Sandra

Convencí a mi hermana para que fuéramos todos juntos a la casita a pasar unos días. Le dije que al bebé le vendría de maravilla el aire del mar y estar rodeado de otros niños y del calor de la familia, incluidos sus abuelos. Tenía seis meses y era despierto o mejor dicho muy observador. Si era cierto eso de que el feto recibe las sensaciones del exterior, él debió de captar mucha sospecha, miedo, precaución y el claro mensaje de que nada ni nadie son lo que parecen. Cuando nos miraba parecía que buscaba la verdad dentro de nosotros o que sabía que detrás de cualquier cosa había algo más.

Después de darles vueltas a cientos de nombres le puse Julián, y le llamábamos Janín. Me habría gustado que lo supiera el viejo Julián y le envié una carta al hotel Costa Azul, pero me fue devuelta, ya no vivía allí y supuse que quizá había vuelto a Argentina.

Creo que si ahora decidí volver a Dianium era con la esperanza de encontrarme a Alberto en cualquier esquina. Al principio soñaba con él. Soñaba que bajábamos juntos en la moto desde Villa Sol, que paseábamos por la playa. Soñaba que aquel mundo tenía una luz muy brillante que me cegaba y que me impedía ver bien lo que había a mi alrededor. Soñaba con aquella chica de la playa como si no fuese yo misma. Ya no era totalmente ella. La recordaba como a una hermana pequeña llena de dudas. No es que ahora estuviera segura de todo, pero había entrado en la casa del mal, había probado el mal como se prueba la enfermedad o la miseria, todo lo que te hace estar en un mundo aparte, y eso no se olvida.

Me impresionó entrar en la casita. Olía a flores. Hacía mil años que había llegado aquí con la mochila y la cabeza nada clara. Ahora salimos despedidos de los coches inundando el jardín de gritos. Nada más poner el pie en él mis padres empezaron a discutir. Janín los miraba con los ojos muy abiertos. Todavía quedaba por allí un rastro de libros y papeles del inquilino. Mi cuñado enseguida comenzó a encontrar excusas para largarse al pueblo sin la tropa, como nos llamaba. En estas circunstancias jamás podría ocurrir nada parecido a lo que me ocurrió a mí. No podrían existir un Fred ni una Karin, ni Villa Sol, ni Julián. Ahora no podría existir Alberto.

Me acomodé en el cuarto más pequeño. Mi padre instaló una cuna de mis sobrinos que sacó del garaje, y abrí la ventana de par en par. Los pájaros alborotaban entre las ramas verdes.