La elección que Sir Jack hizo de la isla no había sido un exponente de zahorismo cartográfico. Hasta sus caprichos entrañaban dispendio. En el caso presente, los factores determinantes habían sido: el tamaño, la ubicación y los accesos de la isla, amén de la suma improbabilidad de que la Unesco la catalogase como patrimonio universal. Acceso al mercado laboral, elasticidad de la normativa urbanística, ductilidad de los lugareños. Sir Jack no preveía excesivos problemas en encandilar a los isleños: su experiencia del mundo en vías de desarrollo le había enseñado a explotar el resentimiento histórico, e incluso a engendrarlo. Además tenía en el bolsillo a los parlamentarios de la isla. Una serie de inversiones realizadas a bombo y platillo en el distrito electoral, además de la declaración de tres chaperos de Londres, firmada y guardada en la caja de caudales de un abogado de cerca del Inn Fields de Lincoln, garantizaban que Sir Percy Nutting, consejero de la reina y diputado del Parlamento, continuaría mostrando el entusiasmo debido. La zanahoria y el palo siempre funcionaban; el palo y la zanahoria, mejor todavía.
Al principio proyectaba simplemente adquirir la isla. Habían comprado varios miles de hectáreas a fondos de pensiones y comisionados de la Iglesia a cambio de bonos en la nueva empresa; el siguiente paso era convencer a Westminster de que le vendiese la soberanía. El plan no parecía inverosímil. Las últimas migajas del Imperio se estaban repartiendo por entonces de una manera que Sir Jack juzgaba enteramente racional. Las antiguas colonias se habían perdido en una ráfaga de principios súbitos acelerada por guerras de guerrillas. A los últimos enclaves se les aplicaron criterios económicos sensatos: Gibraltar fue vendido a España, las islas Malvinas a Argentina. Claro que ni el vendedor ni el comprador presentaron las cesiones como tales; pero Sir Jack tenía sus fuentes de información.
Esas mismas fuentes informaron del hecho decepcionante de que Westminster había endurecido su postura respecto a vender la isla de Wight a un particular. Habían puesto reparos especiosos de integridad nacional. Pese a la presión ejercida por un grupo de diputados leales a Sir Jack, el gobierno se negó de plano a poner precio a la soberanía. No está en venta, dijeron. Este rechazo, al principio, enfurruñó un poco a Sir Jack, pero enseguida recuperó el humor. En definitiva, había algo inherentemente insatisfactorio en la misma naturaleza del trato. Querías comprar algo, el propietario fijaba un precio y al final lo obtenías por menos. ¿Dónde estaba la gracia?
En efecto, ¿no había algo anticuado en el concepto mismo de propiedad o, mejor dicho, en su adquisición por medio de un contrato formal, en el cual se recibe un título a cambio de una determinada suma? Sir Jack prefería repensar todo el concepto. Era sin duda cierto que la propiedad carecía de importancia siempre que tú ejercieras el control: y sí, por el momento él tenía todas las opciones de compra de tierras y todas las licencias de urbanización necesarias. Tenía los bancos, los fondos de pensiones y las compañías de seguros correspondientes. La relación entre deuda y fondos propios era incontestable. Naturalmente, no se había arriesgado capital, más allá de la fase de siembra; Sir Jack creía en invertir el dinero ajeno en los negocios que planeaba él. Y, sin embargo, más allá y por debajo de toda esta piratería lícita, yacía un impulso más primario, un anhelo atávico de suprimir el papeleo de la vida contemporánea. Habría sido injusto calificar de bárbaro a Sir Jack, aunque algunos lo hacían; pero en su interior se removía un ansia de recrear métodos preclásicos, preburocráticos, de adquirir propiedad. Métodos como el robo, la conquista y el pillaje, por ejemplo.
—Campesinos —dijo Martha Cochrane—. Va a necesitar campesinos.
—Mano de obra barata, los llamamos hoy día, Martha. No es problema.
—No, hablo de campesinos. Como los palurdos que mastican pajas. Hombres con blusones, idiotas de pueblo. Tipos con guadaña al hombro que aventan el heno, si es lo que se aventa. Que trillan y criban.
—La agricultura —contestó Sir Jack— está sin duda prevista como telón de fondo y como visita secundaria y facultativa. Las chicas de campo no seréis olvidadas.
Su sonrisa era una mezcla de insinceridad e impaciencia.
—No hablo de agricultura. Hablo de personas. Nos pasamos el tiempo comentando la salida del producto, el perfil del visitante, las estructuras de la exposición, el rendimiento y la teoría del ocio, pero parece que olvidamos que uno de los señuelos más antiguos en este negocio es dar publicidad a la gente. A la gente cordial, amistosa, natural. Los ojos irlandeses son risueños, pondremos carteles de bienvenida en las laderas y todo ese rollo.
—Estupendo —dijo Sir Jack, un tanto receloso—. Podemos considerarlo. Una sugerencia muy positiva. Pero su manera de decirlo implica que prevé un problema.
—Dos, en realidad. Primero, no tenemos materia prima. Es decir, nadie de esa mano de obra barata de la isla ha visto cereales más que en forma de copos en un cuenco.
—Entonces se pondrán a trillar, o lo que sea, con el entusiasmo de una generación nueva que empieza desde cero.
—¿Y la cálida hospitalidad tradicional?
—Eso también puede aprenderse —respondió Sir Jack—. Y al ser aprendida será más auténtica. ¿O es una idea demasiado cínica para usted, Martha?
—Puedo soportarla. Pero hay un segundo problema. A saber, ¿cómo hacemos publicidad de los ingleses? Venga a ver a los representantes de un pueblo ampliamente considerado, incluso según nuestra propia encuesta, frío, esnob, retrasado emocional y xenófobo. Así como pérfido e hipócrita, desde luego. Quiero decir que sé que a los machos les gustan los retos…
—Bien, Martha —dijo Sir Jack—. Excelente. Por un momento he temido que tratase de ser constructiva y útil. De modo que, machos, ganaos el alpiste, trillado a mano o procesado industrialmente, según el caso. ¿Jeff?
Martha, al observar al promotor de concepto mientras éste hacía una pausa de reflexión, comprendió que Jeff era la excepción en el comité. No parecía tener una agenda personal; parecía haberse consagrado al Proyecto; parecía abordar los problemas como si requiriesen soluciones; parecía también ser un hombre casado que no se le había insinuado. Todo era muy raro.
—Bueno —dijo Jeff—, lo primero que se me ocurre es que la mejor política consiste en halagar al cliente antes que al producto. Por ejemplo: tómese una pinta de cerveza Jolly Jack en el Old Bull and Bush, conozca a los pintorescos parroquianos y vea cómo se extingue la legendaria reserva de los ingleses. O bien: no se entregan fácilmente, pero cuando lo hacen su amistad es para toda la vida y rodeará todo el planeta.
—Esto último suena un poco a amenaza, ¿no? —dijo Mark—. La gente no va de vacaciones para hacer amistades.
—Yo creo que en eso te equivocas. Todos los sondeos que hemos hecho indican que la otra gente, es decir, los que no son ingleses, con frecuencia consideran que hacer amistades en vacaciones es un suplemento; más aún, un enriquecimiento de sus vidas.
—Qué curioso. —Mark lanzó una risa incrédula y dirigió la mirada a la corpulencia impasible de Sir Jack, en busca de pistas—. ¿Van a venir a la isla para eso? Todo ese superdólar y yen largo va a venir a compadrear con nuestra mano de obra barata, a intercambiar polaroids y direcciones y demás. «Aquí Worzel, de Freshwater, les hace una demostración de la vieja costumbre inglesa de beberse una pinta de Old Skullsplitter con una ramita metida en cada orificio de la nariz…» No, lo siento, no trago.
Mark dedicó una mirada borrosa al comité y resopló en silencio para sus adentros.
—Mark nos brinda una muestra convincente de esas mismas características inglesas que acabo de describir —comentó Martha.
—Bueno, ¿por qué no? —dijo Mark, entre bufidos—. Al fin y al cabo, soy inglés.
—Al grano —dijo Sir Jack—. Puede o puede que no haya aquí un problema. Vamos a resolverlo, de todas formas.
Emprendieron la tarea. Se trataba, sobre todo, de enfoque y de percepción. Ya habían establecido que la agricultura estaría representada por dioramas verídicos, claramente visibles para el tráfico, ya fuese un taxi de Londres, un autobús de dos pisos o un carruaje de dos ruedas. Pastores repantigados debajo de árboles orientados en dirección del viento apuntarían con sus cayados y silbarían en falsetto a antiguos perros ingleses para que congregaran a los rebaños; rústicos con blusones y horquetas de madera aventarían heno sobre almiares esculpidos en forma de animales; guardabosques detendrían a cazadores furtivos en el exterior de un cottage de Morland y les pondrían en los cepos junto al pozo de los deseos. Lo único que hacía falta era dar un salto conceptual desde el estatuto decorativo a las posibilidades efectivas. Al pastor repantigado le encontrarían más tarde en el Old Bull and Bush, acompañando jovialmente al guardabosques que tocaba la gaita a través de un surtido de auténticas trovas campestres, algunas seleccionadas por Cecil Sharp y Percy Grainger, y otras escritas medio siglo atrás por Donovan. Los aldeanos que hacinaban heno abandonarían su torneo de bolos para hacer sugerencias gastronómicas, el cazador furtivo explicaría sus artimañas y entonces el viejo Meg, en cuclillas sobre el murete de la chimenea, posaría la pipa de arcilla y vertería la sabiduría ancestral. Decidieron que era cosa de poner en primer plano el telón de fondo. Cuestión de técnica, más bien.
—Por otra parte —dijo Mark.
—Sí, Marco. ¿Se nos avecina algún otro arranque antipatriótico?
—No. Quizá sí. Parece que hoy estoy tomando el relevo de Martha. Es sólo que… ¿no les parece que habría que tener cuidado con el síndrome del camarero californiano?
—Ilustre a una mente pueblerina —dijo Sir Jack.
—Es lo del fulano que en lugar de apuntar en un cuaderno lo que quieres comer y cierra el puto pico —dijo Mark, con virulencia—, se sienta en la silla de al lado y te habla del modo pacífico con que cascan las avellanas y pretende que le hables de tus alergias.
Sir Jack simuló asombro.
—Marco, ¿es una experiencia que le ocurre a menudo? ¿Elige bien los restaurantes? Confieso que mis vivencias son tan limitadas que todavía no he conocido a ningún camarero que me interrogue sobre mis alergias.
—¿Pero comprende el sentido general? ¿El de que uno entra en un pub a tomarse una pinta en paz y se encuentra con un maloliente jugador de bolos que te echa encima la cerveza y trata de ligarse a tu mujer?
—Bueno, eso es una experiencia intrínsecamente inglesa —observó Martha.
Jeff tosió.
—Oye, eso es de lo más improbable. Nuestras normas de higiene y las referentes al acoso sexual excluyen semejante escena. En cualquier caso, han decidido ir a un pub, ¿no? Estamos pensando muchos otros sitios donde se pueda cenar. Habrá para elegir desde el banquete de fin de semana del Country House hasta el servicio de habitaciones.
—Sólo que… No es esnobismo —dijo Mark—. Bueno, a lo peor sí. ¿Le estás pidiendo a un currante, que antes trabajaba en una fábrica de calcetines o algo parecido, que se ponga a trillar todo el día y que luego se vaya al pub y que en vez de hablar de sexo y de fútbol con sus colegas, que es lo que le apetece, le estás pidiendo que además haga de paleto para visitantes que muy posiblemente son, lo diré en voz baja, más inteligentes y huelen mejor que nuestro fiel empleado?
—Luego puede irse a cenar con el Dr. Johnson en el Cheshire Cheese —dijo Jeff.
—No, no es eso. Es algo como… ¿alguna vez has visto una obra de teatro que cuando se acaba los actores bajan del escenario y se pasean entre el público estrechando manos, como diciendo, eh, ahí arriba sólo éramos producto de tu imaginación, pero ahora ves que somos de carne y hueso como tú? La idea me inquieta.
—Porque eres inglés —dijo Martha—. Piensas que tocarte es una invasión.
—No, se trata de mantener separada la ilusión de la realidad.
—Eso también es muy inglés.
—Cojones, soy inglés —dijo Mark.
—Nuestros visitantes no lo serán.
—Niños —les regañó Sir Jack—. Caballeros. Señora. Una modesta propuesta de la presidencia. ¿Qué les parece una cafetería en la isla que se llame El Capuchino Sucio y cuyo propietario sea el signor Marco?
La obligatoria carcajada colectiva puso punto final a la reunión.
—Dígale a Woodie que es hora —dijo Sir Jack. Esa tarde lucía los tirantes de la Académie Française, que retrospectivamente juzgó oportunísimos: la reunión había estado jalonada de bon mots y aperçus[14] pitmanescos. El Comité había sido obsequiado con un tour d’horizon[15] de excepcional circunferencia.
La Susie actual era una Susie nueva, y en ocasiones no se acordaba del motivo por el que la había contratado. Por el apellido, desde luego, y por su padre y por el dinero de su padre, etc., y por su sonrisa algo descarada y por una especie de sexualidad dúctil que él intuía debajo de aquellas ropas ceñidas… Pero éstas eran las razones normales para contratar secretarias. Lo que asimismo quería de Susie era un toque de instinto subcutáneo, de percepción extrasensorial, de je ne sais quoi.[16] Cualquiera pensaría que el trabajo consistía simplemente en transmitir información fidedigna de una manera educada.
—Oh —dijo Susie por teléfono y, a continuación, con una sonrisa inadecuada—. Me temo que Woodie se ha tenido que ir a casa, Sir Jack. Creo que otra vez tenía molestias en la espalda.
Sir Jack la corregiría en otro momento a propósito de «Woodie». Él le llamaba Woodie. Ella tenía que llamarle Wood.
—Llame a cualquier otro.
Nueva murmuración en un tono totalmente erróneo: el de los crudos hechos, más que el de enorme consternación por el contratiempo de su jefe.
—Se han ido todos, señor. A la conferencia de los servicios sociales. Puedo llamarle a un taxi.
—¿Un taxi, joven? ¿Un taxi? —Era algo tan fuera de lugar que casi divirtió a Sir Jack—. ¿Se imagina la reacción del mercado si me fotografiasen tomando un taxi? ¿Cincuenta puntos? ¿Doscientos? Debe de haber perdido los sesitos, mujer. ¡Un taxi! Llame a una limo, una limousine. —Dio a la palabra un sesgo francés, para demostrar que una reprensión incrédula podía cohabitar con el humor—. No. —Sopesó brevemente—. No, me llevará Paul. ¿No es así, Paul?
—La cosa es, Sir Jack —dijo Paul, sin mirar a Martha pero pensando en la zona inmediata de detrás y encima de su rodilla izquierda, en la diferencia entre dedo y lengua, entre piel sedosamente cubierta y pura carne, entre pierna y pierna levantada—. Verá, tengo una cita.
—En efecto. Tiene una cita conmigo. Tiene una cita para llevarme a ver a mi tía May. Así que agénciese una puta gorra, saque del garaje su puto Jaguar propiedad de la empresa y lléveme a Chorleywood.
La erección incipiente de Paul volvió a esconderse en su ratonera. No se atrevió a mirar a Martha. No le importaba que le humillasen delante de los demás —todos sabían cómo se las gastaba Sir Jack—, pero delante de Martha… Martha. Tres minutos después, estaba inclinándose para abrir la portezuela trasera de su coche. Sir Jack hizo una pausa engorrosa y esperó hasta que Paul hubo hecho un saludo torpe, un recuerdo tieso de alguna película de guerra.
—Muy amable por su parte —dijo la voz que tenía detrás de la oreja, mientras el guarda levantaba la barrera con un saludo más avezado—. Estoy seguro de que no le importará que mencione un par de puntos. Se diría que su coche, que a todo esto es mi coche, puestos a pensar en ello, acaba de recorrer marcha atrás un campo arado en persecución de un zorro. Lo inlavable en pos de lo incomestible, por hacer una frase. Póngase siempre otra corbata cuando me transporte, algo más sencillo, negra a secas, más bien. Y el orden de la secuencia es el siguiente: quitarse la gorra, ponérsela debajo del brazo izquierdo, cuadrarse, saludar. Capito?
—Sí, señor.
Salvo que Paul preferiría simular un ataque epiléptico antes que volver a pasar por aquel trago.
—Bien. Y sin duda Martha le estará esperando más tarde y le dará un beso todavía más grande. —Los ojos de Paul, instintivamente, fueron al espejo, pero los de Sir Jack ya estaban allí, desdeñosamente victoriosos—. Concentre su atención en la carretera, Paul, su conducta es impropia de un chófer. Pues claro que lo sé. Sé todo lo que necesito saber. Por ejemplo, y esto puede servirle de consuelo, sé que hay pocas cosas en el mundo que se estropean si se les hace esperar. El arroz, por supuesto, y los suflés, y un buen borgoña añejo. Pero ¿las mujeres, Paul? ¿Las mujeres? Según mi experiencia, no. De hecho diría lo contrario, sin ánimo de incurrir en indelicadeza.
Sir Jack se rio entre dientes como un viejo verde en un escenario de teatro y soltó las correas de su maletín. Mientras avanzaba a lentos acelerones entre parpadeos húmedos de luces de freno, el captador de ideas racionalizó las cosas que conocía tan bien. El ego de Sir Jack necesitaba tal cantidad de oxígeno que estimaba lógico y justo extraerlo de los pulmones de aquellos que tenía cerca. Sir Jack era un patrón normalmente exigente que pagaba bien y esperaba perfección: cuando no la obtenía, alguien debía pagarlo. Que te tocara a ti esta semana, ese día, ese microsegundo, no significaba nada. Conclusión: la humillación era totalmente injustificada, pero la injusticia misma, la enormidad de la regañina, probaba que Sir Jack no la tenía tomada contigo. Otra alternativa: el hecho de que sí la hubiese tomado contigo, de que te hubiese escogido para dispensarte semejante trato, te volvía especial, tanto ante él como ante ti mismo. Si no le importase no se habría tomado la molestia. Era casi su manera de manifestar afecto.
Paul se dijo todo esto mientras el tráfico embotellado empezaba a despejarse. Porque de lo contrario se vería obligado a girar ligeramente el volante, simplemente así, y estrellar el Jaguar contra el camión que se acercaba y matarse los dos. Sólo que cualquier empleado de Pitco le habría dicho lo que sucedería: Paul terminaría hecho picadillo, mientras que Sir Jack saldría vigorizado del accidente, ávido de filosofar acerca de la generosidad de la Providencia ante el primer equipo de televisión que llegara al lugar del siniestro.
Al cabo de una hora de trayecto silencioso, durante el cual Paul notó que decrecía su amor propio, llegaron a un barrio residencial donde había hayas goteando y farolas que iluminaban alarmas antirrobo.
—Aquí mismo. Dos horas. Y mis chóferes no beben.
—Está lloviendo, Sir Jack. ¿Le acompaño hasta la puerta?
—Paraguas. Paquete.
Paul desempeñó con torpeza la secuencia de la gorra, la puerta y el saludo, y vio a Sir Jack alejarse con una botella de sherry envuelta debajo del brazo. Volvió a subir al coche, tiró la gorra al asiento del pasajero y empuñó el teléfono. Lo siento, Martha, siento no haber podido mirarte. Espero que no me odies ni me desprecies. Te amo, Martha. Y tienes razón con respecto a Sir Jack, siempre la has tenido, aunque a mí no me gustase admitirlo. Puede que mañana diga algo distinto, pero hoy tienes razón. ¿Todo va bien todavía? ¿No te he perdido? No, ¿verdad que no?
Mientras marcaba, a medida que la sangre y el amor propio renacían, Paul se detuvo. Claro: su patrón probablemente recibía un listado de números marcados desde todos los coches de la empresa. Era la clase de detalle que Sir Jack nunca descuidaba. Podía haber sido la manera en que había averiguado lo de Martha. Y si Paul la telefoneaba ahora, Sir Jack lo descubriría y lo retendría en su vengativa memoria de elefante, a la espera de algún momento propicio, algún momento desagradable en público.
Así pues, una cabina. Que escasean actualmente. Paul recorrió las calles vacías, doblando al azar esquinas. Un ocasional paseante de un perro, un respetable alcohólico renqueando con provisiones hacia casa, ni la menor señal de una cabina, y de pronto, veinte metros más allá, en una avenida en curva de casas individuales iluminadas por réplicas de farolas de gas victorianas, sus faros detectaron un paraguas de golf a rayas. No te jode. ¿Y ahora qué: pasar de largo o frenar en seco? Hiciera lo que hiciese sería un error, o Sir Jack encontraría alguna razón para que lo fuese. A todo esto, probablemente había anotado el kilometraje antes de apearse y le cobraría a Paul el exceso de gasolina consumida.
Pasar de largo tal vez fuese una impertinencia aún mayor: mejor pararse. Paul frenó lo más suave que pudo, pero el paraguas con patas no interrumpió su marcha. Siguió adelante y desapareció por un camino de entrada. Al cabo de unos minutos, Paul soltó el freno de mano y dejó que el coche bajara por la avenida. La tía May vivía en una casa de época, con tejado de tejas, pulcros setos de arbustos y una placa de madera tallada, atornillada contra un abeto. Ardoch, se llamaba la casa. Paul se imaginó a una frágil solterona, con una gargantilla de encaje en el cuello, que ofrecía pastel de alcaravea y una copa de madeira. Luego la convirtió en una fornida y perfumada judía vienesa, echando más cucharadas de nata en la Sachertorte. Luego —quizá los tirantes de Sir Jack fuesen una pista— la transformó en una irónica parisina de huesos finos, cuya chaqueta de tweed, con la manga remangada, descubría elegantemente el antebrazo mientras vertía una tisana por un pitorro de plata. Sir Jack podía ser un animal a veces, pero en su favor hablaba la compasión que sentía por su tía May, sus infalibles visitas mensuales.
Paul, contemplando torvamente la casa, procuraba no pensar en Martha. Se preguntó si Ardoch sería oficialmente propiedad de Pitco. Sería muy típico de Sir Jack haber incluido a su tía en la nómina, con la añadidura de una casa espaciosa. Pasó el tiempo. Llovió. Paul miró la gorra que descansaba en el asiento contiguo. ¿Estaba Sir Jack celoso de Martha? ¿De él y de Martha? ¿Era eso? Después hizo algo, obedeciendo a un impulso de rebeldía irreflexiva. Sacó del bolsillo la grabadora, medio simulando que era un teléfono desde el cual podía llamar a Martha, y activó el micrófono corporal de Sir Jack.
El radio especificado del instrumento era quince metros, un alcance necesario los días en que a Sir Jack le gustaba deambular meditabundo por salas tan amplias como sus pensamientos. La fachada de Ardoch estaba a nueve metros, y sin duda las paredes reducían la fuerza de la señal. Pero las tres palabras que grabó Paul, que más tarde, esa noche, reprodujo para Martha, y que les quitaron el interés inmediato por el sexo, se oían tan claramente como si Sir Jack hubiese estado sentado ante su escritorio.
El Jaguar estaba en el punto original de cita; seguía lloviendo cuando el paraguas a rayas apareció ante la vista. El saludo de Paul fue impecable. En el espejo retrovisor, la expresión de Sir Jack era de benévolo reposo. Llegaron a su apartamento a las once menos cuarto, y Paul hizo un gesto de gratitud con la cabeza cuando un billete de cien euros fue deslizado por dedos que tanteaban en el bolsillo superior de su chaqueta. Pero la gratitud se la inspiraba otra dádiva.
—¡T… P… P! —susurró Paul al emerger de una breve cabezada poscoito. La presión que hacia afuera hizo la risa de Martha le expulsó la polla, y ella le empujó hacia un lado para dejar espacio a sus pulmones.
—Quizá sólo estuviese contando una historia.
Ella estaba siendo deliberadamente cauta.
—¿A su tía? ¿Con ese remate? No, tiene que ser cierto.
Martha quería que lo fuera; más que nada quería conservar a Paul como cuando había aparecido tres noches antes: serenamente colérico, serenamente triunfal, rompiendo en pedazos un billete de cien euros. No quería que recobrase aquella sensatez respetuosa, de ejemplar del rebaño de Pitco con el hierro de la empresa en la grupa. Quería que por una vez él dirigiese.
—Mira —dijo Paul—, la casa no figura en el censo de propiedades de la empresa, y seguramente estaría incluida si ella fuese su tía May. Y estaría en nómina. Y ya te he dicho que él nunca falla. Va todos los primeros jueves del mes. En alguna ocasión, Wood le ha llevado allí derecho desde Heathrow. Y tampoco sale con ella nunca.
—A lo mejor está en una silla de ruedas o paralizada.
—Nadie visita de ese modo a una tía, aunque esté en una silla de ruedas.
Martha asintió.
—A no ser que sea otra clase de tía.
—¡T… P… P…!
—Cállate. Me muero. —Reírse tumbada de espaldas era casi insano. Se sentó en la cama y miró la cara boca abajo de Paul. Le cogió el lóbulo de la oreja entre el pulgar y el índice—. ¿Qué crees que debemos hacer?
—Averiguarlo. O sea, que alguien lo averigüe.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué?
Paul reaccionaba como si su liderazgo estuviese en entredicho.
—Primero tenemos que saber lo que andamos buscando.
—Garantías.
—¿Garantías?
—Hasta los admiradores más fervientes de Sir Jack —miró a Martha como si él se disociara de ellos— admitirían que su política de contratar y despedir no siempre se basa en méritos de los candidatos.
Martha asintió.
—¿Me ves enfocada cuando no tienes puestas las gafas?
—Tú siempre estás enfocada —dijo él.
Eligieron como agente a Gary Desmond. Hasta hacía poco, Gary había sido una firma clave en la cadena de periódicos propiedad de Sir Jack. Gary Desmond había desalojado a tres ministros, uno de ellos mujer; había divulgado el nombre del hijo natural del capitán del equipo inglés de críquet, deplorado la adicción a la cocaína de tres metereólogas de la televisión y, por último, efectuando tan sólo unos pocos allanamientos de morada, había presentado a su patrón pruebas fotográficas de las sesiones de trío en la cama del príncipe Rick con chicas de alterne carísimas.
¿Se había confiado demasiado o era simplemente ingenuo? Fuera como fuese, había dado por supuesto algo erróneo: que los parámetros morales de sus artículos, con el respaldo entusiasta del propietario y los lectores, eran de algún modo auténticos; y si no auténticos, al menos inmutables. Pero Gary Desmond, que esperaba, con un retruécano modesto, llamar a su artículo su logro «soberano», descubrió que era posible triunfar excesivamente, de un modo que desafiaba la supuesta realidad de su oficio. Se había producido, desde luego, una conmoción general cuando reveló que un joven «a dos palmos del trono», financiado con dinero público y pagado por representar a la nación en viajes al extranjero, había retozado lánguidamente con Cindy y Petronella en uno de los «lujosos palacios» proporcionados por los contribuyentes. Pero a medida que día tras día continuaban las revelaciones, la censura por lascivia había dado paso de algún modo a la vergüenza y luego a una especie de autorreproche patriótico. A una escala más local, esta evolución había ocasionado que Sir Jack se pusiera sus tirantes de la Cámara de los Lores con el temor de no conseguir el armiño a juego.
El reportaje de Gary Desmond se mantuvo tan sólido como Pitman House; la evidencia gráfica no admitía réplica, y las chicas no tenían entre las dos ni una multa por aparcar en zona prohibida. A pesar de todo, a Gary le dieron el finiquito. El mismo periódico que antes publicaba sus exclusivas le tachó de «sórdido sabueso que ha ido demasiado lejos». Se hizo referencia —y esto era totalmente extemporáneo— a un viaje de investigación a las Antillas del que, estrictamente hablando, no había resultado nada publicable. Se había llevado con él a Caroline, del departamento de contabilidad, y los hijos de puta habían publicado una instantánea de ella visiblemente desmejorada, con el sostén del bikini a media asta, que sólo podían haber obtenido mediante robo o soborno serio. Todo lo cual había contribuido a que fuese algo difícil contratar a Desmond en el futuro inmediato.
Martha y Paul se entrevistaron con él en el salón de un hotel turístico.
—El trato es el siguiente —dijo Martha—. La historia es nuestra. Nosotros decidimos si se divulga o no. Podría ser más útil no publicarla. Le pagaremos sus honorarios, un suplemento si el resultado es bueno, y otro más por la publicación o el secreto, según decidamos. De esta forma usted no sale perdiendo en ningún caso. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo el periodista—. Pero ¿qué pasa si la cosa se airea?
—No puede ocurrir, si usted no se va de la lengua. Lo sabemos nosotros, lo sabe usted y punto. Eso es todo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —repitió Gary Desmond.
En retrospectiva, comprendía el modo en que se había comportado Pitman House en el asunto del príncipe Rick. Le habían asegurado que tanto el Palacio como el Ministerio de Interior habían ejercido una «presión insólita». El despido había sido satisfactorio, incluso equitativo; sus derechos de pensión no se vieron afectados; la cláusula de secreto era normal en las circunstancias. Gary Desmond no carecía de imaginación; sabía que esas cosas ocurrían. Pero lo que no podía perdonar, y lo que le inducía a concertar un trato en el asunto presente, era el comentario que Sir Jack había hecho al subir a su limusina bajo la sombra del saludo de Wood. «Yo siempre digo», había dicho su antiguo patrón a la jauría de gacetilleros presentes, «siempre digo que no te puedes fiar de alguien que tiene dos nombres de pila.» La frase, que ocupó los titulares de tres periódicos, le seguía doliendo a Gary Desmond.
La experiencia del desayuno en la isla comenzó con la búsqueda de un logotipo. El departamento de diseño presentó docenas de propuestas, en su mayoría revisiones no reconocidas y sigilosos hurtos de símbolos conocidos. Un cierto número de leones rampantes a distintas alturas; una variedad de coronas y tiaras; torres y almenas de castillos; el rastrillo al bies del palacio de Westminster; faros, antorchas llameantes, siluetas de monumentos históricos; perfiles de Britannia, Boadicea, Victoria y san Jorge; rosas de todas clases, simples y dobles, de té y floribundas, brezo, col, escaramujo y navideñas; hojas de roble, manzanas y árboles; palos de críquet y autobuses con imperial, acantilados blancos, Beefeaters, ardillas rojas y un petirrojo en la nieve; fénix y halcón, cisne y perro talbot, águila y papagayo, hipogrifos e hipocampos.
—No sirve ninguno. —Sir Jack transportó desde la mesa de batalla hasta la alfombra de flecos una resma de sugerencias recientes—. Son demasiado entonces. Quiero un ahora.
—Podrían servir sus iniciales enlazadas.
Ojo, Martha: no confundas el cinismo profesional con un desprecio de aficionado. Pero desde que habían descubierto lo que creía que habían descubierto, su actitud hacia Sir Jack había cambiado; y la de Paul también.
—Lo que buscamos —dijo Sir Jack, sin prestarle atención y aporreando la mesa enfáticamente— es magia. Queremos un aquí, queremos un ahora, queremos la isla, pero también queremos magia. Queremos que nuestros visitantes sientan que han atravesado un espejo, que han abandonado su mundo personal y entrado en uno nuevo, distinto pero extrañamente familiar, donde las cosas no se hacen como en otros lugares habitados del planeta, sino como en un sueño raro.
El comité aguardó, a la espera de que las complicadas exigencias de Sir Jack no fueran sino el prefacio de una respuesta aplaudible. Pero la pausa dramática normal se alargó hasta un silencio preocupado.
—Sir Jack.
—Max, mi querido amigo. No es la primera voz que yo hubiese esperado.
El Dr. Max esbozó una sonrisa forzada. Ese día vestía tonos pardos, de corteza de árbol. Dio un toque supersticioso a su pajarita y formó con los dedos la aguja de una iglesia para indicar que adoptaba su faceta de comentador televisivo.
—Un día, entre principios y mediados del siglo diecinueve —comenzó—, una mujer se encaminaba hacia el mercado de Ventnor con una cesta de huevos. Como venía de uno de los pueblos costeros, lógicamente tomó el camino del acantilado. Empezó a llover, pero ella, precavidamente, había cogido un paraguas. Puesto que la tecnología paragüera se hallaba en sus primeros balbuceos, era un artilugio voluminoso y macizo. Había recorrido una cierta distancia del camino a Ventnor cuando una fuerte ráfaga de viento, procedente de tierra adentro, la pilló desprevenida y la lanzó volando por el borde del acantilado. Ella creyó que iba a matarse; al menos, presumo que creyó tal cosa, dado que cualquier persona normal en una tesitura semejante habría supuesto que iba a matarse, y no hay indicios de que ella fuese anormal en este sentido, pero el paraguas obró como un paracaídas y amortiguó su descenso. Las ropas, asimismo, se le inflaron de forma que frenaron la velocidad de la caída. No sabemos con exactitud las prendas que vestía, pero cabe imaginar que se trataba de un miriñaque de muselina o algo parecido, por lo que en efecto tenía dos paracaídas, uno arriba y otro abajo. Aunque al decir esto me asalta una duda: seguramente el miriñaque era una vestimenta que usaban las clases elegantes y burguesas, pues su redondel denotaba a las claras el carácter protegido, de noli me tangere, de aquellas mujeres. Me pregunto si la vendedora de huevos habría podido pertenecer a la clase media. ¿O tal vez la existencia de una próspera industria pesquera en la isla determinaba que las ballenas, ese adminículo esencial para conferir rigidez a la lencería femenina, abundasen más allí que en el restante territorio nacional? No es exactamente mi dominio, como ustedes saben, y necesitaría investigar un poco sobre la ropa interior que usaban las clases vendedoras de huevos en el decenio probable durante el cual aconteció el incidente que refiero…
—Siga contando su puñetera historia. Basta de cháchara —gritó Sir Jack—. Nos tiene en vilo.
—Nunca mejor dicho. —El Dr. Max no prestó más atención a Sir Jack que a un espectador molesto en un plato—. En suma, como ven, la mujer descendía con su cesta de huevos colgada de un brazo y el paraguas y el miriñaque sostenidos por corrientes de aire que ascendían desde tierra firme. Me la imagino avistando el mar, murmurando una oración y mirando la arena blanda que se acercaba a su encuentro. Aterrizó sin percance en la playa, totalmente indemne, según mis noticias, y el único daño sufrido fueron unos cuantos huevos cascados en la cesta.
La expresión de Sir Jack era de un placer exasperado. Dio una chupada a su habano y la irritación menguó.
—Me encanta. No me creo una palabra de esa historia, pero me encanta. Es aquí, es magia y la podemos convertir en ahora.
El logotipo fue dibujado una y otra vez, en estilos que oscilaban desde el hiperrealismo prerrafaelita hasta algunas pinceladas expresionistas. Subsistieron ciertos elementos clave: el giro de los tres vuelos, el del paraguas, el gorro y las faldas al viento; el talle estrecho y los pechos opulentos correspondientes a una mujer de aquella época, y la hemisférica cesta rústica cuyo orbe completaba la redondez de los huevos. Lejos de los oídos de Sir Jack, el motivo se denominaba «La reina Victoria enseñando las enaguas»; dentro de su alcance auditivo, recibía una serie de nombres provisionales —Beth, Maud, Delilah, Faith, Florence, Madge— que al final cristalizaron en Betsy. Alguien recordó, o descubrió, que antiguamente existía una expresión —«Cielos, Betsy»— que parecía convenía al nombre elegido, aun cuando nadie sabía qué quería decir exactamente el modismo.[17]
Ya tenían el logotipo, que contenía a la vez el aquí y la magia; el departamento tecnológico proporcionó el ahora. Su lógica propuesta inicial fue que un doble ataviado con indumentaria victoriana reprodujese el vuelo de Betsy cuando el viento soplara en la dirección propicia. Se eligió para ello un paraje al oeste de Ventnor; si los ensayos tenían éxito, podrían reivindicar y ensanchar la playa para que ofreciese una pista de aterrizaje segura; los visitantes podrían contemplar la caída desde tribunas o desde esquifes anclados a poca distancia de la orilla. Se efectuaron una serie de experimentos para determinar la óptima velocidad del descenso, la fuerza del viento, la expansión del paraguas y las dimensiones del miriñaque. Veinte descensos con muñecos precedieron al día en que Sir Jack, con prismáticos que le planchaban las cejas y las piernas separadas para mantener el equilibrio en el suave oleaje, presenció la primera prueba realizada en vivo. A las tres cuartas partes del descenso, el corpulento «Betsy» pareció perder el control del miriñaque, los huevos cayeron en cascada de la cesta y el hombre aterrizó en la playa al lado de una tortilla improvisada y sufrió tres fracturas de tobillo.
—Tonto de capirote —comentó Sir Jack.
Unos días más tarde, un segundo voluntario —el de peso más ligero que pudieron encontrar, en un intento de falsificar la femineidad— conservó intactos los huevos, pero se fracturó la pelvis. Llegaron a la conclusión de que la caída original de Betsy debió de verse favorecida por anómalas condiciones climáticas. O bien su hazaña había sido milagrosa o bien había sido apócrifa.
La siguiente idea fue la experiencia de ascensión de Betsy a los cielos, cuya ventaja consistió en que permitía la participación de visitantes. A continuación hubo una serie de ejercicios de salto realizados con todas las garantías de seguridad desde la cima del acantilado por saltadores de ambos sexos y de todos los tamaños. Pero había algo poco convincente y nada mágico y, en cierto modo y en su conjunto demasiado ahora, en el espectáculo de un saltador sujeto con un arnés que subía y bajaba en el aire hasta que le descendían lentamente hasta la playa.
Desarrollo Tecnológico, tras varias intervenciones personales de Sir Jack, dio por fin con la solución. El saltador conservaba sus accesorios y arneses, pero en lugar de cuerdas elásticas irían desenrollando un cable camuflado, al tiempo que chorros de viento ocultos simularían las corrientes de aire ascendentes. De este modo se eliminaban los riesgos y los factores climáticos. El departamento de marketing brindó la depuración definitiva: la experiencia de vuelo de Betsy se transformaría en la experiencia del desayuno en la isla. En la cima del acantilado habría un gallinero abierto y repleto de aves con plumas y cresta; el abastecimiento de huevos frescos se haría a diario por vía aérea; y los visitantes descenderían a la playa transportando una cesta de Betsy. Allí una camarera con cofia les llevaría al bar de desayuno permanente Betsy, donde los huevos serían hervidos, fritos o estofados, a gusto del saltador, ante sus propios ojos. La cuenta incluiría un certificado de descenso grabado y rubricado con la firma de Sir Jack y la fecha.
Mientras las excavadoras escarbaban y las grúas se tambaleaban, y mientras el insípido paisaje se transformaba en un libro con ilustraciones en relieve de hoteles y puertos, aeropuertos y pistas de golf, mientras se untaba la mano de los mal alojados y se impartían risueñas promesas a ecologistas adustos relativas a las colinas de caliza, las ardillas rojas y todas las variedades de puñeteras mariposas, Sir Jack se ocupaba de los ediles isleños. Westminster y Bruselas podían esperar: primero tenía que meterse en el bolsillo a los lugareños.
Mark se encargaría. Si veían a Sir Jack quizá adoptasen una postura belicosa y defensiva, como si él fuese un empresario invasor más que un bienhechor múltiple. Era mucho mejor confiar la tarea a los ojos azules y los rizos rubios de Marco Polo.
—¿Qué me hará falta? —había preguntado desde el principio el director de Proyecto.
—Ingenio innato, un saco de zanahorias y un montón de palos —le había respondido Sir Jack.
Hubo dos rondas de negociaciones. Las reuniones oficiales de consultas entre Pitco y el cabildo insular se celebraron en el ayuntamiento de Newport. Se admitió la presencia de público y se adoptaron todos los procedimientos democráticos: lo cual significaba, como Sir Jack comentó en privado, que los formulismos, los intereses especiales y las agrupaciones minoritarias dirigían el tinglado, los abogados ganaban un pastón y tú te pasabas el tiempo a cuatro patas con el ojo del culo expuesto a una insolación. Paralelamente, sin embargo, hubo un coloquio secreto al que asistieron los concejales más destacados de la isla y el pequeño equipo de Pitco encabezado por Mark. Estas últimas conversaciones fueron, por su propia naturaleza, exploratorias y no desembocaron en ningún acuerdo; tampoco se levantó acta, para que las ideas imaginativas pudiesen expresarse, de ser necesario, con toda vehemencia; para que, como un edil acomodaticio fue invitado a formular, el sueño pudiera fluir. Las instrucciones de Sir Jack a Mark eran que el sueño fluyese como un cauce en línea recta hacia un destino prefijado. Cuando lo bosquejó, hasta el mismo Mark se quedó pasmado.
—¿Pero cómo va a hacer eso? Estamos en el tercer milenio, existe Westminster, existe Bruselas, existe, no sé, ¿Washington, las Naciones Unidas…?
—¿Cómo voy a hacer eso? —Sir Jack exultaba. La pregunta banal había sido exquisitamente formulada—. Mark, voy a revelarle el secreto más grande que conozco. ¿Está preparado?
Mark no necesitó aparentar interés. Sir Jack, por su parte, trataba de ganar tiempo, pero no pudo resistirse a la oportunidad.
—Hace muchos, muchos años, cuando yo era tan joven como usted, hice la misma pregunta a un gran hombre para quien trabajaba. El prócer, Sir Matthew Smeaton, completamente olvidado, ay, hoy día, sic transit, estaba planeando un golpe de espectacular audacia. Le pregunté cómo lo haría, ¿y sabe lo que me contestó? Dijo: «Jacky…», me llamaban Jacky en aquellos tiempos…, «Jacky, me preguntas cómo voy a hacerlo. Mi respuesta es la siguiente: Se hace haciéndolo.» No he olvidado nunca estas palabras de consejo. Me inspiran hasta el momento presente. —La voz de Sir Jack había casi enronquecido de reverencia—. Que ahora le inspiren a usted.
El diálogo exploratorio de Mark empezó con una tentativa de situar el desarrollo actual de la isla dentro de una perspectiva histórica, y de formular algunas preguntas preliminares. No es que tuviese la impertinencia de sugerir respuestas. Por ejemplo, habida cuenta del formidable volumen de inversiones que proyectaba Pitco, de los empleos ya creados y de los que aún iban a crearse, y habida cuenta de la garantía de prosperidad a largo plazo, ¿no podría ser la ocasión adecuada para reconsiderar la naturaleza exacta de los vínculos que unían a la isla con la metrópoli? Era innegable que las peticiones de ayuda formuladas a Westminster por la isla a lo largo de decenios y siglos habían sido siempre acogidas de mala gana, que los índices de desempleo habían sido tradicionalmente altos. ¿Por qué, entonces, habrían de ser Westminster y el fisco los beneficiarios de la presente y venidera bonanza?
La evaluación histórica del Dr. Max —tras unos retoques estilísticos y una división en párrafos del departamento de Mark— ya había sido distribuida. Además, las investigaciones de rutina que, naturalmente, los abogados de la empresa emprendían durante tan amplia operación comercial, ya habían producido diversos documentos y criterios que Mark consideraba su deber compartir con las personas presentes. Con la máxima discreción, por supuesto. Y sin prejuicios. No obstante, tenía que informar de que, en opinión de especialistas en derecho contractual y de expertos constitucionales, la compra original de la isla, realizada en 1293 por Eduardo I a Isabella de Fortuibus, por la suma de seis mil marcos, fue palmariamente dudosa y muy posiblemente ilegal. Seis mil marcos eran calderilla. Era evidente que el trato no había sido limpio. Y la coacción era coacción, aunque se hubiese ejercido a finales del siglo XIII.
En la siguiente reunión, Mark propuso que como no estaban obligados por el procedimiento convencional, avanzaran audazmente en el orden del día. Si, en efecto, la isla —lo que nadie, al parecer, contradijo— había sido ilegalmente adquirida por la corona inglesa, ¿qué consecuencias podrían emanar de aquel hecho en la situación actual? Porque los ediles isleños, les gustara o no, afrontaban un dilema histórico, constitucional y económico. ¿Debían esconderlo debajo de la alfombra o agarrarlo por el cuello? Si los ediles presentes le disculpaban que diera libre curso al sueño, a Mark le gustaría exponer que todo análisis lógico y objetivo de la crisis vigente aconsejaba un ataque en tres frentes que él resumiría a continuación.
En primer lugar, una recusación formal ante los tribunales europeos del contrato de Fortuibus de 1293; tal iniciativa, por descontado, sería financiada por Pitco. En segundo término, la elevación del cabildo insular al estatuto pleno de parlamento, con locales apropiados, financiación, sueldos, gastos y poderes. Por último, una solicitud simultánea de adhesión a la Unión Europea como Estado miembro de pleno derecho.
Mark esperó. Le complacía especialmente haber deslizado la idea de crisis. Desde luego que no existía ninguna, al menos por el momento. Pero jamás un legislador, desde un edil local de tres al cuarto hasta el presidente de los Estados Unidos, negaría que existiese una crisis si alguien decía que existía una. Daba impresión de desidia o de incompetencia. Oficialmente, por tanto, en la isla había una crisis.
—¿Propone usted seriamente una ruptura con la Corona?
La pregunta era capciosa, desde luego. Los sentimentales y los conservadores pondrían reparos; era mejor en esta fase dejarles creer que estaban en mayoría.
—Al contrario —contestó Mark—. El vínculo real es, a mi entender, de capital importancia para la isla. Cualquier ruptura a que pudiese forzarnos la crisis actual sería con Westminster, no con la Corona. En cualquier caso, trataríamos de fortalecer ese vínculo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el capcioso.
Mark, en apariencia, no estaba preparado para esta pregunta. Pareció aturullado. Miró a los demás miembros de su equipo, que no le brindaron ayuda. Mencionó la idea muy poco convincente de que el rey podría convertirse en visitante oficial de la isla. Luego se sintió obligado, en vista de la franqueza y la transparencia de las conversaciones, y en vista de las garantías de secreto, a mencionar que el Palacio estaba sopesando seriamente, en aquel mismo momento, la posibilidad de cambiar de emplazamiento. ¡No! ¿Por qué no? Nada era inamovible: tal era la naturaleza de la historia. Había en la isla un magnífico palacio real que actualmente se estaba restaurando. Claro que no debían decir una palabra a nadie. Con lo cual, la noticia fresca se rumoreó al oído de todas las personas necesarias.
En la reunión siguiente, conservadores sentimentales y patanes desagradecidos expresaron sus temores de una intervención de la metrópoli. ¿Y si había sanciones, un bloqueo, hasta una invasión? Pitco y sus asesores fueron de la opinión, primero, de que tamañas reacciones eran improbables y, segundo, de que darían una publicidad incomparable a escala mundial y, tercero, de que, puesto que la isla seguiría todos los cauces jurídicos y constitucionales correctos, Westminster no se tomaría nada a la ligera las posibles represalias europeas y de la ONU. Lo más probable era que volviese a la mesa de negociaciones y que pidiera un precio razonable. A los ediles del cabildo tal vez les agradase compartir otro pequeño secreto: la oferta inicial de Sir Jack, de medio billón de libras por la soberanía, había sido rebajada ahora hasta la cifra de seis mil marcos más un euro. De modo que quedaría mucho más en las arcas para mejorar las infraestructuras de la isla.
¿Por qué Pitman House iba a ser un amo mejor que Westminster? Una pregunta justa, concedió Mark, agradecido por la agresión. Y, sin embargo (sonrió), una pregunta asimismo injusta. Estamos unidos por un mutuo interés de una manera distinta a la que une al gobierno central con una región lejana. En el mundo moderno, la estabilidad y la prosperidad económica a largo plazo la proporciona una multinacional con mayor eficacia que la nación Estado del viejo estilo. Bastaba con observar la diferencia entre Pitco y la tierra central: ¿quién se estaba expandiendo y quién contrayendo?
¿Qué sacan en limpio ustedes? Un continuado beneficio mutuo, como ya hemos dicho. Poniendo las cartas encima de la mesa, probablemente les pediremos que anulen determinados artículos menores de la antigua legislación urbanística, gran parte de la cual ha tenido su origen en el despreciable palacio de Westminster. ¿Y qué relación oficial u oficiosa esperan mantener con el nuevo parlamento insular? Ninguna en absoluto. Pitman House opina que la separación de poderes entre la fuerza rectora de la economía y los representantes públicos es esencial para la salud de cualquier democracia moderna. Huelga decir que podrían considerar conveniente ofrecer a Sir Jack algún cargo nominal, algún título impreso.
—¿Como presidente vitalicio? —sugirió un patán.
Mark no habría podido divertirse más. El acceso de tos y las lágrimas incluso habrían podido ser auténticas. No, solamente lo había mencionado sin pensarlo, teniendo en cuenta el carácter exploratorio y no comprometedor de aquellas conversaciones. Tenga por seguro que el asunto no había sido comentado con Sir Jack, ni él lo había hecho. A decir verdad, probablemente la única manera de obligarle a aceptar un título semejante sería no dejarle la alternativa de negarse. Creen un bando del municipio, o como quieran llamarlo.
—¿Un bando municipal nombrándole presidente vitalicio?
Dios mío, parecía que se había ido por las ramas. Pero —sacado de la manga— podrían inventarse algún título honorífico que no fuese incompatible con la constitución que decidiesen promulgar. ¿Qué tenían aquellos viejos condados de Inglaterra? ¿El tipo con la espada y el casco con plumas? Lord Lugarteniente. No, eso sonaba demasiado al poder central. Mark fingió hojear el resumen histórico del Dr. Max. Eso es, tienen capitanes y gobernadores, ¿no es así? Uno u otro podrían valer, aunque capitán despedía en nuestros días un tufillo a subalterno. Y con tal de que todo el mundo entendiera que los poderes de Sir Jack, por más que se enunciasen teóricamente en caligrafía inclinada sobre vitela de marfil, no se invocarían nunca realmente. Por supuesto, él facilitaría su propio vehículo y el uniforme. Aunque no se hubiesen comentado con él tales cuestiones.
Entretanto, el futuro gobernador oteaba el horizonte. Siempre había que deslizar el sobre. Juega breve y piensa largo. Que hombres inferiores sueñen con planes de poca monta; Sir Jack soñaba con el gran dólar. Osadía y más osadía; la verdadera mente creativa jugaba con arreglo a otro libro de reglas; el éxito generaba su propia legitimidad. La posición multinacional de Pitco había persuadido a los bancos y a los fondos de que invirtieran capital; pero había sido un arranque de inspiración —a veces, ¡cuánto se parecía la imaginación financiera a la del artista!— prestar secretamente aquellos dineros (la palabra en plural siempre sonaba deliciosa a Sir Jack) a una de sus filiales propias en las Bahamas. Naturalmente, eso significaba que el primer cobro sobre los ingresos sería para pagar los honorarios por la gestión de Pitco. Sir Jack movió la cabeza con falsa compasión. Eran lamentablemente elevadas hoy en día, las tarifas de gestión; lamentablemente onerosas.
Luego se planteaba la cuestión de lo que sucedería inmediatamente después de la independencia. Supongamos que el nuevo parlamento de la isla —contrariando de plano, como estaba en el perfecto derecho de hacer, al consejo público de Sir Jack— optaba por una política de nacionalizaciones. Mala noticia, ciertamente, para los bancos y los accionistas: pero ¿qué podían hacer? Era una lástima que la isla no fuera todavía parte contratante de ningún acuerdo internacional. Y entonces —tras dejarles correr con la pelota un rato— Sir Jack podría verse obligado a ejercer sus poderes de gobernador en caso de emergencia. Momento en el cual técnicamente —y también jurídicamente— todo pasaría a pertenecerle. Por supuesto que prometería saldar la deuda con los acreedores. En su debido momento. A un determinado porcentaje. Tras no poca renegociación de la deuda. Oh, se sentía bien sólo de pensarlo. Pensar en lo engañados que estarían. Los cerdos de los abogados se darían la gran vida. Tal vez se iniciasen acciones contra él en los grandes centros financieros. Bueno, la isla no había firmado ningún tratado de extradición. Podía capear el temporal y esperar a un arreglo negociado. Y podía mandarles a tomar por el culo y refugiarse en Pitman House. En definitiva, había dejado a la espalda sus ansias de conocer mundo.
Y sin embargo…, ¿no era todo aquello demasiado complejo, demasiado belicoso? ¿Iba a permitir que su talante combativo primara sobre su vieja y juiciosa cabeza? Quizá la idea de nacionalizar fuese un error. La palabra misma no tenía buena prensa en los tiempos que corrían entre los turistas de primera, y con toda razón. No debía perder de vista el balón, tenía que mirar el cuadro entero. ¿Cuál era su plan de juego, el balance final? Coger la isla y salir corriendo. Exacto. Y si las previsiones actuales se hallaban en el estadio correcto, el Proyecto tenía todas las posibilidades de alcanzar un éxito clamoroso. Por naturaleza, Sir Jack siempre contaba con la posibilidad de tener que decepcionar a los inversores. Pero ¿y si su última magna idea funcionaba realmente? ¿Y si eran capaces de afrontar los pagos de intereses e incluso repartir dividendos? ¿Y si —invirtiendo la máxima— la legitimidad genera éxito? En tal caso, sería ciertamente una ironía.
—¿Se ha inventado esa historia, Dr. Max? —preguntó Martha. Estaban tomando bocadillos de pan árabe en la terraza de madera noble renovable que daba a la región de pantanos. El Dr. Max vestía un conjunto de fin de semana: un chaleco sin mangas mariquita, de cuello en pico, y una pajarita amarilla estampada.
—¿Qué historia?
—La de la mujer y los huevos.
—¿In-ventar? Soy historiador. El historiador oficial, no lo olvide. —Refunfuñó un momento, pero era sólo una rabieta escénica. Masticó el bocadillo y contempló la extensión de agua—. De hecho, me ofende que nadie me pidiera que citara mis fuentes. Es perfectamente respetable, por no decir clerical.
—No era mi intención… Me refiero a que el motivo de que hubiera podido inventarla es que habría sido muy inteligente.
El Dr. Max refunfuñó de nuevo, como si lo que había hecho en realidad no fuese inteligente, o como si no lo fuera lo que él decía normalmente, o como si…
—Verá, supuse que la había inventado porque pensó que un proyecto ficticio tenía que tener un logotipo ficticio.
—De-masiado inteligente para mí, señorita Cochrane. Claro que el propio Kilvert no vio la ropa interior de la mujer voladora, se limitaba a informar del suceso, pero es posible que algo semejante sucediera, por emplear la jerga vernácula.
Martha se lamió los dientes delanteros, donde una hoja de mostaza había quedado reducida a una hebra de hilo dental.
—Pero… ¿no cree que el Proyecto es ficticio?
—¿Fic-ticio? —El Dr. Max abandonó su enfado. Cualquier pregunta directa que no fuese obviamente insultante y que permitiese la posibilidad de una larga respuesta, le ponía de buen humor—. ¿Fic-ticio? No, no me lo parece. No me lo parece en absoluto. Vulgar, sí, indudablemente, en cuanto se basa en una simplificación burda de casi todo. Asombrosamente comercial en un sentido que un pobre ratón de campo como yo a duras penas acierta a creer. Horrible en muchas de sus manifestaciones secundarias. Manipulativo en su filosofía intrínseca. Todo eso sí, pero no ficticio, en mi opinión.
»Fic-ticio supone, a mi entender, una autenticidad que se traiciona. Pero me pregunto, ¿es así en este caso? ¿Acaso el concepto mismo de lo auténtico no es, en cierto modo y a su manera, ficticio? Veo que mi paradoja es quizá un poco demasiado fuerte e intensa para usted, señorita Cochrane.
Ella le sonrió; había una cierta pureza conmovedora en el amor que se tenía el Dr. Max.
—Déjeme e-lucubrar —prosiguió—. Tomemos lo que tenemos delante, esta zona inesperada de pantanos sospechosamente próxima al gran Wen. Quizá hubo aquí, aunque fuese hace muchos siglos, una zona de amerizaje para el comercio ambulante, quizá no. En conjunto probablemente no. Por lo tanto es inventada. ¿Eso la vuelve ficticia? Indudablemente no. Su intención y propósito es simplemente que la abastezca el hombre, en vez de la naturaleza. En efecto, cabría argumentar que esa intencionalidad, más que la dependencia del azar brutal de la naturaleza, convierte en algo superior a esta extensión de agua.
El Dr. Max descendió dos dedos como dientes de un tenedor hacia bolsillos de un chaleco que ese día no existían, y sus manos se deslizaron hacia sus muslos.
—Lo cierto es que esta agua es superior, en el sentido siguiente. Porque la ornitología es una de las muchas cuerdas de mi arco. Qué frase más curiosa. ¿No deberían ser más bien las cuerdas de mi violín? De todos modos, esta expansión pantanosa, como supongo que usted sabe, ha sido trazada con arreglo a una pauta especial, plantada de una forma específica, para fomentar la presencia de determinadas especies deseables desalentando la de una gran pelmazo de otra especie, id est el ganso del Canadá. Tiene algo que ver con aquel cañaveral de allí, sin ser demasiado concreto.
»Así que podríamos llegar a la conclusión de que se ha operado una me-jora po-sitiva respecto al modo en que antes eran las cosas. Y, por ampliar el argumento, no ocurre lo mismo cuando analizamos conceptos tan ensalzados y, de hecho, fetichizados como, oh, lanzo algunos al azar, la democracia ateniense, la arquitectura de Palladio, culto de una secta del desierto que todavía tiene a muchos extasiados, no hay un verdadero momento de comienzo, de pureza, por mucho que lo pretendan sus adeptos. Podemos congelar un instante y decir que todo «comenzó» entonces, pero en mi calidad de historiador debo decirle que semejante etiqueta es intelectualmente insostenible. Lo que estamos buscando es casi siempre una réplica, si tal es el término local de moda, de algo anterior. No existe un momento primigenio. Es como decir que un buen día un orangután adoptó una postura erecta, se puso una pechera de celuloide y anunció que los cuchillos de pesca eran vulgares. O —soltó una risita por los dos— que un gibón de repente escribió Gibbon. No es muy verosímil, ¿verdad?
—¿Por qué, entonces, he supuesto siempre que usted despreciaba el Proyecto?
—Oh, señorita Cochrane, entre nous, es cierto, es cierto. Pero no pasa de ser un juicio social y estético. Para cualquier criatura de gusto y discernimiento, es una monstruosidad planeada y concebida, si así puede caracterizar a nuestro amado Duce, por otra monstruosidad. Pero como historiador, debo decir que apenas tengo objeciones.
—¿A pesar de que todo está… estructurado?
El autor con seudónimo de «Notas naturales» sonrió benévolo.
—La re-alidad es como un co-nejo, si me disculpa el aforismo. El gran público, esa gente lejana, felizmente lejana, que nos paga, quiere que la realidad sea como un conejito. Quiere que corretee torpemente y que dé saltitos pintorescos en su conejera y que coma lechuga de nuestra mano. Si les da algo auténtico, algo agreste que muerda y, con perdón, cague, no sabrán qué hacer con ello. Salvo estrangularlo y comérselo.
»En cuanto a que está es-tructurado…, bueno, también usted, señorita, y también yo lo estoy. La mía, mi estructura, si me permite decirlo, es un tanto más artificiosa que la suya.
Martha mordisqueó su bocadillo y observó el avión que pasaba lentamente por encima de sus cabezas.
—No pude evitar fijarme en que cuando usted dirigió la palabra al comité el otro día, sus nerviosos titubeos desaparecieron totalmente.
—A-sombrosos, los e-fectos de la a-drenalina.
Martha se rio de buena gana, y posó la mano en el brazo del Dr. Max. Él se estremeció ligeramente. Ella se rio de nuevo.
—Dígame, ese pequeño temblor de su brazo. ¿Ha sido artificioso?
—P-ero qué cí-nica, señorita Cochrane. De la misma manera, yo podría preguntarle si su pregunta lo era. Pero en cuanto a mi temblor, sí, ha sido artificioso en la medida en que es una reacción aprendida y deliberada a un gesto concreto…, entiéndame, no me lo he tomado como una ofensa. No es una reacción que haya tenido en mi cochecito de niño. Puede que, en algún periodo jurásico de mi desarrollo psicológico, lo haya elegido, seleccionado de entre el gran catálogo de reacciones que se vende por correo. Puede que lo haya comprado hecho. Puede que lo haya fabricado artesanalmente. Sin descartar que lo haya robado. La mayoría de las personas, en mi opinión, roban gran parte de lo que son. Si no lo hicieran, de qué mala calidad serían. Usted también está fabricada, a su estilo menos… brioso, sin ánimo de faltarle.
—¿Por ejemplo?
—Por e-jemplo, esta pregunta. Usted no responde «no, imbécil» o «sí, don sabio», sino que se limita a decir: «¿por ejemplo?». Se repliega. Mi observación, y lo digo en el contexto, señorita Cochrane, del aprecio que le tengo, es que usted participa activamente, pero de una forma estilizada, interpretando el papel de mujer sin ilusiones, lo cual es una manera de no participar, o guarda un silencio provocativo, animando a los demás a que hagan el ridículo. Y conste que no estoy en contra de que la gente exhiba su estupidez. Pero de un modo u otro, usted no se presta a examen ni, aventuraría, al contacto.
—¿Me está echando los tejos, Dr. Max?
—Es e-xactamente lo que quiero decir. Cambia de tema, hace una pregunta, evita el contacto.
Martha se calló. No hablaba así con Paul. La suya era una intimidad normal, cotidiana. Aquello también era intimidad, pero adulta, abstracta. ¿Tenía algún sentido? Intentó pensar en alguna pregunta que no fuese una forma de eludir el contacto. Siempre había pensado que hacer preguntas era ya una forma de contacto. Dependía de las respuestas, desde luego. Por último, con un optimismo juvenil, dijo:
—¿Eso es un ganso del Canadá?
—La ig-norancia de los jóvenes, señorita Cochrane. Frío, realmente, frío. Eso es un pato real perfectamente corriente y bastante astroso, a decir verdad.
Martha sabía lo que quería: la lista podría incluir verdad, simplicidad, amor, deferencia, compañerismo, diversión y buen sexo. Sabía asimismo que era una bobada confeccionar tales listas; muy humano, pero tonto. A la par, por tanto, que abría su corazón, en su mente había persistido la inquietud. Paul se comportaba como si su relación fuese algo dado: sus parámetros decididos, su finalidad fija, todos los problemas estrictamente postergados al futuro. Reconocía ese rasgo demasiado bien, la desenfadada urgencia de formar una pareja antes de haber dejado establecidas las partes constitutivas y las normas operativas del emparejamiento. Conocía esa experiencia. En parte deseaba no haberla conocido; en ocasiones sentía que le lastraba su historia personal.
—¿Tú crees que yo evito el contacto?
—¿Qué?
—¿Crees que evito el contacto?
Estaban en el sofá de Martha, con sendas bebidas en la mano. Paul acariciaba la parte interior del antebrazo de Martha. En un punto determinado, justo encima de la muñeca, al tercer o cuarto roce, ella lanzaba un grito suave de placer y retiraba de un tirón el brazo. Él lo sabía, esperó hasta entonces y respondió:
—Sí. QED.[18]
—¿Pero tú crees que soy, ah, irritantemente silenciosa o que represento un número?
—No.
—¿Seguro?
Paul tenía una expresión de complacencia divertida.
—Dicho de este modo, no me he fijado.
—Pues si no te has fijado, tanto podría ser sí como no.
—Mira, te he dicho que es no. ¿Qué mosca te ha picado? —Vio que ella no estaba convencida del todo—. Pienso únicamente que eres… real. Y me haces sentirme real. ¿Te basta con eso?
—Sé que debería bastarme. —A continuación, como cambiando de tema, dijo—: He estado charlando con el Dr. Max a la hora del almuerzo. —Paul lanzó un gruñido de indiferencia—. ¿Sabes esa extensión de pantanos detrás de Pitman House?
—¿El estanque, te refieres?
—Es una extensión pantanosa, Paul. He estado hablando de ella con el Dr. Max. Es ornitólogo aficionado. ¿Sabías que era el que firmaba «Ratón de campo» en el Times todos los sábados?
Paul suspiró, sonriente.
—Eso es seguramente el dato informativo menos interesante que me has comunicado en todo el tiempo que llevamos juntos. Ratón de campo…, qué nombre más inadecuado para un marica huevón que te habla como si todavía estuviese en la tele. No me extrañaría nada que Jeff le soltase un puñetazo uno de estos días. Oh, me revientan sus pe-queños ti-tubeos cuando ha-bla.
—Es interesante. No hace falta que te guste alguien para que te resulte interesante. De todos modos, a mí me gusta él. De hecho, le tengo mucho cariño.
—Yo le de-testo.
—No, no es cierto.
—S-ií.
Paul la agarró otra vez del brazo.
—No. Me ha contado algo fascinante. Al parecer diseñaron ese pantano de una forma especial. Tuvieron en cuenta el paisajismo, la plantación de juncos, la altura de las orillas, la dirección del agua. La finalidad es que no se posen allí los gansos del Canadá. Me figuro que son una plaga, o que asustan a las demás aves. Había un pato real muy bonito en el agua a la hora del almuerzo.
—Martha —dijo Paul, contundente—, sé que eres una chica del campo, pero ¿por qué me cuentas esto? ¿Está planeando el Dr. Max una sección de aves para el Proyecto? ¿No se acuerda de la consigna de Sir Jack, que se jodan los frailecillos?
—Creí que habías desistido de citar pitmanismos. Creí que estabas curado. No, eso me dio que pensar. O sea, ¿crees que somos así?
—¿Nosotros?
—No tú y yo. La gente en general. Toda la cuestión de con quién… congenias y con quién no. Es un misterio, en definitiva, ¿no? ¿Por qué tú me pareces atractivo y no cualquier otro?
—Ya hemos hablado de eso. Porque soy más joven, más bajo, llevo gafas, no gano tanto y…
—Vamos, Paul. Estoy intentando avanzar. No estoy diciendo que sea… una tontería que me atraigas.
—Gracias. Qué alivio. ¿Por qué te acuestas conmigo? Simplemente para demostrar que te atraigo.
—Mira, si alguien intentara ser objetivo al respecto, podría pensar que tiene algo que ver con mi padre.
—Un segundo. —Paul no sabía muy bien si aquello le divertía o le irritaba—. Pero estamos de acuerdo en que soy más joven que tú.
—Cierto. Así pues, por ejemplo, no me fío de hombres mayores. Algo parecido.
—Eso, como me dijiste no hace mucho, es más bien psicología barata.
—Perdona —dijo Martha—. O se podría decir que eres un contraste con respecto a los hombres con quienes he salido antes. O se podría decir que simplemente no hay una pauta fija.
—¿Como que los dos somos heterosexuales y casualmente trabajamos en la misma oficina y el destino nos ha unido?
—O cabría decir que sí existe una pauta, pero que la ignoramos y no la entendemos. Que hay algo que nos orienta sin que lo sepamos.
—Un segundo. Un segundo. Para el carro. —Paul se levantó y se plantó delante de ella. Levantó un dedo para que ella no dijera nada más—. Ya lo tengo, creo que por fin lo tengo. Creo que lo que me impulsó fue la idea de que el Dr Mer-mer-mer Max podría tener algo remotamente pertinente que decir sobre el tema de las relaciones humanas. Y aquí estoy. Tú eres una extensión de pantano, y no entiendes por qué todos esos preciosos gansos del Canadá no se detienen y por qué te has conformado con un latoso pato real como yo.
—No. No del todo. En absoluto. De todos modos, los patos reales son muy bonitos.
—Si eso es un halago eficaz, no estoy seguro de que pueda aguantarlo.
—¿Entonces qué crees?
—No creo nada, grazno.
—No realmente.
—Cua cua.
—Paul, vale ya.
—Cua. Cua. Cua. —Vio a Martha en la cúspide de la risa—. Cua.
Gary Desmond nunca llegaba demasiado pronto. Es lo que sus colegas, con admiración, decían de él. Tenía buenos contactos, se aseguraba sus fuentes, hacía el trabajo de investigación, comprobaba hasta tres veces si el asunto era turbio, y sólo presentaba el reportaje al editor cuando ya era un abceso a punto de reventar. Tenía asimismo la ventaja, en cuanto comprador y proveedor de historias de sexo, que no parecía uno de ellos. Mucha gente se imaginaba a un tosco, compinchado y chantajista humanoide que lúbricamente chupaba un lápiz mientras tomaba notas y que tenía manchas en la trinchera que podrían haber sido de cerveza pero probablemente no lo eran.
Llevaba un traje oscuro y una corbata sobria, y en determinadas ocasiones un anillo de boda; era inteligente, educado y raramente ejercía una presión perceptible sobre sus informadores. Su estilo era —o parecía ser— simpático pero formal. Aquella historia había sido sometida a la atención del periódico, la habían verificado de cabo a rabo, y su publicación estaba prevista en breve; pero antes querían, por cortesía, y de hecho por obligación moral, cotejarla con el protagonista principal. Había ciertos hechos que él quizá quisiera clarificar, y evidentemente al diario le gustaría ser de utilidad en lo que se ofreciese cuando los rivales cogiesen la historia y —seamos realistas al respecto— convencieran a terceros de que diesen un sesgo diferente al asunto. En suma, había un problema, y un problema insoluble, pero allí estaba Gary Desmond para prestar su ayuda. En lugar de sugerentes chupadas de lápiz, tomaba notas premiosas con una estilográfica de plumilla de oro, la clase de semiantigualla que se podía convertir en tema de conversación, y su actitud era infinitamente paciente y levemente servil, hasta el punto de que a la postre era el otro quien acababa mencionando el dinero. Sólo hacía falta un discreto: «Supongo que se me abonarán los gastos», o un más ostensible: «¿Saco yo algo en limpio?», y antes de que te dieras cuenta estabas en «un escondrijo secreto bajo nombre falso», lo que sonaba más exótico que un hotel de conferencias, cerca de una carretera de circunvalación, en algún condado de las inmediaciones, pero aun así… Y la grabadora daba vueltas y vueltas —la agradable estilográfica hacía tiempo que había sido guardada— mientras Gary Desmond escuchaba una y otra vez cosas que ya sabía, o que parecía que sabía pero quería comprobar varias veces. Para entonces el informador ya había firmado el contrato y había visto los billetes de avión. El apego a Gary —como ahora le llamaban— había llegado, efectivamente, al punto de que el confidente se preguntaba incluso, con una sacudida efectista del pelo desteñido, si él no le acompañaría para compartir aquellos cinco días al sol en espera de que la noticia estallara. Y algunas veces Gary lo hacía y otras, por desgracia, era contrario a las normas.
Toda aquella tregua profesional no te preparaba para una portada que dijese MIS LÚBRICOS RETOZOS FORRADA DE DROGA CON EL PRÍNCIPE RICK. Dentro, a lo largo de dos páginas, te veías tumbada, con un corpiño francés de escote profundo, en una mesa de snooker sosteniendo en la mano traviesamente dos bolas de marfil. Luego venía la llamada de tus padres por teléfono, que siempre habían estado tan orgullosos de ti pero que ahora no podrían ir con la cabeza alta y mucho menos entrar en un pub; sólo que era mamá la que llamaba porque papá no tenía ganas ni ánimo de hablar contigo. Y después de eso las declaraciones de antiguos novios leales de varios años atrás («Meterse en la cama con un caniche gordo y dejar que Mugsie hiciera todo el trabajo… Había comprado ya el anillo cuando ella le dejó plantado y se ligó a un pez gordo… Siempre había sido una calentorra, pero quién hubiese dicho que la llevaría a las drogas duras y a esos tríos de cama…»). Todo era tan injusto, y los periódicos tan depravados, y al fin y al cabo era sólo coca y casi todo había sido idea de Petronella. Entonces recurrías al apoyo de Gary Desmond y sí, él seguía al pie del cañón, aunque te devolvía las llamadas un poco más despacio que antes; pero no, lástima, no tenía tiempo para comer juntos esta semana, estaba trabajando en un gran reportaje fuera de la ciudad, tal vez una copa un día de éstos, pero alegra esa cara, chica, a juicio de Gary habías salido bien parada, llena de dignidad, y como se decía, mata siempre al mensajero, ¿eh? Sólo que si seguías lloriqueando, entonces Gary endurecía un poquito el tono y te recordaba que aquello era un mundo de lobos y que si uno jugaba con fuego acababa quemándose, y que si querías que te diese un consejo ya tenías el cheque en la mano y por qué no te ibas a gastar una parte, él no conocía en toda su experiencia a ninguna chica a quien no le animase un trapo nuevo, lo siento, mi amor, ando con prisa. Y no te daba tiempo a proponerle que te acompañase a la tienda para poder decirte que te conservabas guapa y no eras un putón asqueroso como te habían llamado ayer mismo sin mediar provocación alguna. ¿Cuántas de ésas te ha dicho el médico que tomes para no dormir?
La furgoneta azul oscuro de Gary Desmond, que tenía aspecto de ocuparse de un mantenimiento importante en un sector no especificado, permaneció algún tiempo estacionada delante de la casa de la tía May en Chorleywood. En la cabina no había nadie y ningún paseante de perro ni vecino fisgón sospechaba que las rejillas de ventilación fuesen mirillas y que dentro Gary estaba trabajando con una libreta, una grabadora y película rápida. Para identificar a los visitantes de Ardoch hubo que subcontratar servicios; le pagó una buena ronda de copas a un antiguo compadre para que le facilitase acceso a tarjetas de crédito; pero mantuvo un silencio hermético, y el nombre del abejorro principal, aquel sonoro zumbido, no llegó a mencionarse.
Establecer el primer contacto era siempre la parte más peliaguda, puesto que la ignorancia de Desmond se hallaba en su apogeo, y siempre había la posibilidad de que «la mosca de la fruta número uno» gritase: «¡Vete a joder a otro sitio, baboso hijo de puta!», corriera al teléfono y avisara a la tía May, echando así al traste toda la operación. Pero al tímido piloto aéreo, un cincuentón divorciado, inepto y bastante calvo, al que Gary Desmond decidió abordar —en el pub local que frecuentaba el hombre, donde una conducta imprevisible era menos probable—, le tranquilizaron en principio los modales de Gary y sus mentiras. No era alguien, por descontado, tan agresivo como un periodista; su documentación le acreditaba como investigador especial del servicio de aduanas de Su Majestad. Era un caso de drogas a escala planetaria, con algún que otro homicidio, y uno de los principales implicados era un visitante asiduo de una determinada vivienda. Desmond hizo hincapié a su víctima, de repente alarmada, en que no se trataba de un caso policial, en que no tenía nada que ver con la prensa y en que no tramaban nada contra el establecimiento de la tía May. Por lo que atañía al servicio de aduanas, los ciudadanos respetuosos de la ley y en regla con el fisco podían hacer en su vida privada lo que les viniese en gana, con tal de que no involucraran a menores ni comerciaran con especies protegidas y ciertas sustancias secretas. ¿Podían, entonces, ir a hablar a algún sitio donde él no fuera tan conocido?
Al término de la velada Gary pagó la cuenta del restaurante y, con un gesto de congoja, depositó un sobre encima de la mesa. No era su modo de hacer las cosas, pero sus superiores insistían en que había que sufragar los gastos de quienes ayudaban al servicio. El piloto rehusó. Gary lo entendió perfectamente, al tiempo que añadía que no era preciso justificar aquel dinero: no había nombres ni recibos. Le intrigaba que ellos lo llamasen «calderilla»; era la palabra más inapropiada del mundo. Considérelo un reembolso del Ministerio de Hacienda. Al cabo de un rato, el piloto cogió el sobre sin mirar dentro. Gary tenía casi la seguridad de que no necesitarían más su ayuda, aunque por supuesto ellos sabían dónde encontrarle (a él y a sus patrones) en caso necesario. Hablando de un modo estrictamente confidencial, la investigación tal vez exigiera otro par de meses, al cabo de los cuales la tía May tendría un cliente menos, pero en todos los demás sentidos todo volvería a la normalidad.
La fase siguiente era más sencilla: la averiguación rutinaria de nombres, horas, contactos, precios, alternativas y métodos. Por último había que afrontar una decisión ardua: ¿necesitaban a la tía May o no? Si cedía al pánico o huía o simplemente adoptaba una actitud de lealtad, el plan entero podría peligrar. Pero si colaboraba, aviniéndose a grabar tan sólo un par de horitas… Gary Desmond recreó su personaje. Quizá esta vez perteneciera a los servicios secretos y tuviese contactos con cierto dictador árabe, ¿se acuerda de aquellos niños degollados?, escalofriantes las fotos, ¿eh?, se trata sólo de disuadir a un cliente, sí, una cara muy conocida, de hecho conocidísima, pero es probable que ella prefiera las caras anónimas. De los gastos ni hablamos, por cierto, no hablamos para nada. Ellos propusieron, en cambio, hasta insistieron, pingües honorarios. Una suma considerable, realmente. Sólo tres horas. La pequeña abertura que haga falta abrir en el yeso, entrar, salir y nos esfumamos.
Gary Desmond consideró que valía la pena correr el riesgo.
—Buck House —dijo Sir Jack—. Sin Buck House estamos varados.
Los hoteles tenían alfombras y árboles en tiestos, las torres gemelas del estadio de Wembley estaban esperando que las superasen, instalaban en Pitman House (II) una réplica del coqueto cubo doble, y tres pistas de golf embellecían ya Tennyson Down. Todo estaba listo para que abriesen los centros comerciales y empezaran los concursos de perros pastores. Estaba ya trazado el laberinto de Hampton Court; habían erigido una Casa Blanca en la colina de piedra caliza, y en un acantilado orientado al oeste un paisajista había emplazado grandes superficies con escenas de la historia de Inglaterra que brillaban como un friso negro contra el sol poniente. Tenían un Big Ben la mitad de pequeño; tenían la tumba de Shakespeare y la de la princesa Diana; tenían a Robin Hood (y a su alegre pandilla), los acantilados blancos de Dover, los taxis como escarabajos negros que a través de la niebla de Londres llegaban a pueblos de Cotswold llenos de cottages con techo de paja donde servían té con nata de Devonshire; tenían la Batalla de Inglaterra, el críquet, los pubs con juego de bolos, Alicia en el país de las maravillas, el periódico Times y los 101 dálmatas. Habían excavado y plantado de sauces llorones el Mausoleo Marital de Stacpoole. Había Beefeaters adiestrados para servir grandes desayunos ingleses; el Dr. Johnson escogía sus parlamentos para la experiencia de la cena en el Cheshire Cheese, al tiempo que mil petirrojos se aclimataban a la nieve perpetua. El Manchester United recibiría a los equipos visitantes en el Wembley de la isla, y a continuación de cada partido, un equipo de suplentes volvería a jugarlo, con idéntico resultado, en el Old Trafford. No habían conseguido atraer a sus filas a parlamentarios; pero un puñado de actores, aun con muy pocos ensayos, los reemplazaba sin que se notase. Habían armado e inaugurado la National Gallery. Tenían el paisaje campestre de las Brontë y la casa de Jane Austen, el bosque primigenio y la fauna del parque nacional; tenían el music hall, la mermelada, los bailes folklóricos, la Royal Shakespeare Company, Stonehenge, el labio superior tieso, los sombreros hongo, los seriales clásicos de la tele, los entramados de madera, los alegres autobuses rojos, ochenta marcas de cerveza caliente, Sherlock Homes y una Nell Gwynn cuyo físico impedía cualquier posible rumor de pedofilia. Pero no tenían la Buck House.
En un sentido, sin embargo, la tenían. La fachada del palacio y las verjas estaban completas; los soldados con piel de oso de la Guardia Real habían sido aleccionados para no atacar con la bayoneta a los encantadores bebés a gatas que les manchaban de helado la puntera de los zapatos; las banderas —todo un arco iris— aguardaban para desfilar. Todo ello se hacía por medio de noticias filtradas deliberadamente que de un modo natural inducían a la gente a presumir que la familia real había accedido a mudar de residencia. Los desmentidos periódicos de Buckingham Palace sólo servían para confirmar el rumor. Pero el hecho era que no tenían la Buck House.
Tendría que haber sido fácil. En la metrópoli, la reputación de la familia había conocido una temporada de horas bajas. La muerte de Isabel II y la consiguiente interrupción del principio hereditario se consideraban en círculos amplios como el fin de la monarquía tradicional. El proceso de consultas públicas sobre la sucesión diluyó aún más la mística de la realeza. El rey y la reina jóvenes habían hecho todo lo posible, participado en programas de entrevistas, contratado a los mejores guionistas, mantenido más o menos secretas sus infidelidades recíprocas. Veinte páginas de fotos en la revista Tremendo habían enternecido a los lectores cuando se enteraron de que la funda de un almohadón diseñada personalmente por la reina Denise ostentaba el apodo que ella le había puesto a su consorte: «Reyecito.» Pero, en general, el país estaba descontento, consternado por la normalidad del trono, quejoso de lo que costaba, o simplemente cansado de otorgarle milenios de amor.
Esto debiera haber contribuido a la causa de Sir Jack, pero el Palacio se mostraba extrañamente testarudo. Los consejeros del rey eran expertos en dar largas, y dieron a entender abiertamente que las cuentas bancarias de los Windsor en el extranjero dejarían a la familia bien provista durante muchos más decenios. Al fondo del Mall se estaba desarrollando una mentalidad de búnker, amenizada por arranques esporádicos de lo que parecía sátira. Cuando el primer ministro repitió, más veces de lo conveniente, la expresión «monarquía a pedales», un portavoz de Palacio replicó que aunque las bicicletas no eran ni nunca podrían ser medios de transporte monárquicos, el rey, en vista de las circunstancias económicas y de que decrecía el suministro de combustibles fósiles, estaba dispuesto a convertir a la Casa de Windsor en una monarquía motociclada. Y, en efecto, de vez en cuando una figura con casco y la divisa real en la espalda del chaquetón de cuero aceleraba por el Mall, con el silenciador desconectado como en virtud de una prerrogativa; con todo, no llegó a descubrirse si el motorista era el rey, su perverso primo Rick, un sustituto o un payaso.
Pese al gran desencanto de la ciudadanía, el Palacio, el Ministerio de Turismo y Sir Jack sabían que la familia real era la industria más emblemática y rentable del país. El equipo negociador de Sir Jack se esforzó en recalcar que el traslado a la isla reportaría al trono ventajas financieras y ocio de calidad. Habría un Buckingham Palace totalmente modernizado, además de Osborne House para los fines de semana retro; no habría críticas ni interferencias, sino tan sólo adulación ad libitum; la familia real no pagaría impuestos, y un mecanismo de reparto de beneficios supliría a la asignación para gastos personales del monarca; no podría haber intrusión periodística en la vida privada de los soberanos, puesto que la isla sólo poseía un diario —The Times of London— y su propietario era un auténtico patriota; los deberes tediosos se reducirían al mínimo; los viajes al extranjero serían puramente recreativos, y a los jefes de Estado aburridísimos se les negaría el visado; el Palacio debería aprobar todas las monedas, medallas y sellos emitidos en la isla, y hasta las postales si lo deseaba; por último, quedaría zanjado para siempre el asunto de las bicicletas; de hecho, la finalidad subyacente en el traslado era restaurar el encanto y el dinamismo tan insolentemente arrebatados a la familia real en los últimos decenios. Las cifras que se habían barajado igualaban las de los traspasos de futbolistas, pero el Palacio seguía sin ceder. Se había acordado —tras no pocas lisonjas, en su mayor parte económicas— que el rey y la reina volarían a la isla para asistir a la ceremonia inaugural. Pero esto último era estrictamente facultativo, como se había puntualizado tantas veces.
La cínica oficial trató de considerar el lado positivo.
—Miren —dijo—, ya hemos conseguido a Isabel I, a Carlos I y a la reina Victoria. ¿Para qué necesitamos a un puñado de gorrones carísimos e insulsos?
—Los necesitamos, por desgracia —contestó Sir Jack.
—Bueno, si todos los presentes, incluido el Dr. Max, lo cual me sorprende, prefieren la réplica al original, consigamos réplicas.
—Creo —dijo Sir Jack— que si vuelvo a oír esa idea voy a hacerle daño a alguien. Por supuesto, tenemos un plan de reserva. Hace meses que están aleccionando a la «Familia real». Lo harán muy bien, cuentan con mi plena confianza. Pero no es en absoluto lo mismo.
—Lo que lógicamente significa que podría ser mejor.
—Por desgracia, Martha, hay veces en que la lógica, como el cinismo, no nos llevan más lejos. Estamos hablando de ocio de calidad. Estamos hablando de superdólar y yen largo. Estamos varados sin Buck House, y ellos lo saben.
Se alzó una voz singular.
—¿Y si invitamos a salir del monasterio al viejo Jorge?
Sir Jack ni siquiera dedicó una mirada a su captador de ideas. El joven se había vuelto resueltamente impertinente en las últimas semanas. ¿No habría entendido que su trabajo consistía en captar ideas y no en exponer sus insignificantes ocurrencias? Sir Jack atribuía aquellos prontos de autoafirmación a la formidable buena suerte de haberse infiltrado en el lecho de Martha Cochrane. ¿Pitco se había visto reducido a aquello, a ser una mera agencia de citas para empleados? Habría represalias en su debido momento, pero no todavía.
Sir Jack dejó que el chico se cociera un rato en el creciente silencio y luego le murmuró a Mark:
—Eso sí que sería un disparate.
La risa de superioridad de Mark puso punto final a la reunión.
—Un instante, Paul, si tiene tiempo.
Paul observó el desfile de los demás hacia la puerta; o, mejor dicho, observó el desfile de las piernas de Martha.
—Sí, es una mujer hermosa —dijo Sir Jack, con tono de aprobación—. Lo digo como entendido. Y como hombre de familia, por supuesto. Una hermosa mujer. Caliente como un horno, no me extrañaría.
Paul no respondió.
—Me acuerdo de la primera vez en que puse los ojos en ella. Así como recuerdo cuando los puse en usted, Paul. En circunstancias menos formales.
—Sí, Sir Jack.
—Ha progresado, Paul. Con mi patrocinio. Ella también. Con mi patrocinio.
Sir Jack se detuvo ahí. Vamos, chico, no me defraudes. Demuéstrame que por lo menos tienes algo dentro de los pantalones.
—¿Me está diciendo —el tono agresivo de Paul era nuevo; su afectación, por el contrario, conocida— que mi… relación con… la señorita Cochrane es inaceptable para usted?
—¿Por qué iba a serlo?
—¿O que, en consecuencia, ha empeorado mi trabajo?
—Nada de eso, Paul.
—¿O que, en consecuencia, ha empeorado el de ella?
—Nada de eso.
Sir Jack estaba satisfecho. Rodeó a Paul con el brazo y notó una rigidez gratificante en sus hombros mientras le conducía hacia la puerta.
—Es un hombre con suerte, Paul. Le envidio. Juventud. El amor de una buena mujer. La vida por delante. —Extendió la mano hacia el pomo de la puerta—. Mis bendiciones. A ambos.
Paul estaba seguro de una cosa: que Sir Jack no hablaba en serio. Pero ¿qué querría decir?
Robin Hood y su alegre pandilla. Correteando por el Glen. Daban a los pobres lo que robaban a los ricos. Robin Hood, Robin Hood. Un mito primario; mejor aún, un mito primario inglés. Un mito de libertad y rebelión: rebelión justificada, por supuesto. Sabios —aunque ad hoc— principios de recaudación y redistribución de ingresos. El individualismo como medio de atemperar los excesos del libre mercado. La fraternidad humana. Un mito cristiano, asimismo, a pesar de ciertos aspectos anticlericales. El monasterio bucólico de Sherwood Forest. El triunfo de los virtuosos, que sin embargo eran más ladrones, al parecer, que el arquetípico magnate. Y, por añadidura, ocupaba el número 7 en la lista de las cincuenta quintaesencias de la inglesidad, posteriormente retocada por Sir Jack.
El mito de Robin Hood había recibido una atención prioritaria desde el principio. Parkhurst Forest fue convertido fácilmente en Sherwood Forest, y las inmediaciones de la Cave habían sido arbóreamente realzadas por la repatriación de varios centenares de robles adultos procedentes de la mansión de un príncipe saudí. Los martillos neumáticos estaban devolviendo una autenticidad añeja al revestimiento de piedra de la Cave, y se había aplicado al dormitorio una segunda capa de pintura. Habían instalado la tubería de gas hasta la barbacoa, grande como para un buey, y se estaba haciendo la entrevista final para contratar a los miembros de la alegre pandilla de Robin. Martha Cochrane apenas ejerció de cínica —era más un ocioso garabato mental— cuando, en el comité del jueves, dijo:
—A propósito, ¿por qué todos los miembros de la pandilla son hombres?
—¿Es católico el Papa? —contestó Mark.
—Prescinda del feminismo, Martha —dijo Jeff—. Al superdólar y al yen largo no les interesa.
—Era sólo…
Pero el Dr. Max acudió en su ayuda, caballeroso pero malévolo.
—Por supuesto, lo de que el Papa sea o no sea, fuese o no fuese católico, sigue siendo, a pesar de que se use como argumento, supuestamente concluyente, de una charla de bar —y aquí el Dr. Max lanzó una mirada feroz a Mark—, materia de seria inquietud para los historiadores. Por un lado, la popular aunque confusa opinión de que todo lo que haga el Pontífice constituye ipso facto un acto católico, de que la Papalidad o la Papidad es, por definición, catolicismo. Por otro, el criterio algo más enjundioso que sostienen mis colegas de que un problema cardinal de la Iglesia católica a lo largo de los siglos, que ha condimentado con excesiva frecuencia la sopa eclesiástica e histórica, es precisamente que los Papas no han sido lo bastante católicos, y ello en el supuesto de que lo hayan sido…
—Corte el rollo, Dr. Max —dijo Sir Jack, aunque su tono era indulgente—. Ilústrenos con su pensamiento, Martha.
—No sé si «pensamiento» no es mucho decir —empezó Martha—. Pero yo…
—Exacto —dijo Jeff—. Es demasiado tarde para esas reacciones viscerales. Sólo ha habido dinero minoritario en ese terreno. Todo el mundo conoce a Robin Hood. No se puede andar jugueteando con Robin Hood. Quiero decir…
Alzó la vista, exasperado.
Martha no estaba preparada para el ataque de Jeff. Normalmente era muy sólido y literal, y aguardaba pacientemente a que los demás decidieran para luego ejecutar lo decidido.
—Simplemente pensaba —dijo ella, comedidamente— que parte de nuestra tarea, parte del desarrollo del Proyecto, consistía en recrear mitos para los tiempos modernos. No veo en qué se diferencia el mito de Robin Hood. De hecho, que ocupe el puesto número siete debería empujarnos a examinarlo con mayor atención.
—¿Puedo glo-sar un p-ar de las frases dis-plicen-tes, si se me permite decirlo, de Jeff? —El Dr. Max se había repantigado, con los dedos laxamente enlazados en la nuca y ahuyentado con los codos a los descreídos, ya en pleno humor didáctico. Martha miró a Sir Jack al otro lado de la mesa, pero la presidencia hoy se mostraba tolerante, o quizá maliciosa—. Todo el mundo conoce a Robin Hood es una fórmula miope que hace que un historiador se muera de risa. Todo el mundo conoce, ay, sólo lo que conoce todo el mundo, como mis investigaciones en pro del Proyecto han demostrado tan tristemente. Pero la perla más grande es No se puede andar jugueteando con Robin Hood. ¿Qué cree que es la historia, mi querido Jeff? ¿Una lúcida, poliocular transcripción de la realidad? Vamos, vamos. Los anales históricos de mitad a finales del siglo XIII no son una corriente clara en la que podamos zambullirnos alegremente. En cuanto al patrimonio común de los mitos, sigue siendo ingentemente administrado por varones. La historia, por decirlo sin rodeos, es un tío cachas. Más bien como usted, Jeff, en realidad.
»Ahora bien, lo que primero se piensa del a-sunto. La señorita Cochrane ha suscitado, muy pertinentemente, la cuestión de por qué todos los “pandilleros” eran hombres. Sabemos que uno de ellos, Maid Marian, era a todas luces una mujer completa. De forma que hay una presencia femenina establecida desde el principio. Además, el nombre del propio cabecilla, Robin, es sexualmente ambiguo, una ambigüedad refrendada por la pantomima tradicional inglesa, en que una muchacha interpreta el papel del proscrito. El nombre “Hood”, a este respecto, designa una vestimenta que es ambisexual.[19] Cabría, por tanto, si uno quisiera ser provocativo y algo anti-Jeff, aventurar una recreación del mito de Robin Hood encarnada por el corpus genuinamente femenino del bandolerismo. Los nombres de Moll Cutpurse, Mary Read y Grace O’Malley[20] podrían acudir a algunas mentes, si no a todas, en esta materia.
Sir Jack estaba disfrutando de la turbación de Jeff.
—Bueno, Jeff, ¿qué replica a eso?
—Verá, yo sólo me ocupo del desarrollo del concepto. Desarrollo conceptos. Si el comité decide convertir a Robin Hood y a sus secuaces en una banda de… mariquitas, comuníquenmelo. Pero puedo decirles una cosa: la libra marica no pasa por el mismo torniquete que el superdólar.
—A lo mejor le gustaría estrujarse —dijo el Dr. Max.
—Caballeros. Basta por ahora. Piensen en lo que ha dicho el Dr. Max, que el lunes próximo nos informará en una sesión de urgencia del comité. Oh, y Jeff, que paren las obras en el dormitorio de momento. Por si necesitamos construir más habitaciones para chicas.
La mañana del lunes siguiente, el Dr. Max presentó su informe. A los ojos de Martha estaba tan peripuesto y remilgado como siempre, pero tenía un aire más resuelto. Se vaticinó a sí misma que quizá esta vez desapareciesen sus titubeos preliminares; se preguntó también si Paul lo notaría. El Dr. Max carraspeó, como si, en lugar de Sir Jack, presidiera él la asamblea.
—Por deferencia a la conocida opinión de nuestro presidente sobre la roca sedimentaria y las puntas de flecha de pedernal —comenzó—, les ahorraré la por otra parte fascinante historia inicial de la leyenda de Robin, sus paralelismos arturianos y su posible origen en el gran mito del sol ario. Parejamente, Piers Plowman,[21] Andrew of Wyntoun,[22] Shakespeare. Meras puntas de flecha. Les ahorraré asimismo los resultados de mi sondeo electrónico del Pepe Común, que en el caso presente podría rebautizar Jeff Común. Sí, efectivamente todo el mundo «conoce» a Robin Hood, y conocen justamente lo que cabría esperar. Cero patatero, como se suele decir.
»Dejando aparte todo esto, ¿cómo “actuaría” la banda, por decirlo así? El Jeff Común aplaudiría, creo, la leyenda del archiluchador de la libertad no sólo por sus actos liberadores y su política de redistribución económica, sino también por su forma democrática de elegir a sus compañeros. Fray Tuck, Little John, Will Scarlet y Much, el hijo del molinero. ¿Qué tenemos aquí? Un cura rebelde con una gula desmedida; una persona que sufre de crecimiento retardado o de gigantismo, según lo irónico que se juzgue que ha sido la mente medieval; un posible caso de pityriasis rosea, si bien no es de descartar la dipsomanía; y un productor de harina cuya identidad personal depende de la posición social de su padre. Luego tenemos a Allan-a-dale, cuyo corazón desbordante podría aludir alegóricamente a una dolencia cardíaca.
»En otras palabras, un grupo de marginados dirigido por un empresario que practicaba la igualdad de oportunidades y que era, lo supiese él o no, uno de los que primero aplicaron un programa de derechos positivos.
Martha miraba al Dr. Max con una incredulidad teñida de reservas. No era posible que creyese todo aquello: le estaba tomando el pelo a Jeff. Pero una elegante autoparodia era muy propia del talante normal del Dr. Max, y la mirada inquisitiva de Martha resbaló sobre el reluciente caparazón del orador.
—Lo que nos lleva inevitablemente a considerar las tendencias sexuales de la banda, y a si podrían haber sido una comunidad de homosexuales, subrayando y justificando de este modo su condición de forajidos. Véanse passim diversos reyes ingleses, pero así y todo. Se habló en nuestra última asamblea de la ambigüedad sexual de los nombres, siendo Robin y Marian los principales ejemplos, a los que podría añadirse el caso del hijo del molinero, que textualmente aparece como Much, lo cual podría indicar cierta virilidad corpulenta o jeffneidad, y como Midge, que es un término bien conocido de afecto aplicado a las mujeres de baja estatura.
»En términos generales, debemos tener presente que en las comunidades bucólicas donde el número de varones superan con creces al de hembras, las prácticas entre personas del mismo sexo, sin ninguna cortapisa, constituyen la norma histórica. Tales actividades entrañarían un cierto grado de travestismo, en ocasiones ritualizado y en otras… pues no. Me gustaría asimismo señalar, aun cuando entendería perfectamente que el comité declinase desarrollarlo en forma de concepto, que las comunidades bucólicas de esta índole se entregaban con toda seguridad al bestialismo. Si tomamos la situación actual, los ciervos y los gansos parecen los más proclives a confraternizar; los cisnes, muy poco; el cerdo, en general, prácticamente nunca.
»Ahora bien, si consideramos las pruebas históricas de orientación hacia el mismo sexo, el caso de Maid Marian es fundamental. Según los relatos tan incompletos que han sobrevivido, Marian, cuyo verdadero nombre era Matilda Fitzwater, contrajo matrimonio con Hood en una ceremonia oficiada por Fray Tuck, lo que supuestamente convirtió en dudosa la validez eclesiástica del acto. Sin embargo, se negó a consumar el vínculo hasta que hubiese sido levantado el bando de bandolerismo que pesaba sobre su cónyuge. Entretanto, adoptó el nombre de Maid Marian,[23] vivió en castidad, usaba ropas de hombre y participó en las correrías de la banda. ¿Alguna hipótesis, caballeros, señorita Cochrane?
Pero todos estaban demasiado pendientes tanto del relato del Dr. Max, o por lo menos de su capacidad pictórica, como de su audacia, por no decir temeridad vis-à-vis del propietario de los periódicos de familia. Sir Jack, por su parte, cavilaba en silencio.
—Tres posibilidades se nos ofrecen —prosiguió el Dr. Max suavemente—, cuando menos a mi instrumento cerebral imperfecto. En primer lugar, la posibilidad neutral, no interpretativa (si bien ningún historiador auténtico cree que sea posible la neutralidad no interpretativa), de que Maid Marian obedeciese el código caballeresco de los tiempos tal como lo entendía ella. Segundo, que se tratase de un ardid marital para evitar el sexo penetrativo. Los anales históricos no dilucidan la cuestión de si un voto de castidad se aplicaría también al sexo no penetrativo. Puede que Marian estuviese intentando, como si dijéramos, estar en misa y repicando al mismo tiempo. Tercero, que Matilda Fitzwater, aun siendo jurídica y bautismalmente mujer, era quizá biológicamente hombre, y se estaba sirviendo de alguna laguna técnica en la ley de la caballería para evitar que la descubrieran.
»Sin duda esperan con ansiedad mis conclusiones sobre todas estas cuestiones. Son las siguientes: que personalmente a mí me importan un bledo; que al elaborar este informe pocas veces me he sentido tan vejado en mi vida profesional; y que he enviado mi dimisión por correo. Gracias, caballeros, señorita Cochrane, presidente.
Dicho esto, el Dr. Max se levantó e hizo un airoso mutis por el foro. Todos aguardaron a que Sir Jack emitiese un veredicto. Pero el presidente, insólitamente, se negó a tomar la iniciativa. Por último, Jeff dijo:
—Yo diría que él mismo se ha disparado un tiro en el pie.
Sir Jack se encogió de hombros y se removió.
—Usted diría eso, ¿verdad, Jeff? —El desarrollista comprendió que su suposición había sido apresurada—. Yo diría, por mi parte, que la aportación del Dr. Max ha sido muy positiva. Provocadora, por supuesto, y por momentos rayana en ofensiva. Pero no he llegado a donde estoy empleando a personas dóciles, ¿o sí, Marco?
—No.
—¿O quiere decir sí en esta ocasión? Da lo mismo.
La sesión continuó su curso. Sir Jack indicó la dirección que debían seguir. Mark, que olfateaba todos los vientos, respaldó la propuesta de que hubiera un reclutamiento activo de homosexuales y minorías étnicas. Convino asimismo en que era necesario investigar más acerca del modo en que las condiciones del bandolerismo pudieran brindar a los discapacitados una contribución más plena que la que consentía la sociedad marginadora actual. ¿Pues quién tenía un olfato más agudo que las personas visualmente deficientes? ¿Qué torturado podía mostrar más entereza que un sordomudo?
Una última sugerencia fue inscrita en el acta. ¿No podría haber dos bandas separadas en Sherwood Forest, ideológicamente afines pero autónomas? Una, encabezada por Robin Hood, sería la organización tradicional panmasculina, aunque orientada hacia las minorías; y la otra un grupo de mujeres separatista dirigido por Maid Marian. Estas cuestiones fueron pospuestas para ulterior deliberación.
Cuando se estaban dispersando, Sir Jack engarfió un dedo señalando al desarrollador de concepto.
—Por cierto, Jeff, ¿se da cuenta de que le hago personalmente responsable?
—Gracias, Sir Jack.
—Bien.
El presidente se volvió hacia la última Susie.
—Em. Discúlpeme, Sir Jack. ¿De qué?
—¿De qué qué?
—¿De qué soy personalmente responsable?
—De garantizar que continúen las aportaciones pertinentes del Dr. Max a nuestro foro de ideas. Vaya a buscarle, cabeza de chorlito.
—Victor —dijo tía May—. Qué agradable sorpresa.
Le abrió de par en par la puerta principal de Ardoch. Algunos sobrinos querían que les recibiese una pupila: una pupila muy concreta. Pero al sobrino Victor le gustaba hacer las cosas como es debido: aquélla era la casa de la tía May, y por lo tanto tía May abría la puerta.
—Le he traído una botella de sherry —dijo Sir Jack.
—Un sobrino siempre tan considerado. —Hoy ella era una mujer elegante, con traje de tweed y reflejos de un azul plateado en el cabello; respetable, afectuosa, pero firme. Al día siguiente sería otra tía May—. La abriré más tarde. —Sabía que la bolsa marrón contendría asimismo el número correcto de billetes de mil euros—. Me siento mucho mejor después de tus visitas.
Era cierto. Algunas de las chicas se quejaban de que el suplemento no valía la pena, y de por qué a Victor se le consentía y a otros no. Bueno, no tendrían que preocuparse mucho más tiempo; y ella no debería molestarse en buscar una nueva Heidi cada pocos meses.
—¿Puedo ir a jugar, tía?
De todos sus sobrinos, Victor era el que más pronto entraba en faena. Sabía lo que quería, cómo y cuándo. Lo echaría de menos. A veces le costaba siglos lograr que sobrinos nuevos expresaran sus deseos. Tratabas de ayudarles y equivocabas el tiro. «Ahora ya lo has estropeado», se quejaban.
—Ve a jugar, Victor, querido. Yo voy a echarme a descansar un rato. Ha sido un día agotador.
Los andares de Sir Jack cambiaron cuando se encaminaba hacia la escalera. Caminaba con el trasero más caído y las rodillas más blandas; sus pies apuntaban hacia fuera. Bajó la escalera con un bamboleo lateral, como si temiese tropezar en cualquier momento. Pero conservó el equilibrio; era un chico mayor ahora, y los chicos mayores sabían dónde ir. La primera vez la tía May había intentado acompañarle, pero él la disuadió enseguida.
El cuarto de juegos tenía doce metros por siete, estaba muy bien iluminado y había carteles alegres en sus paredes amarillas. Dos objetos lo presidían: un corral de madera de un metro y medio de alto y tres metros cuadrados de superficie, y un cochecito de niño de dos metros y medio de largo, con ruedas de gruesos radios y ejes sólidos. Orlaba la capota una bandera del Reino Unido. El bebé Victor ajustó los reguladores de intensidad de la luz situados a la altura de las rodillas y el silbido de la estufa de gas. Colgó la chaqueta y tiró la camisa y la ropa interior encima del caballito de balancín. Cuando fuese mayor montaría en el caballo, pero todavía era demasiado pequeño.
Desnudo, soltó el pestillo grande de latón y entró en el corral. En una bandeja de plástico para el té había una temblorosa gelatina verde, recién salida del molde y de medio metro de alto. A veces le gustaba vertérsela sobre el estómago. Otras veces prefería cogerla y lanzarla contra la pared, en cuyo caso se ganaría una regañina y una tunda. Hoy no le tentaba. Se tumbó de bruces y enterró la nariz en la estera de felpa de color ciruela, despatarrado como una rana. Se volvió a medias y miró de hito en hito el tocador. La enorme pila de pañales, la botella de lubricante para bebés, de medio metro de alta, y el bote de polvos a juego. Tía May sabía sin duda cómo se hacían las cosas. Había tenido que investigar, pero se merecía cada euro.
En el momento justo se abrió la puerta del cuarto.
—¡Bebé! ¡Bebé Víctor!
—¡Gu-gu-gu-gu!
—El culito del bebé. El culito del bebé necesita pañalito.
—Paaañalito —ronroneó Sir Jack—. Paaañalito.
—Un bonito pañalito —dijo Lucy. Llevaba un uniforme de niñera medio marrón, recién planchado, y su nombre de verdad era Heather; sin que lo supiera tía May, estaba preparando su doctorado en estudios psicosexuales en la Universidad de Reading. Pero aquí la llamaban Lucy y le pagaban al contado. Cogió del tocador el bote gigante de polvos y lo depositó encima de la barandilla del corral. Polvos perfumados llovieron de los agujeros grandes como el pitorro de una tetera. Víctor gorgoteaba y se remecía de placer. La niñera hizo una pausa y acto seguido frotó los polvos contra la piel del bebé con una fregona de pelo de camello atada al palo de una escoba. Él se tumbó de espaldas y ella le empolvó el otro lado. Luego cogió del tocador un pañal del tamaño y la tela de una toalla de baño. Sir Jack ocultaba la ayuda que prestaba y Lucy la cantidad de fuerza física requerida en manipular para envolverle en el paño mullido. Él separaba y juntaba las piernas con absoluta autenticidad mientras ella le envolvía en el pañal y, por último, lo sujetaba con un imperdible de latón de 50 centímetros. Casi todos los bebés optaban por pañales de plástico acolchados y con cierres Velero; y el mero sonido del Velero al despegarse les causaba un efecto instantáneo. Pero el bebé Víctor prefería el pañal de felpa con su imperdible. Heather caviló sobre la infancia que ambos estaban reproduciendo: ¿los padres de Víctor habrían sido inexpertos, anticuados, o quizá simplemente pobres?
—¿El bebé hambre? —preguntó Lucy. A este bebé también le gustaba el lenguaje infantil. Otros necesitaban frases de mayores, lo que tal vez delataba que en la infancia les habían tratado desde el principio como a adultos, y en consecuencia se les habían negado las experiencias genuinas de una crianza que ahora reclamaban; o quizá indicase un deseo de control adulto sobre la fantasía; o, incluso, una incapacidad de regresión más completa.
«¿A lo mejor el bebé quiere que le cambiemos el pañal?», decían con plena corrección gramatical. Pero aquel bebé exigía un trato de bebé absoluto. Pañales de tela, una entonación naturalista y… todo lo demás, que ella evitaba pensar de momento. Repitió, en cambio: «¿El bebé hambre?»
—Teta —murmuró él. Un comunicador precoz, ciertamente, para ser un bebé de tres meses, pero una inarticulación fiel hubiera hecho difícil la tarea.
Lucy fue a la puerta, la abrió y gritó «Bebé ham-briento», con una voz afectada, arrulladora y a la vez pícara. Dos metros más arriba de la cabeza de Lucy, Gary Desmond alzó los pulgares de alegría por la calidad del sonido. Observó el monitor mientras Lucy cerraba la puerta y Sir Jack se ponía de pie en el corral. Avanzó hacia el tocador con talonazos torpes y un anadeo culibajo, abrió el cajón inferior y sacó una cofia azul a cuadros. Se ató las cuerdas debajo de la barbilla y luego trepó resueltamente por los peldaños reforzados del cochecito y se instaló dentro. El coche se meció sobre sus muelles como un trasatlántico, pero por lo demás no se movió. Tía May se había cerciorado de que estuviese bien atornillado al suelo.
Una vez sentado debajo de la capota levantada, con su orla de la bandera inglesa, Sir Jack empezó a lloriquear y a enseñar los dientes. Al cabo de un rato los pucheros cesaron y en una sala contigua una voz berreó: «¡TETA!»
Al oír esta señal, Heidi entró a trompicones. Todas las madres lactantes que tía May contrataba se llamaban Heidi; era una tradición de la casa. A la actual se le empezaba a cortar la leche, o tal vez estaba harta de que le succionaran los pechos bebés de edad mediana; en cualquier caso, habría que reemplazarla al cabo de una o dos semanas. Era la parte más ardua de la profesión de tía May. En una ocasión, desesperada, había contratado a una Heidi caribeña. ¡Qué rabieta había cogido Sir Jack aquel día! La idea había sido realmente funesta.
Víctor insistía también en que el sostén de amamantar fuese el adecuado. A algunos bebés les gustaba el que usan las bailarinas en topless, pero Víctor se tomaba en serio su condición de rorro. Heidi, que llevaba el pelo abombado en un pliegue francés, despegó la blusa un poco de su falda con peto, se encaramó sobre el costado del coche, se desabrochó y luego destapó la pezonera. Sir Jack gorgoteó «Teta» otra vez, se cubrió los dientes con los labios para poner una boca de lactante y aceptó el pezón al descubierto. Heidi se apretaba suavemente el pecho; Víctor alargó una pezuña de campañol y la posó contra el sostén; cerró los ojos sumido en una satisfacción profunda. Al cabo de unos minutos eternos, Heidi retiró el pezón, dejando que la leche salpicara las mejillas de Víctor, y le ofreció el otro pecho. Lo apretó, la boca del bebé volvió a succionarlo y tragó la leche a gorgoteos. A Heidi le costaba más trabajo llegar con este pecho hasta la boca lactante, y se concentró en que el suministro fuera exacto. Por último, él abrió los ojos tras una modorra profunda y apartó con suavidad a la nodriza. Esta le vertió encima unas gotas más de leche y estimó que Víctor estaba ya listo. Sabía que prefería que Lucy le limpiase la leche. Reajustó sus pezoneras, se abrochó la blusa y como casualmente deslizó la mano por la parte delantera del pañal abultado. Sí, el bebé Víctor estaba ya bien a punto.
Salió del cuarto. Sir Jack empezó a lloriquear para sí, primero en silencio y luego más fuerte. Finalmente estalló: «¡PAÑAL!», y Lucy, que aguardaba detrás de la puerta, con un cuenco de agua helada en las manos, entró corriendo.
—¿Pañal mojado? —preguntó, preocupada—. ¿Pañal de bebé mojado? La niñera va a ver.
Cosquilleó la barriguita de Víctor, y lenta, cuidadosa, juguetonamente, soltó el imperdible. La erección de Sir Jack estaba en su apogeo, y Lucy la palpó con las manos frías.
—Pañal no mojado —dijo, con tono perplejo—. Bebé Víctor no mojado.
Los pucheros de Sir Jack la instaron a buscar otras causas. Limpió la leche de Heidi de los mofletes bovinos de Victor y después jugueteó suavemente con sus pelotas. Pareció que a la postre se le ocurría una idea.
—¿Bebé con picor? —se preguntó en voz alta.
—Picó —repitió Victor—. Picó.
Lucy cogió el botellón de aceite para niños.
—Picor —dijo, con voz tranquilizadora—. Pobre bebé. Niñera lo arregla.
Volcando la botella, vertió un chorrito sobre el vientre montañoso y los muslos paquidérmicos del bebé Victor, y sobre lo que ambos simulaban que era su colita. Después empezó a restregar los picores del bebé.
—¿A bebé Victor le gusta el frote? —preguntó.
—Uh…, uh…, uh —murmuró Sir Jack, dictando el ritmo preciso. A partir de entonces Lucy evitaba el contacto visual. Había procurado ser objetiva; ella era, en definitiva, Heather, y aquello era una útil y bien pagada investigación de campo. Pero descubrió que, extrañamente, sólo podía adoptar un pleno desapego involucrándose más, convenciéndose de que, en efecto, era Lucy y el cliente era efectivamente el bebé Victor, con el pañal suelto, desnudo salvo por la cofia azul, y despatarrado ante ella.
—Uh…, uh…, uh —prosiguió él mientras ella derramaba más aceite alrededor de su coronilla—. Uh…, uh —continuó mientras alzaba las caderas para indicarle que le untase un poco más los testículos—. Uh…, uh… —con un gruñido más pausado, para darle a entender que lo estaba haciendo a las mil maravillas. Luego, con un rugido más fuerte y más adulto, susurró—: Poti.
—¿Bebé poti? —preguntó ella, alentadoramente, aunque no del todo convencida de que el bebé fuese capaz del acto supremo de la bebeidad. Había algunos bebés que querían que les dijesen que no, y obedecían. Otros querían que les dijesen que no para gozar la emoción de transgredir la orden. Pero el bebé Victor era un bebé auténtico; no había complicaciones ni ambigüedad en sus exigencias imperiosas. Lucy comprendió que se avecinaba la última.
Él impulsó hacia arriba las caderas, ella lo estrujó en respuesta con sus manos pringadas, y Sir Jack Pitman, empresario, innovador, hombre de ideas, mecenas de las artes, restaurador urbanístico, Sir Jack Pitman, más un auténtico almirante que un capitán de la industria, visionario, soñador, hombre de acción y patriota, acometió un crescendo ronco que culminó en un sforzando bramido de ¡POOOOOOOTI! Expulsó una ristra de pedos sólidos, se corrió a sacudidas en las manos unidas de Lucy y ejecutó una cagada espectacular en el pañal.
A algunos bebés les gusta que los limpien, los sequen y les pongan polvos, lo que costaba unos cuantos miles de euros más y era impopular entre las chicas. Pero la tarea de Lucy ya había terminado; el bebé Victor prefería que llegado a aquel punto le dejasen solo. En la secuencia final de la cámara se le veía saltar del cochecito y caminar como un adolescente incipiente hacia la ducha. Gary Desmond no se molestó en documentar el tempo ni el narcisismo de Sir Jack vistiéndose.
Tía May acompañó a Victor hasta la puerta, como hacía siempre, le dio las gracias por la botella de sherry y le comunicó que esperaba su visita el mes siguiente. Se preguntó si él acudiría. No le agradaba la idea de perder a uno de sus sobrinos más asiduos. Pero si era cierto que él tenía algo que ver con aquella carnicería espantosa…, y la suma del coronel Desmond había sido asombrosamente generosa…, y no tendrían que acordarse de poner la bandera nacional en el cochecito… Y las chicas no aprobaban realmente a los cagones. Decían que era llevar demasiado lejos el juego de las niñeras.
Sir Jack Pitman salió piafando de Ardoch y silbó a la limusina. Se sentía rejuvenecido. Allí estaba Woodie, con la gorra debajo del brazo, sujetando la puerta abierta. La gente como Woodie era la sal de la tierra. Un chófer excelente; leal, además. No como el joven Harrison, que ponía la nariz respingona cuando le ofrecían la ocasión de conducir la limusina de Sir Jack. Ansioso de irse a casa a besuquearse con la Cochrane. Martha Cochrane era una disidente que intentaba subvertir al «guardián de sus ideas.» Pero ni siquiera la breve rememoración de aquella sórdida pareja pudo nublar su buen humor. Lealtad. Sí, tenía que dar a Woodie una opípara propina cuando llegasen a casa. ¿Y qué oirían en el camino? ¿La séptima, quizá? Le mantenía a uno alegre si uno estaba en vena, le alegraba a uno en caso contrario. Sí, la séptima. Un tío cojonudo, el bueno de Ludwig.
El rey pilotaba el avión real desde Northolt a Ventnor. En todo caso, creía que pilotaba; y así era, más o menos. Pero desde que se había producido la secuencia de incidentes reales, habían instalado un sistema que anulaba el automatismo. El copiloto oficial —que había demostrado ineficiencia en el curso de la trágica incineración del centro de asistencia diurna perpetrada por el príncipe Rick— estaba allí sólo para hacer bonito. Cruzado de brazos, no hacía nada más que sonreír y aprobar, como un pasmarote ante el cual el piloto real podía sentirse superior. Había un minúsculo desfase entre las exigencias de vuelo del rey y su refrendo por parte del comandante del aire (Patrimonio) en Aldershot. Hoy, con cielos despejados y una ligera brisa de suroeste, el rey estaba virtualmente al mando. Poca cosa debía hacer Aldershot; el copiloto, por su parte, podía sonreír al plácido paisaje y aguardar la cita al oeste de Chichester.
Aparecieron, chatos y estrepitosos, dos Spitfires y un Hurricane, oscilando sus alas redondeadas, listos para escoltar al reactor rumbo a la inauguración oficial de la isla. Aldershot anuló brevemente los mandos reales y desaceleró para recuperar la velocidad de vuelo convenida. Los Spitfires ajustaron la posición de sus alas y el Hurricane se situó a popa.
El sistema de comunicación de los cazas último modelo llevaba incorporadas interferencias de época.
—Teniente general «Johnnie» Johnson informando, señor. En el ala estribor tiene al comandante «Ginger» Baker, y a babor al capitán «Chalky» White.
—Bienvenidos a bordo, caballeros —dijo el rey—. Pónganse cómodos y disfruten del espectáculo, ¿eh? ¿Roger, o cómo?
—Roger, señor.
—Sólo por curiosidad, teniente coronel, ¿quién era Roger?
—¿Señor?
—Me parece recordar que trabajaba para una empresa llamada Wilco.
—Me temo que no le sigo, señor.
—Era sólo una broma, teniente coronel. Corto y fuera.
El rey lanzó una mirada a su copiloto y movió la cabeza decepcionado. Habían repasado el guión esa mañana, en Palacio, y él había ensayado su texto con Denise mientras esperaban para despegar. Ella casi se hizo pis. Era una consorte fabulosa, Denise. ¿Pero de qué servía pagar tanto dinero si el auditorio no lo entendía?
Cruzaron la costa cerca de Selsey y enfilaron rumbo al suroeste a través del Canal de la Mancha.
—Una joya engastada en un mar de plata, ¿eh? —murmuró el rey.
—Así es, señor.
El copiloto asintió como si Su Majestad acuñase a menudo frases semejantes.
La pequeña escuadrilla prosiguió su vuelo por encima de las olas. Al rey siempre le inspiraba cierta melancolía comprobar lo pronto que se llegaba al mar y lo pequeño que era su reino comparado con el que antaño habían regentado sus antepasados. Tan sólo unas generaciones atrás, su-sin-embargo-muchas-veces-bisabuelo había gobernado un tercio del planeta. En Palacio, cuando juzgaban que su amor propio juvenil era un poco endeble, exhumaban atlas engañosos para enseñarle lo rosa que había sido el mundo en una época y la importancia aplastante de su linaje. Ahora todo aquello se había esfumado, toda la justicia y la majestad y la paz y el poder y el ser el puñetero número uno, se habían esfumado, ido, muchísimas gracias, guiri. Hoy día el país era tan pequeño que apenas cabía un alfiler; se había encogido hasta el tamaño de los tiempos en que el rey Alfredo quemó los pasteles. Solía decirle a Denise que si el país no se espabilaba, los dos acabarían haciendo repostería casera, como en la época de Alfred.
Apenas estaba concentrado; había largos lapsos en que el avión parecía volar solo. De pronto le cosquilleó los oídos una ráfaga de chisporroteos.
—Enemigos en las tres en punto, señor.
El rey miró a donde apuntaba el copiloto. Una avioneta se dirigía hacia las proas de la escuadrilla, remolcando una larga pancarta. Leyó: SANDY DEXTER Y EL «DAILY PAPER» SALUDAN A SU ALTEZA.
—Qué huevones —murmuró el rey. Se volvió y gritó a través de la puerta abierta de la cabina—: Eh, Denise, ven a ver a estos huevones.
La reina recogió sus fichas de Scrabble porque no podía fiarse totalmente de que su dama de honor no le hiciera trampas, y asomó la cabeza por la cabina.
—Huevones —dijo la reina—. Putos huevones.
Ninguno de los dos tenía tiempo que dedicar a Sandy Dexter. En opinión de ambos, Dexter era un baboso y el Daily Paper no valía ni para limpiarse el culo. Por supuesto que ambos lo habían leído por separado, para ver qué basura y qué mentiras querían que sus súbditos tragasen. Así se había enterado la reina Denise de las frecuentes visitas que su marido hacía a aquella maldita furcia que se había agenciado las tetas en Norteamérica, Daphne Lowestoft. Necesitaría muchísimos más artificios cosméticos si alguna vez ponía el pie en el palacio cuando Denise estuviese allí. En el Daily Paper era también donde el rey había descubierto que el reciente y encomiástico interés de su esposa en salvar delfines lo compartía alguien con traje de neopreno cuyo nombre él no soportaba siquiera pronunciar. Curioso cómo sobresalía todo en aquellos trajes de buceo, como en un anuncio.
Ahora, mientras lo observaban, el pequeño Apache de Dexter viró y volvió a pasar por delante de las proas en dirección opuesta. El rey se imaginó al chupaculos descojonándose y diciéndole al fotógrafo hacia dónde tenía que enfocar la punta del largo objetivo. Probablemente ya habían sacado una foto de la cabina del avión real.
—Reyecito —dijo la reina—. Haz algo.
—Puto huevón —repitió el rey—. ¿Cómo librarnos de ese baboso?
—Roger, señor.
El teniente coronel «Johnnie» Johnson se despegó del reactor real y puso rumbo hacia el Apache para interceptarlo. Le cerró el paso con su provocación volante. Vamos a jugar un poco, ¿por qué no? Luego pensó: ¿y si le damos al jodido un buen susto? Al cañón del ala aún debía de quedarle alguna munición después del ensayo para la Batalla de Inglaterra realizado la víspera. Métele un petardo por el culo y que el tío se mee en los pantalones. Puñeteros periodistas.
El Hurricane se aproximó más. Johnson gritó por el interfono: «¡Éste es mío!», y enfiló la diana en el visor, apretó el gatillo y notó el temblor del fuselaje cuando escupió dos ráfagas de ocho segundos. Maniobró para un ascenso en flecha, como el manual ordenaba, y se estaba riendo entre dientes cuando oyó por radio que la voz inconfundible de «Ginger» Baker rompía el silencio. «Cristo, hostia», fueron sus inequívocas palabras.
El teniente coronel miró atrás. Al principio, lo único que alcanzó a ver fue un reguero de fuego en expansión. Poco a poco se convirtió en una línea vertical de caída, de un trazo muy fino, mientras la pancarta se enroscaba y ondeaba intacta. No aparecían paracaídas. El tiempo se lentificó. La radio enmudeció. Los tripulantes de la escuadrilla real observaron cómo los restos de la avioneta rebotaban brevemente contra la superficie lejana del agua y a continuación se hundían.
«Johnnie» Johnson volvió a alinear su caza a popa. Los acantilados orientales de la isla surgieron lentamente ante la vista. Entonces el capitán «Chalky» White emitió su señal de llamada.
—Diario de a bordo, capitán —dijo—. Me ha parecido un fallo de motor.
—Los boches suelen sentarse encima de sus propias bombas —añadió «Ginger» Baker.
Hubo una larga pausa. Finalmente el rey, tras haber reflexionado, habló por el interfono.
—Enhorabuena, teniente coronel. Yo diría bandidos en polvorosa.
La reina Denise tomó prestadas tres letras de su dama de honor y compuso la palabra BABOSO.
—Pan comido, señor —contestó «Johnnie» Johnson, recordando la frase que diría al final de la Batalla de Inglaterra.
—Yo diría, en conjunto, punto en boca —agregó el rey.
—Punto en boca, señor.
La escuadrilla emprendió el descenso hacia Ventnor y recibió autorización de aterrizar. Cuando se abrió la puerta del avión real y la banda de música atacó el himno monárquico, el rey trató de recordar exactamente qué le había dicho al teniente coronel para que se pusiera hecho un basilisco y derribara a Sandy Dexter en pleno Canal de la Mancha. Era lo malo de estar en la mira del público: cualquier cosa que dijeras se malinterpretaba espantosamente. El teniente coronel, a su vez, se preguntaba quién habría suplantado su munición de fogueo por fuego real.
Una tropa de paracaidistas corpulentos, con miriñaques inflados y huevos de goma bien pegados con cola a sus cestas de mimbre, descendió de un cielo sin viento hacia la plaza del pueblo, frente a Buckingham Palace.
—¡Cielos, Betsy! —rugió Sir Jack desde la tribuna del desfile.
De pie, a su lado, el rey estaba cansado. La tarde era calurosa, y en parte se sentía un pelín culpable por el derribo, la víspera, de Sandy Dexter. Denise se había comportado muy bien: era una consorte fabulosa, Denise. Secretamente, le disgustaba una pizca la idea de achicharrar a periodistas, y había consultado a su edecán acerca de una donación anónima para la viuda de Dexter. El edecán había consultado, a su vez, con el jefe de prensa, quien informó de que Dexter no se distinguía por sus costumbres hogareñas —más bien al contrario— y esto, en cierto sentido, había sido un consuelo.
Luego se había celebrado el recibimiento oficial, y a pesar de la novedad que representaba la isla, ser recibido por Sir Jack Pitman no era muy distinto de ser recibido por algunos jefes de Estado que podía mencionar, sólo que por lo menos Pitman no había intentado besarle en ambas mejillas. El recorrido de la isla en helicóptero…, bueno, menos mal que eso había sido divertido. Una especie de versión de Inglaterra a cámara rápida: ahora el Big Ben, al minuto siguiente el cottage de Anne Hathaway,[24] luego los acantilados blancos de Dover, el estadio de Wembley, Stonehenge, su propio Palacio y el bosque de Sherwood. Habían telefoneado a Robin Hood y su banda, y le habían respondido disparándoles flechas.
—Granujas y bribones —había gritado Pitman—, son incapaces de hacer nada de provecho.
El rey había sido el primero en reírse, y para mostrar su famosa sangre fría, había replicado:
—Menos mal que no les ha dado misiles tierra-aire.
Luego había habido la fila interminable de apretones de mano a todo género de pajarracos raros, Shakespeare, Francis Drake, Muffin the Mule, jubilados de Chelsea, un equipo completo de futbolistas, el Dr. Johnson, que parecía un sujeto bastante alarmante, Nell Gwyn, Boadicea, y más de cien puñeteros dálmatas. Era una sensación bastante rara estrechar la mano de tu propia bisabuela, sobre todo si no conseguías hacer risas con ella y se empeñaba en fingir que era la reina emperatriz. A todo esto, no estaba seguro de que hubieran debido presentarle a Oliver Cromwell. Qué mal gusto, realmente. Pero aquella Nell Gwyn era una tía de bandera, con aquel escote y, en fin, las naranjas. Pero la forma en que Denise había dicho: «¿Tú crees que son de verdad?», le había enfriado el ardor. A veces podía ser una auténtica perra, Denise; la mejor de las consortes, pero una auténtica perra. Si cuando menos no hubiese tenido aquel ojo infalible para el artificio cosmético; y Su Majestad era lo bastante anticuado para que le gustaran esos artificios sólo en el caso de que no se notaran. Se imaginaba la escena: unos cuantos retozos, las naranjas rodando por debajo de la cama, el buen Reyecito reclamando —¿cómo decían los gabachos?— su droit de seigneur, y luego, justo en el peor momento, recordando las palabras de Denise: «¿Tú crees que son de verdad?» Un corte regio, sería.
Almuerzo. Siempre había un almuerzo, esta vez con demasiadas copas de aquel vino Adgestone del que la isla, en su opinión, estaba excesivamente orgullosa. Siguieron horas en la tribuna presidencial bajo un sol fuerte. Había presenciado un desfile de la Guardia Real y otro de taxis de Londres (lo que francamente se parecía demasiado a lo que se veía desde la ventana de Buck House), de personajes históricos y montones de mitos. Había visto a Beefeaters y a petirrojos de un metro ochenta ejecutando un baile coordinado sobre nieve que se negaba a derretirse bajo el calor estival. Había escuchado a bandas de música, orquestas sinfónicas, grupos de rock y divos de la ópera sintetizados para él en el ciberespacio. Lady Godiva había pasado montada a caballo, y sólo para asegurarse de que ella no estaba en el ciberespacio él se había llevado el par de prismáticos a los ojos. Al notar que algo se rebullía a su izquierda, había levantado una palma regia para tranquilizar a su reina. Denise, en público, sabía guardar la compostura, y en esta ocasión no hubo pequeños comentarios subversivos sobre celulitis o arrugas. Era despampanante, aquella Lady Godiva.
—Vaya suerte tiene ese caballo —había murmurado al amigo Pitman, que estaba a su derecha.
—Ciertamente, señor. Aunque debo añadir que soy hombre de familia.
Joder, ¿por qué todo el mundo la tenía tomada hoy con él? Igual que esta mañana, durante el recorrido de la isla, en que había habido un desvío especial para sobrevolar cierto monumento conmemorativo. No era más que un estanque de pueblo con unos cuantos patos y algunos sauces llorones, pero habían bastado para que a su anfitrión gordo se le humedecieran los ojos y se pusiese a parlotear como el arzobispo de Canterbury.
Ahora presenciaba el descenso en paracaídas, al compás de una banda sonora patriótica, de unos hombres de la Fuerza Aérea Especial, o lo que fueran, todos disfrazados de mujeres y acarreando una cesta de huevos. No tenía la menor idea de qué pintaba aquel grupo en el programa. En un momento dado se trataba de un torneo real y al siguiente un total desbarajuste. Tenía la sensación de que cada miembro de la especie humana, amén del reino animal y un millón de personas disfrazadas de plantas, iba a desfilar uno por uno ante la tribuna y de que tendría que saludar, dar la mano y colgar chatarra hasta en el último de aquellos capullos. El vino de Adgestone le repetía en el estómago y la música tronaba.
Pero no en vano tenía él los genes de los Windsor. Sus antepasados le habían transmitido algunas triquiñuelas del oficio. Haz pis siempre antes, era la primera regla. La segunda: cargar más el peso sobre un pie, y cambiar de pie al cabo de un rato. La número tres era de Denise: admira siempre las cosas que no te importaría que te regalaran luego. Y la número cuatro era suya propia: en el preciso momento en que todo aquel maldito rollo se volvía insoportable y te morías de aburrimiento, te volvías hacia tu anfitrión, como ahora se volvió hacia Pitman, y decías, lo bastante alto para que te oyeran los de alrededor: «Grandioso espectáculo.»
—Gracias, señor.
Hechos los cumplidos, el rey bajó la voz:
—Y qué buena está Lady Godiva, si me permite la osadía. Una real hembra.
Sir Jack continuó mirando a los travestidos de la FAE que recogían sus paracaídas. Cualquiera hubiese pensado que hacía un comentario sobre ellos cuando murmuró:
—Es una gran admiradora de Su Majestad, señor, si yo puedo permitirme la osadía.
¡Chúpate ésa! El viejo hipócrita. Pero quizá se pudiese salvar el día. Quizá Denise tuviera que regresar en el avión un poco antes.
—Nada de discursos —prosiguió Sir Jack, todavía en voz baja. ¡Los cojones! El mariconazo parecía leerle el pensamiento—. A no ser que Su Majestad quiera. Nada de impuestos. Ni prensa amarilla. Apariciones ocasionales de la real persona, aunque réplicas muy fieles aliviarán la mayor parte de esta carga. Ni jefes de Estado peñazos que vengan de visita. A no ser que Su Majestad desee que vengan: comprendo la fuerza del compromiso familiar. Y, por descontado, ni una sola bicicleta.
Como al rey le habían prevenido de que no negociase nada directamente con Pitman, que tenía fama de ser un tipo habilidoso, se limitó a contestar:
—Hay algo de desgarbo en las bicis, ya sabe. Esa manera en que sobresalen las rodillas.
—Cristales dobles —dijo Sir Jack, moviendo la cabeza hacia Buckingham Palace—. Televisión digital, por cable y por satélite. Conexión telefónica gratuita con todo el planeta.
—¿Y bien?
El rey consideró presuntuosa esta última observación. Era, a su juicio, una alusión demasiado directa a la instalación forzosa de teléfonos de pago en Buck House a raíz de la última moción de censura en la Cámara de los Comunes. La verdad, ya estaba harto del calor, de aquel anfitrión prepotente y de aquel puñetero vino.
—¿Qué le hace pensar que me importa algo esa jodida factura telefónica?
—Estoy seguro de que no le importa, señor, completamente seguro. Lo único que pensaba es que no es nada cómodo ir a la cabina cada vez que tenga que ordenar un ataque aéreo. Si Su Alteza me capta.
El rey le mostró un frío perfil real y jugueteó con su sortija de sello. Si Su Alteza me capta. Muy difícil no captarlo, ¿eh? Como no oler los pedos de un mastín de Denise si estabas en la dirección del viento.
—Ah. Hablando del rey de Roma.
El rey se preguntó si a aquel maricón de Pitman le habrían dado un soplo o si era pura suerte. Pero entonces, como a propósito, aparecieron dos Spitfires y un Hurricane, pilotados, según confirmó el sistema de megafonía, por el capitán «Chalky» White, el comandante «Ginger» Baker y el teniente coronel «Johnnie» Johnson. Volaron bajo, saludaron al palco presidencial, balancearon las alas, hicieron volteretas lentas, rizaron el rizo, dispararon munición de fogueo y dejaron una estela de humo rojo, blanco y azul.
—A propósito —dijo el rey—, y con carácter facultativo, como dicen todo el rato mis sabios consejeros. En mi cuartel general dispongo de todo un maldito ejército, de una armada y una fuerza aérea dispuestas a defenderme si las cosas se ponen feas. Aquí ustedes tienen esas tres piezas de museo equipadas con cerbatanas. No es como para que los guiris se caguen de miedo, ¿no le parece?
Sir Jack, que había ordenado que grabaran su conversación con el rey, se alegró de aquellas frases que, si las circunstancias lo exigían, podrían convertirse en otra metedura de pata soberana. Por el momento se limitó a tomar nota, así como del aburrimiento regio, de sus jeremiadas, su alcoholemia y su lujuria.
—Y también, sin menoscabo de lo anterior, Alteza —contestó—, aun cuando mi intención era posponer estas deliberaciones hasta la reunión siguiente con sus sabios consejeros, le sorprendería saber lo barato que cuesta el armamento nuclear en este mundo moderno en que vivimos.
La reina Denise regresó a la metrópoli al día siguiente para continuar sus actividades de beneficencia. El rey canceló un almuerzo con el regimiento, tras haber decidido que era necesaria su regia presencia en vista de que las conversaciones sobre conversaciones parecían estar degenerando en conversaciones. Resultó que Lady Godiva no tenía celulitis ni arrugas, que él pudiese ver, y que era una ferviente patriota.
Según The Times of London, que ahora se publicaba en Ryde, cuatro diarios de vuelo distintos coincidían en informar de la aparición, tres días antes, de una avioneta no identificada a diez millas al sur de Selsey Bill. Todos ellos hablaban de una pérdida de control repentina. No había posibilidad de supervivientes. The Times confirmó la desaparición de un periodista muy popular de la prensa rosa y de un fotógrafo de renombre, aunque conocido por sus altercados con gente famosa. La oficina de Sir Jack emitió un comunicado ratificando que la avioneta se había hundido dentro de las aguas territoriales de la isla, y que sus tumbas se respetarían a perpetuidad. Dos días después, como las conversaciones rindieron frutos satisfactorios, Sir Jack Pitman sobrevoló el lugar del accidente en un helicóptero de la Pitco. Con una sonrisa radiante, arrojó una corona enorme.
El sexagésimo quinto cumpleaños de Sir Jack fue elegido como el día más idóneo para entrar en acción. En el refugio de doble cubo, réplica del original, dentro del cuartel general de la isla, Sir Jack lucía con desafío los tirantes del Palacio de Westminster. ¿Qué importaba si a la postre se estaba cerrando las puertas de la Cámara de los Lores? El hatajo de idiotas y tontos de babero de los distintos partidos a los que había hecho donaciones más que generosas a lo largo de decenios habían perdido la oportunidad de investirle de armiño. Pues que así fuera. Los hombres pequeños siempre trataban de tumbar a los más grandes; los hipócritas recibirían su merecido. Y sólo porque poco antes, un inspector bisoño del Ministerio de Comercio e Industria, muy poco versado en prácticas comerciales modernas, había intentado medrar por medio de una frase barata. Decir que Sir Jack Pitman era tan honorable como Taras Bulba era un gastado insulto racista. La expresión «incapaz de regentar un puesto de pescado» era particularmente vejatoria. En su momento, había ordenado que entregaran cincuenta kilos de abadejo en la modesta residencia del inspector en Reigate, con toda una tribu de paparazzi presentes para dejar constancia de la humillación; pero no estaba seguro de que la iniciativa hubiese sido demasiado sutil. El inspector se las había arreglado para presentar las cosas de manera que el envío pareciese una tentativa de soborno. El asunto se les había escapado de las manos, y la broma de Sir Jack diciendo que los moluscos procedían de su cuenta en un paraíso fiscal había sido erróneamente interpretada.
Bien, hoy era el día en que aquellos parlamentarios de pacotilla, ministros en procura de su solo provecho, hipócritas y hombrecillos iban a comprender con quién se la estaban jugando. Pronto podría él colgarse las medallas que le apeteciera, otorgarse todos los títulos que le viniesen en gana. ¿Qué le había ocurrido, por ejemplo, a la dinastía Fortuibus? Se podría rehabilitar, sin duda. ¿Primer barón Fortuibus de Bembridge? Y sin embargo Sir Jack sentía que, en el fondo de su ser, conservaba una simplicidad —incluso una austeridad— básica. Claro que era necesario guardar las apariencias —¿de qué habría servido el buen samaritano si no hubiera podido pagar al posadero?—, pero nunca había que perder el contacto con tu humanidad esencial. No, quizá fuese mejor, más conveniente, que siguiera siendo Sir Jack a secas.
Todos los activos de la empresa habían sido transferidos al extranjero, lejos del alcance de la venganza irritada de Westminster. El contrato de arrendamiento de Pitman House (I) expiraba al cabo de unos pocos meses, y estaban dando largas a los propietarios. Algunos bienes muebles serían transferidos en el momento oportuno, a menos que los incautase el gobierno británico. Sir Jack confiaba más bien en que lo hiciese: en ese caso, podría llevar ante el Tribunal Internacional a los hipócritas y a los hombrecillos. De todas formas, le habían informado de que era hora de actualizar la mayoría de los bienes de equipo. Lo mismo cabía decir del matériel humano.
Sus ayudantes más timoratos eran partidarios de no golpear en todas direcciones al mismo tiempo. Alegaban que así se diluiría el efecto. Sir Jack discrepó: era el momento del Big Bang; no era sólo el asunto principal del día, sino una historia en movimiento. En todo caso, ¿cómo lo hacías? Lo hacías haciéndolo. Los sucesos de aquel día, por consiguiente, se desarrollarían en rápida sucesión en Reigate, Ventnor, La Haya y Bruselas. Sir Jack reservaría para Reigate una pequeña parte de su pensamiento y una doble página de sus periódicos. El inspector de comercio e industria, que parecía haber prosperado últimamente, se quedaría perplejo a la hora del desayuno en compañía de su deliciosa esposa, al ver que el correo contenía varios sobres certificados con sellos de Sudamérica y escritos con una letra notablemente similar a la suya propia. Unos pocos minutos separarían la llegada a su puerta del amable cartero y la de los representantes mucho más puritanos del servicio de aduanas de Su Majestad. Estos últimos poseían la gratificante y feroz potestad de entrada y registro, y asimismo tenían convicciones muy sólidas —tanto más después de una campaña reciente en determinada prensa— sobre el sucio tráfico de drogas letales dirigido por testaferros aparentemente respetables cuya avaricia desmedida arrastraba a los niños del país a una espiral del infierno.
Más o menos a la misma hora en que un par de pantalones oscuros abandonaban, cubiertos por una manta, una vivienda de falso estilo Tudor en Reigate, mientras paparazzi sorprendentemente bien informados gritaban: «¡Aquí, señor Holdsworth!», Sir Jack agitaba su tricornio de gobernador desde un landó abierto de su propiedad. Los empleados formaban una hilera a su paso rumbo a los nuevos edificios del consejo de la isla, sitos en Ventnor. Primero, Sir Jack, tocado con sombrero duro y empuñando una paleta chapada en oro, participó en la ceremonia consistente en poner la última paletada del techado, y fue fotografiado compartiendo la áspera camaradería de techadores y albañiles. Después, ya en suelo firme, Sir Jack cortó una serie de cintas, declaró inaugurados los edificios y procedió a su entrega formal al pueblo de la isla, representado por el presidente del cabildo, Harry Jeavons. A continuación las cámaras se desplazaron al interior, donde los miembros del cabildo juraron su cargo y aprobaron de inmediato el texto legislativo final. Los ediles proclamaron unánimemente que al cabo de siete siglos de opresión, la isla se deshacía del yugo de Westminster. Se declaró, por consiguiente, la independencia, se elevó el cabildo al rango de parlamento y se instó a los patriotas isleños a que ondearan por doquier las banderas patrocinadas por la Pitco que habían sido arrojadas desde la comitiva motorizada de Sir Jack.
Sin mudar de sede, el parlamento promulgó acto seguido su primer decreto ejecutivo, por el que se otorgaba a Sir Jack Pitman el título de gobernador de la isla. Su nombramiento era meramente honorífico, aunque técnicamente le investía de la facultad residual —consignada en el primer documento de vitela por el maestro calígrafo— de disolver el parlamento y la constitución en caso de emergencia nacional, y de gobernar personalmente. Dichos poderes se expresaron y redactaron en latín, lo que disminuyó el impacto sobre quienes los refrendaron. Sir Jack, sentado en un trono dorado, habló de un deber sagrado y evocó a precedentes gobernadores y capitanes de la isla, en especial al príncipe Henry de Battenberg, que había probado su patriotismo mediante una muerte heroica en la guerra de Ashanti en 1896. Su viuda, la noble princesa Beatrice, posteriormente había ocupado el cargo de gobernador —Sir Jack puntualizó que en su gramática el masculino abarcaba siempre el femenino— hasta su muerte, casi medio siglo más tarde. Sir Jack confesó una modesta ignorancia acerca de su propia cita con la Parca, pero en calidad de devoto esposo propuso el nombre de Lady Pitman como posible sucesor (a).
Al tiempo que tañían alegremente las campanas, en la otra orilla del Canal una doncella insular, personalmente elegida por Sir Jack para representar a Isabella de Fortuibus, hacía entrega al Tribunal Internacional de La Haya de una solicitud de anulación de la compra de la isla realizada en 1293. Luego un carro de Boadicea la transportó al Deutsche Bank, donde abrió una cuenta en nombre del «pueblo británico» y depositó la suma de seis mil marcos y un euro. La acompañaba un guardaespaldas descendiente de los rústicos de fines del siglo XIII, cuya presencia tenía por objeto subrayar que la llamada «compra» de la isla por parte de Eduardo I había sido un fraude perpetrado contra gentes sencillas a quienes nunca les habían explicado correctamente el tratado. Entre los rústicos había varios ejecutivos de Pitco que habían preparado alocuciones tanto sobre la expropiación de la tierra original como sobre el ulterior encubrimiento de la misma a lo largo de los siglos.
Isabella de Fortuibus prosiguió en carro su ruta hasta la estación, donde la esperaba un expreso especial con destino a Bruselas. A su llegada fue recibida por abogados de Pitman Offshore International, que habían elaborado la solicitud isleña de instantánea adhesión de emergencia a la Unión Europea. Era el momento decisivo, declaró a los medios de comunicación el negociador principal de POI, el momento que compendiaba la larga lucha de los isleños por su liberación, un combate marcado por el valor y el sacrificio en el curso de los siglos. En lo sucesivo contarían con Bruselas, Estrasburgo y La Haya para la salvaguarda de sus derechos y libertades. La coyuntura entrañaba una gran oportunidad, pero asimismo un gran peligro: la Unión tendría que actuar de un modo firme y resuelto. Sería más que una tragedia que se produjese una situación análoga a la de la antigua Yugoslavia en el umbral septentrional de Europa.
Mientras que el mercado bursátil de Londres atravesaba por un martes tan negro que las cotizaciones fueron suspendidas a la hora del almuerzo, para el futuro inmediato, las acciones de Pitco subían en flecha en todo el mundo. Esa noche, Sir Jack tomó una copa mirando los leños de roble insular que llameaban patrióticamente en su chimenea neo-bávara. Repasó las pruebas en vídeo y en forma anecdótica. Acogió con una risita las repeticiones de sus parlamentos grabados de antemano. Mantenía abierta media docena de líneas telefónicas mientras pasaba de un oyente sobrecogido a otro. Permitió que le pusieran con unos cuantos jefes de redacción de periódicos que le expresaban su enhorabuena. Lo llamaban el primer coup d’état incruento en el mundo desde tiempo inmemorial. Un avance hacia la nueva Europa. Rompiendo moldes. Pitman el pacificador. Los papas invocaban a David y Goliat. También a Robin Hood. La jornada dramática recordó a un editorialista uno de los títulos más melodiosos de Fidelio: ¿qué ruptura de cadenas no se había producido? Sí, en efecto, a juicio del nuevo gobernador, determinada persona podría haberlo aprobado. En su homenaje —no, más con un sentido de afinidad—, consintió que la poderosa Heroica festejase su victoria.
La dulzura del triunfo era tanto mayor cuanto que quienes aclamaban tus victorias ignoraban lo grandes que en realidad habían sido. Por ejemplo, no tenía intención de introducir a la isla en la Unión Europea. Los efectos de la legislación laboral y las normativas bancadas europeas, por no mencionar más que dos aspectos, serían desastrosos. Sólo necesitaba que Europa le resguardase de Westminster hasta que las aguas se hubieran calmado. ¿La oferta de recompra de la isla por seis mil marcos y un euro? Sólo un simple creería que aquello era algo más que un corte de mangas contra la metrópoli; había ordenado cancelar la cuenta antes de que la tropa de periodistas hubiese embarcado en el tren a Bruselas. Análogamente, no creía que la denuncia jurídica del tratado de 1293 tuviese la más mínima posibilidad de prosperar: imagínate qué lata de gusanos estaría abriendo Europa si lo dejaba pasar. En cuanto al puto parlamento insular: bastaba con ver a aquellos ediles con ínfulas comportándose como si cada uno fuese Garibaldi…, bastaba eso para que él se levantase del trono de gobernador y les dijera, en inglés, y no en latín, para que los idiotas y tontos de baba entendiesen, que proyectaba disolver la asamblea al cabo de una semana. No, era un vocablo demasiado complicado para ellos: más valía emplear algo sencillo. Había una emergencia nacional, provocada por la absurda creencia del parlamento insular de que sería capaz de gobernar por sí solo la isla. Cerraba el organismo porque no había otra alternativa. No era algo que él, Sir Jack Pitman, quisiera hacer. Y los ediles con ínfulas, por lo que a él respectaba, podían embarcar en el primer barco para Dieppe. A menos que quisieran aprovechar su breve experiencia actual en el cargo. El Proyecto Pitman continuaba entrevistando a candidatos para la experiencia de una Cámara de los Comunes propia. Se habían asignado escaños, pero estaban buscando diputados sin voz, válidos para una coreografía sencilla: ponerse en pie a una señal del presidente de la cámara, agitar el orden del día con falsa urgencia y volver a sentarse en sus escaños de cuero verde. También se les pediría que profiriesen ruidos no verbales pero interpretables: las categorías principales del catálogo comprendían los aullidos de desprecio, los gruñidos sicofánticos, los murmullos furibundos y las risas insinceras. Pensó que estarían a la altura de semejante encargo.
Sir Jack siguió bebiendo. Siguió telefoneando. Recibió más elogios. A las dos de la mañana convocó a Martha Cochrane y le dijo que llevase a su amante jovencito y lloriqueante escribidor de notas por si acaso él, Sir Jack, tenía un sueño vibrante. En realidad, habría podido llamarle «ese puto muñeco», pues el mejor armagnac acababa desatando la lengua. En cualquier caso, a ella no le hizo gracia que la distrajeran del asunto que se traía entre manos. En cuanto al jovencito Paul, se puso de morros en cuanto Sir Jack le hizo un comentario ligeramente procaz respecto… Oh, que se jodan, que se jodan todos. Le tenía sin cuidado lo que cada cual estuviese haciendo, pero quería a su alrededor gente que disfrutase. No necesitaba a contradictores insolentes como aquella pareja, que daban sorbos de armagnac con la boca tensa y rencorosa. En especial un día semejante. Sir Jack ya se había adentrado en su perorata cuando espontáneamente resolvió incluirles en sus planes de reestructuración.
—Lo que pasa con el cambio es que nadie está nunca dispuesto a hacerlo. El Palacio de Westminster acaba de descubrirlo, y el supuesto parlamento de la isla no tardará en hacer lo mismo. Si no llevas un salto de ventaja estás dos pasos más atrás. Casi todo el mundo se las ve y se las desea para no perder comba mientras yo duermo. Ustedes dos, mismamente.
Hizo una pausa. Sí, eso había suscitado su atención. Les dirigió su mirada escudriñadora. Justo lo que él pensaba: la mujer le devolvió una mirada insolente y el chico fingió que buscaba algo por un lado de su asiento.
—Supongo que se figuraban que una vez embarcados en el tren de la salsa de Sir Jack, todo era cuestión de untar el pan en la salsa hasta que empezasen a cobrar la pensión. Pues les tengo preparada una gran sorpresa… pareja de vinagres. Ahora que el Proyecto está de pie y en marcha no quiero que una caterva de llorones y quejicas trate de cargárselo. Así que permítanme el honor de informarles de que son los dos primeros empleados que me propongo despedir. Que he despedido. Ya mismo. A partir de ahora. Considérense despedidos. Y lo que es más, en virtud de la legislación laboral que quizá o quizá no promulgue a través de mi parlamento insular de pacotilla o, si prefieren, en virtud de los nuevos contratos que serán retroactivamente válidos y que alguien está ya elaborando, no recibirán indemnización alguna por despido. Quedan despedidos por cojones, los dos, y si no han recogido sus bártulos para la hora en que zarpa el transbordador de la mañana, yo mismo tiraré personalmente en el puerto sus pertenencias de mierda.
Martha Cochrane lanzó una breve mirada de reojo a Paul, y éste asintió.
—Bueno, Sir Jack, no parece que nos deje ninguna otra alternativa.
—No, por cojones que no, y les diré por qué.
Se levantó, mostrándoles su completa figura romboidal, dio otro sorbito, les apuntó con el dedo al uno después del otro y a continuación, a modo de clímax o de tardía ocurrencia, se apuntó a sí mismo.
—Porque, para decirlo simplemente, puesto que siempre he pensado que en mi fuero interior hay una simplicidad básica, porque soy un genio. Por eso.
Estaba extendiendo la mano hacia la campanilla barroca, con objeto de expulsar de su vida a aquella perra criticona y a aquel amante tontaina de una mujer más mayor, cuando Martha Cochrane pronunció las dos palabras que él menos esperaba oír.
—Tía May.
—¿Cómo dice?
—Tía May —repitió Martha. Y, alzando los ojos hacia la corpulencia bamboleante de Sir Jack—: Teta. Pañal. Poti.