8

La estrecha canoa cabeceaba entre las olas, recordando a la Pantera lo frágiles que eran aquellas piraguas que, aunque seguras en ensenadas y ríos, podían volcar ante un viento súbito o incluso una lluvia moderada. Cruzar la bahía Agua Salada siempre conllevaba riesgos, incluso en días tranquilos como aquél.

El viejo, agarrado a la borda, se volvió hacia Perla de Sol, que remaba con expresión resignada. ¡Qué demonios! La niña se cree que es mía y ya se da por muerta, ¿por qué iba a temer ahogarse? Con el miedo que le he provocado, podría estar incluso deseándolo.

¡Y pensar que la gente lo consideraba el colmo de la astucia!

Las nubes se alternaban con el azul pálido del cielo invernal, pero en el agua rielaba el sol, ocultando las lodosas profundidades. ¿Cómo se le ocurría al sol bailar en la bahía? Era tan incompatible con el agua que los rayos rebotaban en su superficie.

Una bandada de golondrinas volaba a lo lejos, arrojándose intrépidas hacia las crestas de las olas. Para la Pantera era tentar al destino.

Misterios. Misterios por todas partes.

El viejo respiró hondo el aire frío y salado. Conocía bien aquel olor, aunque ese día no le resultaba tranquilizador.

—¿Adónde vamos exactamente? —preguntó, volviéndose con cuidado de no bambolear la embarcación.

—A Perla Plana.

—No; primero iremos a Tres Mirtos.

—Anciano, el pueblo de Tres Mirtos no desea la muerte de Zorro Alto. El problema está en Perla Plana, así que te llevaré allí primero.

—Aclaremos las cosas, niña. Tú no me das órdenes… —En ese momento la canoa cabeceó, el agua se estrelló contra el casco y salpicó a la Pantera—. ¡Deja de hacer eso! Ahora mismo estoy poniendo en su sitio a Perla de Sol, pero luego me encargaré de ti.

¿Eran imaginaciones suyas o las olas perdieron violencia? El viejo alzó la ceja satisfecho.

—Quieres que salve a Zorro Alto, ¿no es así?

—Sí, Anciano.

—Entonces llévame a Tres Mirtos. Antes de enfrentarme a Halcón Cazador debo hablar con Zorro Alto, escuchar su versión de…

—Pero Zorro Alto no está en Tres Mirtos.

—¿Ah, no? ¿Y dónde está? Dijiste que huyó después de encontrar el cadáver. ¿No volvió a su casa, buscando la protección de su familia?

Perla de Sol seguía remando, en diagonal a las olas.

—No. Bueno, sí volvió a su casa, pero sólo para contarme sus problemas. Luego pensaba marcharse. Sabía que Halcón Cazador lo estaría buscando y que no estaría a salvo en Tres Mirtos.

La Pantera se tensó al ver que la canoa se agitaba precariamente. El agua corría por el fondo, haciendo remolinos a sus pies y burlándose de su mortalidad.

—¿No deberíamos achicar? Aquí hay mucha agua.

Perla de Sol sonrió.

—No tendrás miedo, ¿verdad?

El viejo la miró ceñudo.

—¡No! Dime dónde está Zorro Alto. Tengo que hablar con él. No puedo hacer nada hasta que oiga de sus labios lo que pasó.

—Está escondido en un islote. Te llevaré allí.

—Bien. —A la Pantera le dio un vuelco el corazón cuando otra ola se estrelló contra la canoa. El agua corría a sus pies. Que la corrupción se llevara todas las embarcaciones. Aquél no era medio de viajar.

Si vivo lo suficiente para conocer a Zorro Alto, y si compruebo que me miente, por las pelotas de Okeus que le arrancaré el alma del cuerpo.

Un viento frío soplaba en la noche sin luna sobre la península Conoy y las aguas plomizas del río Pez. Gemía entre los árboles, agitaba las hojas secas y ululaba en torno a la empalizada de Perla Plana, sacudiendo las casas y arrastrando arena y carbón. Nueve Muertes intentaba protegerse el rostro mientras atravesaba la plaza hacia la casa de su hermana Capullo de Rosa.

Tenía los nervios de punta. Había estado paseando de un lado a otro de la aldea para calmarse, incluso había llegado a poner de guardia a Mazorca de Piedra y Espina de Cangrejo.

Ni los fantasmas saldrían en una noche como ésta.

Se ciñó la capa y se estremeció, en parte de frío y en parte por temor a lo desconocido. Una vez en la casa, se apoyó contra la pared y se quedó escuchando el gemido del viento.

La inquietud lo acechaba desde la muerte de Nudo Rojo, y le miraba desde la oscuridad con ojos invisibles. Aquella mañana el mundo comenzó a despedazarse, y él se sentía impotente. ¿Dónde estaba la raíz de todo aquel mal?

El asesinato era algo horrible para su pueblo. Nueve Muertes alzó una ceja al oír una risa en la casa. Probablemente era su sobrina, Nutria Blanca. La niña siempre se estaba riendo, incluso cuando cuidaba de sus hermanos Corteza Fina, Pequeño Caparazón, Dos Pájaros y Arroz de Mar.

Si Ala de Mirlo había matado a Nudo Rojo, no era un asesinato, sino la guerra, un movimiento táctico en el juego mortal entre los Weroances y el Mamanatowick. Si ése hubiera sido el caso —y Nueve Muertes deseaba creerlo—, la respuesta sería simple: no tendría más que guiar a sus guerreros, penetrar en el territorio de Estaca Blanca y buscar venganza. Si lograba escapar sin sufrir pérdidas significativas y conseguía parar el inevitable contraataque de Ala de Mirlo, el equilibrio se mantendría.

Pero ¿y si era eso lo que querían hacerle creer? ¿Y si Ala de Mirlo no había matado a Nudo Rojo?

Entonces mi ataque provocaría la ira ciega de Cazador en el Maíz. Olvidaría toda prudencia y se lanzaría contra nosotros con todas sus fuerzas. La última vez que sucedió algo así, habían hecho falta todos los guerreros de las aldeas independientes para repeler el ataque.

Nueve Muertes se frotó el cuello. Tres Mirtos no se uniría a ellos hasta que se hubieran ofrecido disculpas a Púa Negra. El precario equilibrio entre los pueblos independientes se tambaleaba como un guerrero herido en la cabeza.

Tal vez ése había sido el plan desde el principio. Nueve Muertes metió los brazos bajo su capa. Durante toda su vida, las aldeas independientes habían sido tan constantes como las mareas. Las riñas se solucionaban enviando delegados de un pueblo a otro, guiados por la constante necesidad de estar unidos contra la creciente influencia del Mamanatowick.

El asesinato de Nudo Rojo era de lo más conveniente para Serpiente de Agua. Suponía la primera grieta en una alianza que lo tenía bloqueado en el norte. Pero ¿era Serpiente de Agua tan sofisticado? ¿Cómo podía haber organizado un golpe tan sutil y efectivo? Tendría que haber sabido cuándo estaría Nudo Rojo en el camino hacia el embarcadero Ostra.

Nueve Muertes se tensó. Un viento más frío que el de la noche le helaba el alma. Podría tener un traidor en Perla Plana. Eso si Serpiente de Agua era la clave de aquel embrollo. Si en cambio el responsable era Trueno de Cobre el asesinato cobraría más sentido. Con sus muchos guerreros, el Gran Tayac tenía la oportunidad y los medios de haber seguido a la niña para tenderle una emboscada. Pero su matrimonio con Nudo Rojo le daba acceso a las aldeas independientes. De esa forma lo conseguiría todo, y con muy poco riesgo. Por mucho que pensara, Nueve Muertes no veía qué ventajas podía lograr Trueno de Cobre matando a Nudo Rojo.

De todas formas era una lástima no poderle echar la culpa. ¡Qué placer sería partirle los dientes de un garrotazo!

Nueve Muertes alzó la vista al cielo. De vez en cuando el viento le traía un olor a humo, aumentando su deseo de estar en casa, al calor del fuego. Hacía una semana que no veía a su esposa Estrella Blanca. En circunstancias normales, a esas horas estaría con ella, o jugando con sus hijos, Conejo, Lanza y Grillo e intercambiando mentiras con su cuñado y viejo amigo Media Luna. Precisamente gracias a su amistad con Media Luna se había casado con Estrella Blanca.

Ya los verás más tarde, cuando hayas acabado con esto. Sólo quedaba una opción, la más probable: tal vez de niña Nudo Rojo había prometido a Zorro Alto que se casaría con él. Pero la vida cambia cuando una niña se convierte en mujer, igual que cuando un niño pasaba la muerte del Ennegrecimiento durante el Huskanaw. Tal vez Nudo Rojo había dicho a Zorro Alto que iba a casarse con Trueno de Cobre, el joven no pudo soportarlo y en un ataque de ira la mató.

Era la versión que tenía más sentido. Zorro Alto sabía dónde estaría Nudo Rojo. Sus huellas llevaban hasta el cadáver. Sauce le había visto, había hablado con él. ¿Qué más pruebas necesitaban?

Pero Nueve Muertes sabía que si reclamaban a Zorro Alto, Púa Negra se resistiría. Si atacaban, la alianza se rompería como bajo el golpe de un hacha de piedra.

Era sólo cuestión de tiempo. Al final el honor impulsaría a Halcón Cazador a actuar. Su nieta había sido asesinada, y tal crimen no podía quedar impune.

Nueve Muertes miró la oscuridad más allá de la empalizada. Hacia el sur, a tres días de carrera por el cerro, el bosque y el arroyo, yacía Serpiente de Agua en su guarida, con la cabeza alzada al mismo viento que traía para Nueve Muertes el olor de destrucción. Si estallaba la guerra entre Perla Plana y Tres Mirtos, en primavera los pueblos independientes estarían rindiendo tributo a Serpiente de Agua.

Y yo, mis guerreros y el resto del clan Piedra Verde estaremos muertos. Nueve Muertes bajó la cabeza. Su esposa, sus hermanas, sus hijos serían hechos esclavos, las mujeres tendrían que dar a luz los hijos de otros hombres, todos serían obligados a trabajar en los campos y a vivir como perros.

—Que Okeus nos ayude. ¿Es que no hay salida?

Dos días en canoa fueron más que suficientes para la Pantera. Le había aterrado cruzar el mar abierto de la bahía Agua Salada. Había pasado la primera noche en una playa, medio congelado a pesar de la pequeña hoguera que habían encendido. La noche siguiente acamparon en el bosque, pero el viento le robó todo el calor que los árboles pudieran ofrecer.

Ahora la canoa costeaba en dirección a un islote. Con la marea alta parecía poco más que un punto en el agua.

El anciano movió la cabeza. ¿Por qué no romperle la crisma a la niña y acabar con todo de una vez? Claro que entonces tendría que remar él mismo a través de la bahía y, sinceramente, no creía tener fuerzas para ello. Le dolía el trasero, se le habían hinchado las articulaciones y tenía agarrotados todos los músculos.

Cuando la embarcación se detuvo por fin, la Pantera miró a Perla de Sol con ojos inexpresivos.

—¿Hemos llegado?

—Sí, Anciano.

—Dame la mano.

Perla de Sol le miró como temerosa de tocarlo.

—Por todos los espíritus… ¡Ayúdame a levantarme, niña! ¡Tengo las articulaciones paralizadas!

Ella tragó saliva.

—Lo siento, Anciano.

En cuanto la Pantera se levantó con su ayuda, la canoa osciló bajo sus pies. Perla de Sol lo sostuvo.

—Ponme el brazo en los hombros.

Perla de Sol lo alzó de la embarcación y prácticamente lo arrastró a trompicones por el agua. Cada uno de sus pasos iba acompañado por el chapaleo del barro.

¡Por Okeus, aquella niña era más fuerte que un oso! La Pantera sonrió para sí. Más le valía no enfadarla demasiado, porque sería capaz de arrancarle la cabeza.

Por fin llegaron a tierra firme.

—¡Zorro Alto! —gritó Perla de Sol—. ¡Soy yo! ¡Y lo he traído, como te prometí!

El islote no medía ni un tiro de longitud, y no albergaba ni árboles. Era evidente que de vez en cuando las tormentas lo cubrían de agua salada.

—Aquí no hay agua dulce —observó el viejo—, ni nada para hacer fuego, excepto hierba seca.

—Ya lo sé. Por eso se ha escondido aquí. ¿Quién vendría a buscarlo a esta isla desolada?

—Probablemente los cuervos, los buitres y las gaviotas, cuando haya muerto de sed o de frío.

—¡Zorro Alto! —llamó ella de nuevo—. ¿Dónde estás?

La Pantera captó un movimiento entre la hierba y se volvió a tiempo de ver a un joven alto y apuesto. Llevaba un arco en la mano y un garrote colgado del cinturón. Tenía la expresión enloquecida, como si su alma vacilara al borde del más puro terror. Se cubría con una capa de ante, y tenía la piel manchada de barro y hierba y el pelo enredado. ¿Dónde terminaba el animal y comenzaba el hombre?

—Zorro Alto. —Perla de Sol abrió los brazos y se acercó—. No pasa nada. Éste es Pantera.

—¿Estás… estás segura?

—¡Pues claro que lo estoy! ¿Crees que traería a cualquiera a tu escondrijo?

El joven guerrero se humedeció los labios, pero no bajó el arco.

Cuidado, viejo. Está aterrado y desesperado. Tiene demasiado miedo para pensar con claridad.

La Pantera sabía lo que era el miedo palpitando en las venas: los pulmones sin aire, los nervios de punta, los espectros acechando en la imaginación… Uno podía perder el sentido y luego sólo quedaban las consecuencias.

—Soy la Pantera —dijo—. Perla de Sol se ha ofrecido a mí para salvarte. No pasa todos los días que un hombre de tu edad sea capaz de inspirar tal lealtad y devoción en una niña. Por eso he venido hasta aquí. Ahora tengo que oír tu historia, ¿lo entiendes?

Zorro Alto asintió.

—Yo no la maté, lo juro. Que Okeus me oiga, por mi alma, yo no la maté.

—Ven, Zorro Alto. Vamos a encender un fuego y preparar una infusión. Luego oiré lo que tengas que decir.

—Yo la quería —susurró el joven mirándole a los ojos—. Tienes que creerme.

Perla de Sol tensó el mentón y apartó la vista.

—Sólo te prometo una cosa, Zorro Alto. Me encargaré de que logres lo que te mereces. ¿Te parece justo?

—Sí, Anciano.

—Entonces acércate.

—Estamos cerca de la ensenada donde pasan el invierno los patos.

—Sí —terció Perla de Sol—. Allí no vive nadie porque está rodeado de pantanos. Es un buen lugar para acampar, Anciano.

—Bien, pues vamos. Cuando oigamos la historia de Zorro Alto decidiremos qué hacer.

La Pantera suspiró, sabiendo que tenía que volver a la canoa, pero prefería que se lo comieran los cangrejos antes que pasar la noche en aquel islote.

Peine de Nácar se dirigía a la orilla con una vasija en la mano. La noche había caído y en el cielo se veían las estrellas entre las nubes. En Perla Plana los perros ladraban y una mujer regañaba a un niño con voz chillona. Aparte de eso sólo se oía el perpetuo chapaleo del agua.

Cuando se agachó para llenar la vasija, un pez salpicó en la oscuridad. A continuación Peine de Nácar volvió por el sendero que llevaba al refugio de sudor, un edificio cubierto de paja construido en la orilla.

Un fuego ardía en la puerta, calentando tres piedras. La cabaña, de unos dos pasos de longitud por tres de anchura, era de ramas trenzadas y apiladas. Una gran piedra, como un ojo rojo en las tinieblas, yacía en el hueco excavado en el suelo. La estancia estaba llena de vapor. Peine de Nácar apenas distinguió una silueta al fondo, un hombre corpulento.

—Entra. El calor vigoriza.

El hombre se inclinó para echar agua sobre la roca y el vapor se alzó con un siseo. Peine de Nácar se sentó y cerró los ojos, dejando que el calor penetrara en sus poros. No debería estar allí, pero algo en él la atraía.

—Lo necesitaba —dijo Trueno de Cobre—. El calor no sólo limpia el cuerpo.

—Sí. Se dice que el vapor elimina el mal del alma. —Por lo menos eso esperaba.

Trueno de Cobre rio.

—Lo dudo. El alma tiene tantas grietas y recovecos que el mal puede esconderse donde quiera. Puedes darle todo el vapor que quieras, pero yo he conocido a muchos hombres malvados que sudan como ríos y sus almas quedan tan negras al final como al principio.

—¿Eso te incluye a ti?

—Probablemente, pero el caso es que nunca he creído esas tonterías que dicen los sacerdotes.

—No sé qué pensar de ti. —Peine de Nácar sabía que él la estaba mirando en la penumbra.

—Piensa lo que quieras. Algo de lo que piensas, si no todo, podría ser verdad.

—¿Por qué te has quedado aquí?

—Para ver qué pasa.

—¿Qué somos, una diversión?

—Yo no lo diría así.

—¿Cómo lo dirías?

—Sólo soy un observador.

Peine de Nácar se imaginó sus músculos, su piel cubierta de sudor. ¿Cómo sería acariciar aquella piel tersa? En mi alma hay algo torcido. Toda la vida me han fascinado los hombres fuertes. ¿Por qué?

—Me sorprendes —comentó él—. Has mostrado un gran dominio de ti misma. Esperaba que lloraras por Nudo Rojo, que llenaras tu alma de dolor y te arrancaras el pelo a mechones.

—Gran Tayac, yo soy la hija de mi madre. El dolor es para aquellos que pueden permitirse el lujo de expresarlo. Mi pueblo busca mi liderazgo, y de momento necesita ver fuerza.

—¿Siempre contienes de ese modo tus emociones? Yo había oído lo contrario.

Ella se enjugó el sudor de la frente.

—¿Y qué es lo que has oído?

—Que eres una mujer de sangre caliente, acostumbrada a ceder a los deseos.

Peine de Nácar le miró desafiante, con un nudo de emoción en el estómago.

—La vida es corta, amigo mío. Okeus se encargó de que así fuera. Como descubrió mi hija, sólo los estúpidos dan por sentado un nuevo amanecer. Digamos que he disfrutado todo lo posible, asumiendo los riesgos… y pagando el precio.

—¿Y si entráis en guerra con Tres Mirtos?

—Yo lo evitaría, si fuera posible. ¿Hablas por hablar, o tienes algo en mente?

—Yo siempre tengo algo en mente. Pero de momento me interesan más tus pensamientos. Supongamos que entráis en guerra con Tres Mirtos, ¿cuál sería el resultado?

—La ruptura de la alianza entre los pueblos independientes. Serpiente de Agua aprovecharía la oportunidad. Pero todo eso ya lo sabes.

—Da la impresión de que estáis atrapados.

—Ya encontraremos la salida. Pero ¿y tú? ¿Qué ganas tú con todo esto? Si se rompe la alianza habrás perdido un contrapeso a los deseos de expansión del Mamanatowick. Si él controla la orilla sur del río Pez, podría volcar sus energías contra ti.

—Desde luego —dijo él—. Por otra parte, necesitaría sacar guerreros de todos sus territorios. Eso me daría la oportunidad de atacar sus pueblos fronterizos. Él quedaría débil, porque se desgastaría en el norte.

Sí, Peine de Nácar lo imaginaba. Serpiente de Agua perdería hombres. Estaría luchando en dos frentes.

—Así que esperarías como una serpiente de cascabel junto al nido de un águila. Sólo cuando el halcón distrajera al águila robarías los polluelos. —Peine de Nácar sonrió cansada—. El problema es que el halcón podría vacilar y el águila volver en el último momento.

—Siempre existen riesgos, como tú misma has dicho.

La débil luz de la piedra caliente disminuyó, pero Peine de Nácar percibía la sonrisa de Trueno de Cobre.

—Pero un hombre inteligente es aquel que minimiza los riesgos, Gran Tayac. ¿No sería mejor crear un lazo con el clan Piedra Verde y así debilitar a Serpiente de Agua? Esa era tu primera intención, ¿no?

—Por supuesto. Dime, ¿quién crees que mató a Nudo Rojo?

Peine de Nácar inspiró hondo.

—Zorro Alto, ¿quién si no?

—No era lo que pensabas al principio. Y ahora tampoco pareces muy convencida.

—No me fío de Cazador en el Maíz. Todavía me preocupa que sus guerreros anduvieran por aquí. Pudieron ser ellos, ¿no? —replicó con los puños apretados.

—Así es.

—Te he estado observando, Gran Tayac. —El calor mitigaba la tensión de sus músculos—. La muerte de mi hija no parece haberte afectado.

Él se movió en la oscuridad.

—Era una niña, Peine de Nácar. No quisiera ser rudo, pero he visto muchas decenas de otoños. Tú y yo sabemos que era un matrimonio de conveniencia, como lo fueron muchos de los tuyos.

—¿Preferirías a una mujer mayor?

Silencio.

—Podría ser —contestó Trueno de Cobre por fin.

—¿Alguien que pensara como tú?

—Sería… refrescante, por una vez en la vida.

—¿Tus otras esposas no te han satisfecho?

Él se echó a reír.

—Las necesidades carnales, sí. Yo les lie dado hijos para sus linajes. —De nuevo se produjo una pausa—. Por tu tono me pregunto qué tienes en la cabeza. Todas las mujeres de tu clan en edad de matrimonio están ya tomadas.

Peine de Nácar sonrió, segura bajo el manto de oscuridad.

—¿Y si yo te encontrara una mujer, una mujer capaz de pensar como tú? ¿Lo encontrarías… refrescante?

—Depende —contestó él con cautela—. Tendría que ver qué ofrece ese matrimonio.

—El futuro depara muchas sorpresas —murmuró ella.