Julián

Los días en Tres Olivos pasaban apaciblemente si te acostumbrabas y dejaba de interesarte la vida de allá fuera. A veces nos llevaban de excursión a Benidorm o a Valencia y era agradable si no pretendías hacer nada por tu cuenta. A veces se moría alguno y se comentaba en el comedor como si nunca fuese a sucedemos a ninguno de los demás. Heim estaba como un pulpo en un garaje y Elfe mariposeaba medio borracha de un lado para otro sin enterarse de nada. En ocasiones Elfe cruzaba alguna frase en alemán con Heim, pero sinceramente creo que no llegaba a situarlo del todo.

Los jueves Pilar libraba y nos íbamos por ahí. Ella conducía su BMW y yo le hablaba del campo de concentración y de mi época de cazanazis. Procuraba no mencionar demasiado a Raquel.

Le resultaba un viejo interesante. Cuando comprendí que se estaba enamorando de mí le dije lo de mi enfermedad coronaria y que tomaba diez pastillas al día. Le dije que no estaba en condiciones de poder satisfacer sus necesidades y que en cualquier momento podría quedarme tieso. Le dije que no tenía dinero ni para pagar el entierro, que me llegaba justo para la residencia. Pero Pilar era muy tozuda. Pretendía que formásemos una de esas parejas en que la mujer parece la enfermera o la cuidadora. A mí me daba igual, la última mujer por la que pude hacer algo fue por Sandra, ahora buscaba la manera de mortificar a Heim. Siempre había logrado escapar de sus cazadores, pero de quien no podría escapar era de sí mismo.

Una tarde le pedí a Pilar que me acompañara a la casita a la hora en que el inquilino tenía clase en el instituto. Ella se quedó en el coche y yo entré sigilosamente, pasé entre montañas de papeles y subí a la habitación donde meses antes había escondido el álbum y los cuadernos de Heim y los míos. Estaban donde los había dejado. Como si ni el tiempo, ni el viento, ni ninguna mirada hubiesen pasado entre aquellas cuatro paredes. Los cogí y volví junto a Pilar.

—¿Qué es eso? —dijo ella.

—¿Esto?, nada, es un encargo. Tenemos que acercarnos a Correos.

Pilar me miró con admiración. Daba por supuesto que cualquier cosa que hiciese sería interesante. Qué pena que mi vida comenzase cuando terminaba, o quizá sería mejor así, ¿verdad, Raquel?

Mandé a mi antigua organización el álbum de fotos de Elfe, los cuadernos de Heim y mis notas, donde figuraban las direcciones de Villa Sol, de Christensen, de Otto y Alice, de Frida. En cuanto a Heim preferí no decir nada, porque Heim era mío.

Pilar se conformaba con poco, con que le dijese que era muy hermosa, lo que era rigurosamente cierto y que era la mujer más simpática y alegre que había conocido en mi vida, lo que también era verdad. Acababa cediendo cuando se empeñaba en que nos besáramos apasionadamente y unas cuantas veces me dejé arrastrar a la cama. Ella se empeñaba en aparentar que le gustaba mi cuerpo, lo que no tenía ningún sentido. Hasta que le dije que eso se había acabado, que me había desacostumbrado al sexo y que no quería volver a acostumbrarme y a tener una necesidad más.

Por fin Pilar y yo formábamos un equipo. Nos lo pasábamos bien sin tener que desnudarnos deprisa y corriendo. Era mejor que se desnudase con otros y que a mí me dejase en mi parcela de lo muy interesante. Aunque en el fondo creo que cualquier psicólogo me diría que estaba tratando de repetir la maravillosa relación que me había unido a Sandra. ¿Qué sería de su vida? No quería saberlo. Yo pertenecía a su pasado.