de sangre.
Se despidió con un gesto de la cabeza y se marchó haciendo chasquear el bastón en el suelo.
Nueve Muertes se quedó mirando la puerta con el entrecejo fruncido. Se la imaginaba ahí fuera, encorvada en la oscuridad, cojeando por el pueblo como una araña en una nefasta telaraña.
Un momento después, Capullo de Rosa asomó la cabeza.
—¿Estás bien?
—No, hermana, no. Me temo que Okeus se está riendo de nosotros.