Halcón Cazador tensó la mandíbula. Al mediodía se había descubierto la desaparición de Nudo Rojo. No se la encontró en los edificios dentro de la empalizada y tampoco en las casas de los campos. Halcón Cazador miró ceñuda la multitud reunida en la aldea. ¿Por qué se creaba siempre tal confusión al organizar una búsqueda? Hasta los peces serían capaces de reunirse sin tanto alboroto.
Los visitantes de otras aldeas formaban pequeños grupos, charlando en voz baja. Sus expresiones recelosas la irritaban. Maldición, aquélla era una situación vergonzosa.
A un lado estaba Trueno de Cobre con expresión sardónica. Sus guerreros se habían colocado en filas a su espalda.
A la derecha de Halcón Cazador los lugartenientes de Nueve Muertes, Mazorca de Piedra y Presa que Vuela, daban órdenes a los guerreros para que buscaran en distintas zonas. Nueve Muertes no parecía un Jefe de Guerra. La mayoría de las mujeres eran más altas que él. Pero su aspecto engañaba. Sus pesados párpados y sus mejillas regordetas le daban una apariencia perezosa y soñolienta. Su boca de labios generosos le confería una expresión blanda. Sus piernas torcidas no le permitían correr muy deprisa, pero llevaban su peso mucho después de que el más rápido de los corredores se hubiera agotado. Con sus largos brazos era capaz de remar sin parar a través de toda la bahía Agua Salada. Y, como señalaba Nueve Muertes, en la guerra había cosas más importantes que el tamaño. Él se había ganado su nombre cuando entró en la aldea Mattaponi y mató al Weroance y ocho de sus guerreros antes de desvanecerse en la noche. No se podía subestimar a un hombre como aquél.
—¡Muy bien, vámonos! —gritó, señalando con el arco la puerta de la empalizada—. Ya sabéis lo que hay que buscar. Seguramente Nudo Rojo habrá salido para estar sola un rato, pero no hay que correr riesgos. Estad alerta a cualquier cosa sospechosa.
Los hombres echaron a andar a paso ligero, con la cabeza alta y la espalda erguida, marcando el paso a base de golpear los arcos con los garrotes.
Halcón Cazador miró a Trueno de Cobre y sus guerreros, sabiendo que aquel espectáculo era para ellos. Los visitantes de la aldea permanecían inexpresivos, algunos incluso aburridos, pero a Trueno de Cobre le brillaban los ojos. Los guerreros del clan Piedra Verde se habían ganado su reputación. Incluso el Mamanatowick, Serpiente de Agua, a pesar de todos los recursos de sus jefes, evitaba los enfrentamientos con el clan Piedra Verde.
Púa Negra, Weroance de la aldea Tres Mirtos, estaba al otro lado del terreno de danzas, con los brazos cruzados. Su expresión tensa llamó la atención de Halcón Cazador.
Púa Negra siempre había sido un hombre apuesto, alto, fuerte, ingenioso y rápido de reflejos. La aldea Tres Mirtos se encontraba a medio día de viaje hacia el este. Los dos pueblos, en general ocupados por el clan Piedra Verde, se habían aliado con propósitos prácticos y políticos. Su propia hija, Peine de Nácar, había vivido en Tres Mirtos el tiempo que estuvo casada con Hueso de Monstruo.
Púa Negra tenía el mentón tenso y abría y cerraba las manos.
¿Por qué le preocupaba tanto la ausencia de una muchacha? Sin duda la encontrarían en el bosque, de mal humor, y al cabo de una semana todo el asunto se olvidaría.
Púa Negra y Peine de Nácar se miraron un largo momento. Era una mirada desafiante y desesperada. ¿Qué querrían decirse?
Halcón Cazador se volvió hacia Trueno de Cobre, que se acercaba a ella.
—Honorable Weroansqua, ¿seguro que no puedo ofrecerte la ayuda de mis guerreros?
—No es necesario, Gran Tayac. —Halcón Cazador señaló el risco—. Mi gente conoce el terreno, inspeccionarán todas las grietas y rincones.
Los oscuros ojos de Trueno de Cobre parecían arder.
—No se habrá… escapado, ¿verdad?
Halcón Cazador se envaró.
—¡Eso nunca!
—Pero no sería la primera vez…
—Nudo Rojo sabe que yo estaría dispuesta a enviar a Nueve Muertes a buscarla al fin del mundo para traerla de los pelos. Mi nieta nunca desgraciaría de esa manera a su clan.
—Ya.
—Lo más seguro es que haya salido a dar un paseo para aclarar sus pensamientos. Ten en cuenta que en los últimos ocho días ha pasado de niña a mujer, y mañana se marcha contigo para convertirse en tu esposa. Desde que sintió los primeros dolores todo el mundo la ha estado agobiando. Supongo que necesitaba estar un rato a solas.
Trueno de Cobre se tocó el garrote que colgaba de su taparrabo. Estaba tallado, y una piedra puntiaguda sobresalía del afilado pincho de cobre.
—He notado que las mujeres de tu familia piensan mucho. No sé si será tan buena idea casarme con tu linaje.
—Yo tampoco lo sé. —Halcón Cazador le miró con rostro inexpresivo para disimular su inquietud. Maldición, Trueno de Cobre no sospecharía las profundidades de sus artimañas, ¿verdad?
El hombre se echó a reír.
—A mis hombres y a mí nos gustaría ayudar, en honor de nuestra nueva relación.
Halcón Cazador asintió de mala gana.
—Muy bien, Gran Tayac. Envía a tus hombres. En el dudoso caso de que surgieran dificultades, no nos perjudicará contar con más hombres.
Trueno de Cobre chasqueó los dedos y todos sus guerreros se volvieron. Más allá de la empalizada el segundo al mando dio unas órdenes y los hombres se dispersaron con fría eficiencia.
—Están muy bien entrenados —comentó Halcón Cazador.
—Por supuesto. Lo que he logrado sólo se consigue con disciplina.
—Y con crueldad.
—Sí, también, pero tú que vives entre la serpiente y la piedra seguramente lo comprendes.
—Desde luego. —Como sabrás muy pronto, amigo mío.
Trueno de Cobre entornó los ojos, inquieto. Halcón Cazador vio pasar a su sobrina Red Amarilla, que parecía nerviosa. Ella sonrió para tranquilizarla.
—¿Tienes algo en mente, Gran Tayac? —preguntó en cuanto la joven se alejó.
—No; me preguntaba por qué yo, Weroansqua. Habría sido más lógico que buscaras una alianza con Serpiente de Agua. Su territorio linda con el tuyo al sur. A pesar de lo que tu hija me ha dicho esta mañana, podrías haber obtenido mercancías del interior también a través de su territorio.
Halcón Cazador esbozó una sonrisa torcida. Cuidado, mujer. Se está oliendo la trampa.
—¿Y si te dijera que me he dejado llevar por una corazonada?
—No me lo creería. Dime la verdad, ¿has hecho alguna vez algo siguiendo una corazonada?
—Pues claro… Y tú también. Eres un hombre astuto, Gran Tayac. Siempre estudiando a tu adversario, siempre aprendiendo de sus fuerzas y debilidades.
—En mi pueblo nadie llega a Tayac, y mucho menos Gran Tayac, sin observar a sus oponentes. Un buen líder nunca duerme.
—Sí, es cierto.
Trueno de Cobre la miró de reojo.
—Tú sabes que hay quien se beneficiaría de secuestrar a tu nieta.
—No quería ni pensarlo, pero sí, es una posibilidad. Y las consecuencias serían terribles.
Trueno de Cobre respiró hondo.
—Sería una afrenta para tu clan y para mi pueblo. No tendríamos más remedio que acabar con el culpable.
—Arderían pueblos enteros. Nadie estaría a salvo.
—Esperemos que tengas razón y no haya problemas.
Halcón Cazador juntó las manos, como aferrándose a esa esperanza.
—Estoy segura de que todo esto tiene una explicación muy sencilla. —No; a pesar de sus preocupaciones, Trueno de Cobre no sospechaba nada.
Cierva Veloz se agachó para recoger una rama, la primera que veía desde que dejó la aldea. Era una muchacha de doce años, esbelta y bonita. Su madre, Red Amarilla, había peinado su largo pelo negro hasta hacerlo relucir. Su rostro acorazonado y sus ojos brillantes eran la envidia de sus amigas. Su cuerpo comenzaba a redondearse, mostrando la promesa de su belleza de mujer.
Había pasado por lo menos una mano de tiempo desde que su madre la enviara por leña. La tarea de mantener los fuegos encendidos era interminable. Después de tantos años de recoger leña en los alrededores del pueblo, ahora había que alejarse cada vez más para encontrarla. Todavía estaba molesta por la pelea que había tenido con Nudo Rojo la noche anterior. Habían pasado muchas cosas y necesitaba tiempo para pensar.
Una ardilla saltó de una rama a otra delante de ella y se detuvo.
—Alégrate de estar ahí arriba y ser libre, amiga. No te gustaría nada ser una niña.
La ardilla meneó la cola como si asintiera y se metió entre las ramas más altas.
Cierva Veloz subió la pendiente hasta el viejo roble caído. El tronco era enorme. Siempre había sido el árbol más grande del bosque, hasta que lo alcanzó un rayo durante una tormenta del último verano. Entonces descubrieron con sorpresa que el corazón del gran tronco estaba hueco y podrido. El árbol se había partido en dos y la mitad había caído, alcanzando las ramas de sus vecinos. La otra mitad seguía enhiesta aunque muerta, esperando la inevitable tormenta que acabaría también con ella.
Aquel tronco era una fuente de leña para la aldea.
La muchacha miró el cielo. Cuando cayó el roble había abierto un gran claro en el bosque. Dejó la madera a un lado y trepó ágilmente por el tronco. Se apoyó contra una rama rota y alzó la cabeza.
—Creo que no quiero ser mujer —dijo.
Nudo Rojo era su mejor amiga. Habían compartido juegos, risas, tareas y sueños. Juntas sonreían a los muchachos y se burlaban sin piedad de ellos.
Cierva Veloz recordó aquella noche de verano, hacía menos de cinco lunas. Halcón Cazador era una líder muy astuta. Había enviado mensajeros a los pueblos vecinos para anunciar una celebración que marcaría el final de la época de desbroce de los campos. Por supuesto, cuando los invitados llegaron encontraron a la gente de Perla Plana todavía arrancando las hierbas en los campos de maíz, judías y calabaza. No les quedó más remedio que echar una mano, y la tarea, que habría durado cinco días, se concluyó en menos de uno.
Halcón Cazador disponía de grandes cantidades de comida almacenada el pasado invierno, ya a punto de ponerse mohosa. ¿Qué mejor que emplearla en llenar las barrigas de sus amigos y aliados?
Cierva Veloz había visto de reojo a Nudo Rojo y Zorro Alto, que trabajaban codo a codo. Los campos de maíz, judías y calabaza se alternaban. Aquí y allá sobresalía algún viejo tocón quemado, como el pico de un cuervo. Zorro Alto y Nudo Rojo charlaban y reían.
Al principio Cierva Veloz había participado también de sus juegos, pero después del banquete, mientras Sauce realizaba su danza de caza, sus dos amigos se habían escabullido del círculo de bailarines en torno a la hoguera ceremonial delante de la Casa de los Muertos.
Y yo los seguí. La muchacha se frotó la cara y suspiró contemplando las nubes. Los perdió entre los árboles más allá del embarcadero. Los encontró mucho más tarde, bañados por la luna en la orilla de la ensenada.
Zorro Alto había pasado hacía dos lunas la ceremonia de Ennegrecimiento para renacer como hombre, y Nudo Rojo, a sus catorce años, todavía no había tenido su primera menstruación. De todas formas, sus cuerpos estaban entrelazados. La luna teñía de plata su piel y dibujaba sombras en las nalgas y la espalda de Zorro Alto, que movía las caderas rítmicamente contra las de Nudo Rojo.
¡Qué atrevimiento!, pensó entonces Cierva Veloz. ¿Y si alguien los descubría? Un hombre no podía copular con una niña. Nudo Rojo recibiría una paliza y un terrible castigo. Y en cuanto a Zorro Alto, lo mejor que podía pasarle era quedar deshonrado, y lo peor que Nueve Muertes y los guerreros le mataran.
Cierva Veloz se deslizó como una sombra entre los árboles y se llevó la mano al corazón, mirando en torno para asegurarse de que no había nadie más.
Al día siguiente Zorro Alto se marchó con su padre, Púa Negra. Nudo Rojo caminaba como en una bruma, con la mirada perdida y expresión feliz.
—¿Tú sabes lo que estás haciendo? —le preguntó esa tarde Cierva Veloz. Estaban moliendo maíz con morteros hechos con ramas. Las dos daban golpes al mismo ritmo.
—¿A qué te refieres?
—¡A Zorro Alto! —susurró Cierva Veloz—. ¡Sé lo que ha pasado! Yo soy tu amiga, pero ¿y si alguien lo descubre? ¡Estás arruinando tu vida!
Nudo Rojo se echó a reír, inclinándose con agilidad para descargar la pesada mano del mortero sobre el maíz danzarín.
—No, amiga, es justo lo contrario. Me estoy salvando. Benditos murciélagos, Cierva Veloz, nos vamos a casar, pasaremos juntos el resto de nuestras vidas. Zorro Alto será un gran jefe algún día, tal vez incluso Mamanatowick. Y yo seré su esposa.
Cierva Veloz arrugó la frente y golpeó el maíz con renovada vehemencia.
—Supongo que Halcón Cazador y Peine de Nácar están de acuerdo.
—Estoy segura de que lo aprobarán. Mi madre siempre ha hecho lo que ha querido con Púa Negra y la aldea Tres Mirtos. ¿Por qué le iba a parecer mal lo mío?
—Zorro Alto te ha dejado ciega, Nudo Rojo. Ni la Weroansqua ni tu madre hacen nada por conveniencia o porque otros quieren. Eres la nieta de una jefa, la hija de una mujer que será jefa, no lo olvides. Tú no eres como los demás.
Aquellas palabras habían resultado proféticas. Menos de un mes antes de que Nudo Rojo se convirtiera en mujer, se anunció que había sido prometida a Trueno de Cobre.
Cierva Veloz recordaba muy bien la mirada de su amiga ese día. En su rostro se leía la conmoción, la incredulidad y la desesperación de ver rotas sus esperanzas.
No, yo no quiero ser mujer. Quiero quedarme como estoy, libre, feliz y sin más preocupaciones que mis tareas diarias.
Por la mañana las cosas llegaron a un punto crítico. Antes de que amaneciera, Cierva Veloz había acudido furtivamente a ver a su amiga. Nudo Rojo no tardó en explicarle sus planes:
—¡Me voy a escapar con Zorro Alto! Nos marchamos con la primera luz. Nos reuniremos en el embarcadero Ostra.
Cierva Veloz se frotó la cara. Sentía un vacío en el estómago al recordar cómo había suplicado a Nudo Rojo que no huyera. No podía traicionar su responsabilidad y su deber hacia el clan. Habían discutido hasta casi llegar a la violencia.
Podía haberla detenido, pensó ahora Cierva Veloz. Cerró los ojos, viendo todavía la expresión de triunfo de Nudo Rojo.
Su prima estaba loca. El Jefe de Guerra los encontraría a los dos y los llevaría a rastras al pueblo. Cierva Veloz apoyó con un suspiro el mentón en las rodillas. Tenía un mal presentimiento. En el bosque reinaba un extraño silencio. Cuando estaba a punto de seguir buscando leña percibió de reojo un movimiento. Se quedó petrificada al ver a dos decenas de guerreros pasar por la pendiente, más abajo. Llevaban los arcos preparados y sus pies apenas levantaban un murmullo entre las hojas mojadas. Estaban registrando el bosque. Llevaban la cara pintada de rojo y negro, los colores de la guerra y la muerte.
Cierva Veloz los reconoció por sus peinados: tenían el lado derecho de la cabeza afeitado, una larga trenza caía a sus espaldas y un fetiche de guerra sujetaba un moño en el lado derecho. Aquellos hombres eran del Mamanatowick Serpiente de Agua.
Pero ¿qué hacían allí, en las tierras de Perla Plana?
Cierva Veloz tragó saliva. El corazón le latía desbocadamente. Todo su ser le impulsaba a salir corriendo, pero estaba como pegada al viejo roble.
Uno de los guerreros pareció mirarla. Todo daba vueltas a su alrededor. En ese instante un conejo pasó disparado por su lado, asustado por la cercanía de los hombres, y se alejó brincando. El guerrero, distraído, lo miró desaparecer sin aminorar el paso.
Cierva Veloz se quedó allí un buen rato. Cuando por fin bajó del árbol las piernas le fallaban.
¡Tengo que avisar a la aldea!
Cierva Veloz se había ganado su nombre por ser la niña más rápida de Perla Plana. En esta ocasión hizo honor a su reputación.
Nueve Muertes sorteaba sus pensamientos como un mago hacía malabarismos con las nueces verdes. Aquella habilidad había salvado del desastre a más de una partida de guerra. Era capaz de sopesar un problema y al cabo de un instante apartarlo mientras se ocupaba de otro, para volver a retomar el primero en un fluir ininterrumpido.
Las ideas volaban por su mente mientras subía por el camino a la cabeza de cuatro guerreros.
La vida en Perla Plana era como danzar en una telaraña. Había que mover los pies deprisa para no quedarse pegado. El equilibrio era siempre precario, en el mejor de los casos. Con sólo vacilar un poco uno podía enredarse y ser presa de cualquier araña que acechara en las sombras.
Por suerte para Perla Plana y el clan Piedra Verde, Halcón Cazador siempre había sido una ágil danzarina. Había sabido mantener autónomo el territorio entre la ensenada Ostra y Arroyo Pato. A nadie le preocupaba que las aldeas independientes obtuvieran por lo general sus objetivos a través de la manipulación, la destreza militar y la intimidación: El árbitro era en último caso la supervivencia.
Pero ahora las aldeas independientes yacían como una nuez entre tres piedras. Al sur intrigaba el Mamanatowick, Serpiente de Agua, siempre deseoso de extender su influencia. Al norte, mientras tanto, al otro lado del río Pez, el tayac Rana de Piedra había fortalecido la débil coalición de aldeas conoy hasta convertirla en una fuerte confederación. Y al oeste había un elemento nuevo: Trueno de Cobre, llegado hacía menos de diez otoños a los pueblos de río arriba. Su madre, una mujer del clan Pipa de Piedra, se había casado con un mercader y le había seguido hasta los ricos cacicatos del interior. Trueno de Cobre había nacido allí y se había criado en los grandes ríos. Contaba historias de ciudades fabulosas y fantásticos templos erigidos en la cima de montañas artificiales que relucían al sol.
Nueve Muertes no daba crédito a esas historias, pero tantos mercaderes insistían en la existencia de aquellos maravillosos cacicatos, que probablemente había algo de verdad en ello.
Trueno de Cobre había vuelto de joven con el pueblo de su madre. Era ya un hombre imponente, con el rostro tatuado de forma peculiar, como si sus ojos se asomaran desde dos colas de golondrina. Llevaba un terrible garrote con una hoja de cobre incrustada. Se decía que su collar pertenecía a una sociedad secreta de guerreros que servían a los jefes Serpiente. Otros contaban que Trueno de Cobre conocía extrañas tradiciones, que hablaba con dioses extranjeros y que encantaba a los espíritus malignos a su voluntad.
Todo esto podía ser cierto, porque Trueno de Cobre había unificado los pueblos de río arriba, antes siempre enfrentados, en una sólida alianza por primera vez. Respaldado por ellos, había logrado derrotar primero a Rana de Piedra y luego a Serpiente de Agua. Había vencido en ambas batallas con un número inferior de guerreros, a pesar de lo cual había infligido grandes pérdidas en las huestes enemigas. Y ahora el Gran Tayac, como Trueno de Cobre se hacía nombrar, dominaba la ruta de comercio más importante con el interior. A lo largo de esa línea circulaba todo el cobre, el cuarzo, la riolita para hacer herramientas, las telas finas, los tintes y la esteatita para las pipas y los cuencos.
Trueno de Cobre había conseguido por sí solo un tremendo prestigio, autoridad y poder, y su fuerza parecía crecer cada año. Muchos decían que ya no había forma de detenerlo.
Pero ¿es eso cierto? ¿Qué clase de hombre puede lograr algo así?, se preguntaba Nueve Muertes mientras oía los gritos de sus hombres en el bosque.
Trueno de Cobre era algo más que un simple pariente del clan Pipa de Piedra. Había algo en él que lo colocaba por encima de los demás, y no era la supuesta divinidad de hombres como Serpiente de Agua, que creía ser en parte dios. Cada vez que se había enfrentado a él, Nueve Muertes sabía que se enfrentaba sólo a un hombre, por muy poderoso que fuera.
Pero Trueno de Cobre era distinto. Con sólo mirarle a los ojos Nueve Muertes se estremecía. Decían que el Gran Tayac llevaba un poderoso amuleto que lo hacía invencible, una tablilla con la imagen de una criatura que era a la vez hombre, ave y serpiente.
Nueve Muertes aferró con fuerza el arco que se había hecho con una rama de nogal endurecida al fuego. De todos los guerreros que había conocido, sólo cinco habían sido capaces de tensarlo al máximo. Una flecha disparada con ese arco podía atravesar a cualquier hombre protegido por un escudo de roble, por mucho que se inmiscuyeran en ello los buenos o malos espíritus.
Nueve Muertes había estado pensando en esta nueva alianza entre Halcón Cazador y Trueno de Cobre. Era algo que le concernía, siendo el Jefe de Guerra. Al fin y al cabo él tendría que enfrentarse a las iras de Serpiente de Agua y Rana de Piedra.
Las cosas estaban cambiando. Las viejas tradiciones desaparecían, en gran medida a causa de la llegada de Trueno de Cobre. De no ser por él, y por la expansión de los clanes de río arriba, todo seguiría igual en torno a la gran bahía Agua Salada. Pero Trueno de Cobre, como Okeus después de la creación, había provocado el caos, y ahora tres fuerzas se cerraban cada vez más sobre los pueblos independientes.
Nueve Muertes frunció el entrecejo. Siempre se ponía nervioso al pensar en Okeus. Al fin y al cabo, los hombres habían erigido templos y santuarios en honor del dios oscuro, adorado y aplacado mientras Ohona, dios de la creación y el orden, había quedado casi olvidado.
Nueve Muertes se sentía en lo alto de un cerro en plena tormenta de rayos y relámpagos, sin saber en qué momento le alcanzaría alguno.
Okeus y la Weroansqua tenían muchas cosas en común. Tal vez la vieja Halcón Cazador había vuelto a salvarlos mediante esta alianza con el clan Pipa de Piedra y Trueno de Cobre. Ahora habría que ver si Halcón Cazador era capaz de manejar a Trueno de Cobre. Sólo Okeus sabía lo que podía pasar si…
En ese momento una muchacha bajaba corriendo por el sendero. Nueve Muertes pensó que se trataba de Nudo Rojo, pero no tardó en reconocer a su sobrina, Cierva Veloz.
—¡Guerreros! —gritaba la niña—. ¡Tío, son guerreros! Casi dos decenas. —Se detuvo delante de él jadeando—. Junto al… viejo roble. Iban… armados con arcos… y con las caras… pintadas. ¡Y vienen hacia aquí!
—¿Quiénes son? —Nueve Muertes le tocó con suavidad la cabeza—. ¿Los has reconocido?
—¡Los hombres del Mamanatowick!
Nueve Muertes se volvió hacia sus hombres.
—Los guerreros de Serpiente de Agua están en el lado oeste del risco. Si pretenden atacar, se quedarán al final de la pendiente, justo por encima de los caminos a lo largo de la playa. Mazorca de Piedra, ve a avisar a los demás. Presa que Vuela, reúne a tus hombres. Vamos a tender una trampa a esos intrusos.
Los dos guerreros echaron a correr entre los árboles. Los otros dos hombres prepararon sus arcos mientras esperaban órdenes.
—Quédate conmigo, sobrina. Vamos a bajar la pendiente. Creo saber por dónde pasarán. —Se agachó sobre una rodilla y miró a los ojos a Cierva Veloz, que todavía jadeaba—. ¿Estaba contigo Nudo Rojo?
—No. ¿Ha pasado algo?
—Ha desaparecido. Y ahora resulta que los guerreros del Mamanatowick andan por aquí.
—Pero Nudo Rojo debería estar… —Cierva Veloz se recuperó de pronto y se apartó el pelo de la cara con expresión preocupada—. Ya. Muy bien, tío.
—Cada cosa a su tiempo, pequeña —dijo Nueve Muertes con una sonrisa—. Primero nos encargaremos de esos guerreros y luego buscaremos a Nudo Rojo. Anda, ahora ve a avisar a la aldea. Dos decenas de guerreros no son una amenaza seria, pero podrían causar problemas.
Ala de Mirlo avanzaba a toda prisa seguido de sus guerreros, debatiéndose entre la velocidad y el sigilo. No le gustaba nada merodear por la estrecha franja de tierra controlada por los famosos guerreros de Perla Plana, pero siendo el Jefe de Guerra de Cazador en el Maíz, Weroance de la aldea Estaca Blanca, tenía que asumir los riesgos que implicaba su puesto.
Ala de Mirlo se había entrenado toda su vida para aquello y ahora, en su segundo año como Jefe de Guerra, sabía que su posición era precaria.
Su única esperanza era avanzar furtivamente. Tenía que llegar deprisa, cumplir su tarea y salir antes de que el astuto Nueve Muertes adivinara lo débil que era su grupo.
Hacía sólo tres días estaba sentado ante el fuego en la casa comunal de su familia, en la aldea Estaca Blanca. Su esposa, Ojos de Nácar, contaba los últimos cotilleos mientras él cosía una nueva red de pescar. Fue entonces cuando llegó el mensajero de Cazador en el Maíz.
Ala de Mirlo se puso su mejor collar de caparazones y se ató su mirlo disecado en el lado afeitado de la cabeza, justo encima de la oreja. A continuación, armado con su garrote, fue a ver al Weroance.
Cazador en el Maíz estaba acompañado de sus sacerdotes, algunos líderes del clan y un Hombre nervudo y tatuado, un mercader llamado Percebe. Ala de Mirlo le conocía. Era un hombre holgazán que no caía bien a nadie. A juzgar por sus historias debía de tener no menos de cuatro o cinco madres, porque juraba pertenecer a varios clanes. En todos los años que Percebe llevaba recorriendo las aguas de la bahía Agua Salada, ningún clan le había solicitado y se decía que los que habían investigado su linaje nunca habían encontrado a nadie que supiera de él o de su familia.
Cazador en el Maíz miró pensativo a Percebe con expresión sombría, el mentón apoyado en la mano. Su pelo ya encanecía, y su vientre se había vuelto blando y redondeado. Los viejos tatuajes se habían desvanecido en su piel, oscurecida por la edad, hasta hacerse poco menos que irreconocibles. Serpiente de Agua, su hermano mayor, lo había puesto al mando de Estaca Blanca hacía ya casi veinte años. El nombramiento tuvo que ser respaldado al principio por los guerreros del Mamanatowick, pero con el tiempo Cazador en el Maíz había demostrado ser un hombre sólido, aunque carente de imaginación. Su deber para con su hermano consistía en estabilizar las fronteras del norte y vigilar la aldea Perla Plana y los aliados del clan Piedra Verde.
Pocos ignoraban que Serpiente de Agua quería controlar los territorios ocupados por los pueblos independientes. Con el tiempo había enviado varias expediciones, pretendiendo establecer el dominio de Perla Plana, Tres Mirtos y Ostra mediante la intimidación o la conquista. Todas sus partidas habían sido rechazadas por los guerreros Piedra Verde y sus aliados. Ala de Mirlo debía su nombramiento como Jefe de Guerra a una de aquellas incursiones en la que su predecesor, Red Hundida, había muerto en un combate con Nueve Muertes.
—Percebe nos trae noticias —le había dicho Cazador en el Maíz—. Halcón Cazador, del clan Piedra Verde, ha prometido su nieta a Trueno de Cobre. En este mismo momento la muchacha se está convirtiendo en mujer. Ve al norte con los guerreros para comprobar si lo que dice el mercader es cierto.
—¿Cuándo quieres que partamos, jefe? —preguntó Ala de Mirto, desconcertado con la noticia.
—Inmediatamente. Esta noche. Asegúrate de que Halcón Cazador se entera de que este matrimonio no es del agrado de Serpiente de Agua.
—¿Esta noche? Pero necesitaré varios días para reunir a mis hombres. Algunos están de caza, otros de pesca, no…
—¡Esta noche, Jefe de Guerra!
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le diga a Halcón Cazador que no puede casar a su nieta?
—Eso lo dejo en tus manos. Eres el Jefe de Guerra. Haz lo que creas mejor, pero el matrimonio no debe celebrarse.
Ala de Mirlo logró reunir dos decenas de guerreros, un grupo muy reducido con el que no se podía hacer gran cosa. La primera parte de su plan consistía en llegar a Perla Plana haciéndose pasar por una partida de caza.
Halcón Cazador era muy lista. No en vano había mantenido su puesto y su independencia durante tantos años. La anciana se daría cuenta de la velada amenaza. Ala de Mirlo tenía que transmitir el mensaje con astucia, sin provocar, pero dejando claras las terribles consecuencias que conllevaría aquel matrimonio.
—Nos estamos acercando —advirtió a sus hombres—. Estad alerta.
En el bosque no se veía ni una rama caída. Algunos troncos habían sido cortados con hachas de piedra. Más allá de los nogales se veía el suelo apisonado por los recolectores de nueces.
De momento todo iba bien. Con algo de suerte llegarían hasta la empalizada sin problemas. Con un poco más de suerte Halcón Cazador los recibiría cortésmente y les daría de comer. Luego él comunicaría el mensaje y volvería al sur a la caída de la noche.
Justo cuando pensaba que tenía una remota posibilidad de cumplir con su tarea, un hombre salió de detrás de un árbol y le bloqueó el paso.
Ala de Mirlo alzó la mano para detener a sus guerreros. El corazón le dio un vuelco al reconocer a aquel individuo bajo, de piernas torcidas y brazos fuertes. Su famoso arco estaba listo para disparar.
—Saludos, Jefe de Guerra —dijo Nueve Muertes—. ¿Qué haces merodeando por el territorio de Perla Plana? —ladeó la cabeza—. No pensarás atacar, ¿verdad?
Ala de Mirlo contuvo a sus nerviosos guerreros. Nueve Muertes no podía estar solo. ¿O sí? Si pudiera llevar la cabeza del Jefe de Guerra a Estaca Blanca, entonarían canciones en su nombre durante muchas lunas. Se había preparado para ello, estaba listo para matar a cualquiera que se cruzara en su camino antes de que diera la alarma. ¡Pero Nueve Muertes sería todo un trofeo!
—¿Un ataque, Nueve Muertes? No; somos una pequeña partida de caza. Puesto que nos encontrábamos justo al sur de vuestras tierras, pensamos pasar a haceros una visita, como un gesto de buena voluntad para advertiros de que estamos por esta zona.
Nueve Muertes esbozó una sonrisa.
—Me alegra oír eso, noble Ala de Mirlo…, pero me sorprende. ¿Por qué no habéis venido por el camino principal?
—Nos quedaba más lejos —mintió Ala de Mirlo, e hizo un sutil gesto para que sus hombres se dispersaran.
Nueve Muertes no dio señales de advertir nada. Parecía muy seguro de sí mismo. Ala de Mirlo tuvo un mal presentimiento.
—¿Que os quedaba lejos? ¿En una franja de tierra tan estrecha? —Nueve Muertes tensó el arco—. No des un paso más, Ala de Mirlo. Si tus guerreros se mueven, mi flecha te atravesará el corazón.
—Un hombre solo no debería hacer amenazas, Jefe de Guerra.
—Un solo movimiento y serás el primero en morir.
En ese momento se oyó un siseo. Los guerreros de Perla Plana salieron de detrás de los árboles, armados con arcos, y rodearon al pequeño grupo.
Ala de Mirlo tenía la boca seca. Si las cosas se torcían, sus hombres quedarían atrapados entre dos fuegos.
—Venimos en son de paz, Nueve Muertes. Sólo deseo hablar con Halcón Cazador. —Apoyó el arco en el suelo y sonrió—. Si hubiera venido en son de guerra, ¿crees que habría traído sólo dos decenas de guerreros?
—Si venís en son de paz, ¿por qué lleváis pinturas de guerra, arcos y flechas? —Nueve Muertes movió la cabeza—. ¿Qué voy a hacer con vosotros?
—Déjame hablar con la Weroansqua. Le daré un mensaje y luego nos marcharemos.
Cada vez salían del bosque más guerreros para unirse a las fuerzas de Nueve Muertes. Las cosas iban de mal en peor. Ala de Mirlo se mordió el labio.
—La decisión es tuya, Jefe de Guerra. Si quieres luchar seguramente vencerás. Yo en tu lugar estaría pensando justo eso. Pero te pido que consideres la situación. Si empiezas la batalla, ¿estás dispuesto a asumir las consecuencias? Vivimos tiempos peligrosos. El asesinato de un mensajero enfurecería al Mamanatowick. ¿Vale la pena una victoria fácil hoy, sabiendo que mañana habrá guerra?
—Sí y no —replicó Nueve Muertes, destensando un poco el arco—. Será mejor que me des tu mensaje. Te prometo por los dioses que lo transmitiré a la Weroansqua palabra por palabra.
—¿Por qué no dejas que lo comunique yo en persona?
Nueve Muertes esbozó una sonrisa torcida.
—Porque Trueno de Cobre está en Perla Plana. Sé que puedo controlar a mis guerreros, pero no estoy seguro de poderlo controlar a él o a sus hombres, y tampoco quiero intentarlo.
—Dime, ¿es definitivo el nuevo matrimonio?
—Yo no apostaría en su contra, Jefe de Guerra. Ese es tu mensaje, ¿verdad? Pretendes decirle a Halcón Cazador que no consume la alianza con Trueno de Cobre. Debéis de haber oído que Nudo Rojo ha tenido su primera sangre. Por eso sólo traes dos decenas de guerreros. Cazador en el Maíz se ha dejado llevar por el pánico y te ha enviado sin darte tiempo para los preparativos.
¡Maldita sea! ¿Acaso este hombre lee los pensamientos?
—¡Mi Weroance no tiene miedo de nada! No queríamos amenazar a tu pueblo, sólo hacer una advertencia de amigo.
Nueve Muertes volvió a tensar el arco.
—Bien, ya nos habéis advertido, ahora marchaos. Llévate a tus guerreros y asegúrate de estar fuera de nuestro territorio cuando el sol se ponga. Voy a dejarte con vida, Jefe de Guerra. No hagas que me arrepienta.
Nueve Muertes hizo un gesto con la cabeza y los guerreros desaparecieron.
—Ahora márchate, Jefe de Guerra.
Ala de Mirlo retrocedió, notando la gota de sudor que corría por su mejilla pintada. Habían llegado deprisa, pero se marchaban a la carrera.
—Ha faltado poco, ¿eh? —dijo Baya de Sangre.
—Muy poco.
—¿Qué le dirás al Weroance?
—Que transmitimos el mensaje. Le contaré lo sucedido.
—¿Y luego?
—Eso ya depende del Weroance y del Mamanatowick. Pero tengo la impresión de que volveremos al territorio de Perla Plana.
—Entonces Nueve Muertes se arrepentirá de habernos dejado marchar.
—Como ha dicho él, yo no apostaría en contra.
Lo último que necesitaba Nueve Muertes era ver a Trueno de Cobre. Pero ahí venía, a la cabeza de sus guerreros, tan arrogante como un alce en celo. La luz que filtraban las nubes confería a sus tatuajes un aspecto terrible y amenazador. Tal vez por eso a los lejanos jefes Serpiente les gustaba aquel diseño de horquilla en los ojos. La púa de cobre en el garrote del Gran Tayac parecía ensangrentada entre las sombras de los árboles.
—¿Hay noticias, Jefe de Guerra? —preguntó Trueno de Cobre. Sus guerreros miraban con curiosidad a los hombres que los rodeaban.
—Sí, muchas noticias.
—¿Habéis encontrado a la niña?
—Nudo Rojo es una mujer, Gran Tayac. Y no, no la hemos encontrado.
Trueno de Cobre alzó su pesado garrote.
—¿Entonces qué haces aquí? Tus hombres deberían estar buscándola.
—Estoy esperando por si mis exploradores informan de que Ala de Mirlo ha vuelto sobre sus pasos.
—¿Ala de Mirlo? No me gustan las adivinanzas, Jefe de Guerra.
—¿Ah, no? Acabo de interceptar a una partida de guerra de la aldea Estaca Blanca. Ala de Mirlo iba al mando. Sirve a Cazador en el Maíz, Weroance de Estaca Blanca, hermano de Serpiente de Agua. Ala de Mirlo traía un mensaje para Halcón Cazador. El Mamanatowick no quiere que te cases con Nudo Rojo.
Un amago de sonrisa asomó a los labios de Trueno de Cobre.
—Han tardado muy poco, ¿eh?
—Halcón Cazador y tú habéis sacudido el avispero, y los insectos zumban.
—¿Era una partida numerosa?
—Dos decenas. La hija de Red Amarilla los vio cuando salió a por leña. Estaban al pie del cerro.
—¿Y los has dejado marchar? —preguntó Trueno de Cobre con expresión sombría.
Nueve Muertes plantó con firmeza el arco en el suelo.
—Sí.
—¡Por todos los dioses! ¿Por qué?
—Yo no soy tu Jefe de Guerra. —Nueve Muertes clavó la mirada en aquellos ojos oscuros, peligrosos. Era como asomarse a un abismo capaz de absorberle el alma—. Yo sirvo al clan Piedra Verde y a la aldea Perla Plana, no a ti.
Trueno de Cobre lanzó una carcajada y le dio una palmada en el hombro, con tal fuerza que cualquier otro se habría tambaleado.
—Eres un hombre valiente, Jefe de Guerra. Espero que Halcón Cazador te aprecie en lo que vales.
—Así es. —Los guerreros de Trueno de Cobre estaban más tranquilos, algunos incluso sonreían.
—Tú y yo nos entendemos —aseveró el Gran Tayac—. Sí, nos entendemos bien. Ahora dime, de guerrero a guerrero, ¿por qué has dejado ir al enemigo?
—Conozco bien a Ala de Mirlo. Desmoralizado es mejor que muerto. Informará a Cazador en el Maíz de que el mensaje fue entregado, y los dos temblarán. Cazador en el Maíz ha actuado por su cuenta, precipitándose y enviando a sus guerreros sin estar preparados. Dudará de informar al Mamanatowick de sus actos. Por el contrarío, la muerte de un mensajero podría provocar la ira y las ansias de venganza, lo cual traería terribles consecuencias.
—De todas formas es una lástima dejarlos marchar.
—Tal vez, pero lo importante es lo que llevan con ellos. Ninguno de esas dos decenas de guerreros querrá volver. Si no les queda más remedio, vendrán con muy pocos ánimos.
Una chispa maliciosa brillaba en los ojos de Trueno de Cobre.
—Ya. Bueno, ahora vamos a buscar a mi esposa.
Nueve Muertes respiró hondo. Era curioso que Trueno de Cobre hablara de matar con más pasión de la que ponía al mencionar a Nudo Rojo.
Tengo que encontrar a Nudo Rojo, meterla en la canoa de Trueno de Cobre y acabar con esto de una vez.
Alzó el arco para hacer una señal a sus hombres.
—¡Vamos! Hay que encontrar a Nudo Rojo.