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Sobre Cuentos Escogidos de Jiménez Ure

[®, caducados] Publicado en el Diario El Universal (Caracas, Venezuela. Septiembre 27 de 1995).

De niño me gustaba oír los cuentos del acervo popular contados por mi tío Barceló, a quien yo llamaba «Tío Já Já»; o por la servidumbre, al calor del fogón que, entonces, año de 1920, era el alma de la cocina. Con el pasar del tiempo y después de leer libros de cuentos para niños y sumergirme en las historietas de piratas, indios, Búfalo Bill, detectives, llegué a la juventud. Leí muchos cuentos. Los breves me gustaron en particular. A veces, los largos me subyugaron como El corazón de las tinieblas de Conrad. Ya contaba 20 años. Era en 1935. El año en que falleció el General Juan Vicente Gómez, después de una dictadura ejercida como Presidente Constitucional o como Jefe del Ejército, el cual él mismo había creado. Gómez, su poder, su terrible soledad.

Con el tiempo, me fui apartando un poco del género narrativo al cual había sido fiel hasta los años 50. De allí en adelante, exigí algo más que leer historias bien o mal aderezadas. Elegí. El trabajo con la poesía me alejaba de la narrativa, cuando no encontraba en ella alimento para la inspiración poética y la aventura interior del espíritu. La literatura por la literatura misma empezó a aburrirme. La literatura es para algo más, pensaba, no sólo forma y técnica. Discriminé. Hallé aliento y pensamiento en Gallegos, Lawrence, Hesse, Malraux, Huxley; Céline me asombró.

Y así llegué a leer los primeros cuentos de Jiménez Ure: quedé conquistado. El título era ya un hallazgo sugerente de misterio: Acarigua, escenario de espectros[62]. Los publicaba unas ediciones desconocidas. Era en 1976. El librito contenía relatos atroces; todos podían llamarse con el título de uno de ellos: Umbral de otros mundos[63]. El personaje central, el protagonista inocultable, era la muerte; no como especulación filosófica o espiritual, sino como avasallante presencia en el aquí. Jiménez Ure, a los 24 años, imagina once situaciones, once historias para la actuación de la muerte o, mejor dicho, para conocer la entrada hacia la muerte absoluta. Por lo tanto, sus invocaciones mortales no acceden al absoluto de la muerte, pero sí develan brutalmente la condición humana capaz de todo. Elucubración no propiamente de estética narrativa, sino de metafísica existencial, admitiendo que el hombre sopesa su cadáver.

Estos cuentos iniciales, si bien mantienen la acción de muerte en el discurso escrito, revelan algo que pertenece a la Filosofía, al innatismo, a las búsquedas esotéricas; que lo pensado es más real que la realidad empírica y que la muerte física, anecdótica, accidental o buscada, el suicidio, el tormento, el crimen, son umbral de otro mundo sin reflejo. De modo que la obra toda de Jiménez Ure se mantiene dentro de estos parámetros y da lugar al despliegue de situaciones límites, paroxismáticas, que operan como negativos de un arte de pensar insólito, donde fuerza las fronteras de la realidad para asomarse, en vano, hacia otro mundo, en un ejercicio que jamás ha realizado escritor venezolano alguno.

Está emparentado, en esencia, con la obra de dos gigantes de la literatura, si literatura se puede llamar lo escrito por Kafka[64] o por Beckett[65]. Si en vez de haber nacido en Venezuela Jiménez Ure perteneciera a un país desarrollado, su obra —fundamentalmente indagadora de un más allá— ocuparía aquí un puesto de reconocimiento. Nada tiene que ver con lo fantástico: una receta.

Nunca hubiera sido un «best-seller», como no lo fueron, sea dicho de paso, ni Kafka ni Beckett. El «best-seller» es concepción de mercado y no de imaginación creadora óntica, filosófica, desordenadora del realismo y de todas las seguridades hipócritamente buscadas en lecturas vacacionales. Hasta cierto punto, la obra de Jiménez Ure podría calificarse con el término decimonónico de «maldita». No en el sentido de la bohemia en que nace y se mantiene, sino en lo arriesgado de la experiencia convulsiva y terminal. Jiménez Ure no es dado a la bohemia.

En su obra hay videncia; hay intuiciones espirituales trascendentes; hay erotismo sádico-masoquista, me atrevería a decir, casi redentor, por lo purgativo; hay ciencia-ficción; hay cultivo del crimen como acto de rebelión total; hay preocupación interior por el destino humano; hay develamiento, blasfemia, insultos congelados, parodia de secretos íntimos, aberraciones, incesto, invocación sesgada demoníaca, delirio, maleficio, descomposición, fermentaciones enigmáticas. Su obra —y es su principal mérito— elude la cantidad para buscar una calidad inusitada, la cual no se afinca ni logra su propósito en la extensión verbal, sino en lo breve, sucinto, un tajo de palabra, un filo de arma blanca en la oscuridad del mundo.

Nadie puede disfrutar leyendo a Jiménez Ure. Ingresa en lo insólito, lo desmesurado apretado en cápsula explosiva, en lo mínimo creciendo de pronto como un dinosaurio venenoso. Leerlo es un ejercicio de pensamiento y de trabajo interior. Estamos ante un universo semejante al de Bosco o Brueghel, al de los Caprichos de Goya en lo que este tiene de medieval. Y medieval es la obra toda de Jiménez Ure, por su atrevimiento ontológico propio de inspiración diabólica, por el ángel que se esconde, por la crueldad de lo representado: eterna crucifixión del hombre.

El rito fundamental del cristianismo es la crucifixión después del martirio. En nada corresponde a la herencia de poder romano que el imperio agonizante dejó a la Iglesia. Esa contradicción entre lo intemporal del sufrimiento por predicar la Verdad y lo temporal de gobernar con política el imperio que será cristiano, explica el rostro doble del Cristiano: el símbolo de la Cruz en la empuñadura de la espada. Por transferencia la Iglesia sigue y seguirá crucificando a Cristo. Sin embargo, esa dualidad esencial motivó la expansión de la Iglesia y de Cristo, una antinomia. Lo apasionante fue la absorción de los antiguos misterios de muerte y resurreccción, en el drama de la Pasión. Para el cristiano verdadero —y solemos serlo por momentos— el tránsito vital es una ruta que lleva a la muerte y a la resurrección del Juicio Final. Nacer, morir a ese nacimiento repugnante, resurgir para encontrar el verdadero camino de la muerte.

La obra de resonancia interior inagotable de Jiménez Ure, tras su apariencia demencial, demoníaca, delirante, blasfematoria, oculta la expectativa del más allá, al cual se asoman sus personajes esquemáticos, urgentes, urgidos, absurdos, espectrales, gesticulando en una representación terrorífica, sin principio ni fin, de la muerte y el sexo.

Hay que leer sus Cuentos escogidos. Nos remiten a otros conjuntos narrativos anteriores: Suicidios, Inmaculado, Maleficio, Acarigua… Jiménez Ure objetiva, en pocas palabras y en frases cortas (eficaces, taladrantes), los comportamientos humanos más increíbles, todos entre sangre, sexo, semen, extravío y muerte.

Lo que me seduce en Jiménez Ure es su falta de respeto hacia la realidad, la metafísica contenida en sus píldoras cuentísticas, en sus mini-novelas. Sus pensamientos, lucubraciones y poemas apenas transmiten el poder concentrado de su narrativa tan rica en situaciones de lo imaginario real, un modo de expresar la visión del mundo, entre la metamorfosis y la forma, la muerte y el enigma del más allá, la residencia en el umbral de todo lo que deja de ser.