Sandra

Hasta que no salimos de Dianium y cogimos la autovía no reparé en el pasajero que iba a mi lado. Había estado concentrada en mis pensamientos mientras las luces del amanecer, esas luces desperdigadas entre la neblina, iban desapareciendo. Estuve mirando a Julián hasta que lo perdí de vista, me daba pena perderle de vista para siempre y no sé por qué no podía dejar de mirar el pañuelo que llevaba al cuello. Tuve que respirar hondo. No podía evitar saber lo delgados que tenía los brazos a pesar de que en el cuarto tuvo buen cuidado de no quitarse la camisa delante de mí, pero los sentía cuando los tocaba accidentalmente, y vi en el baño el arsenal de medicinas que tomaba. Era un hombre en las últimas y sin embargo no tenía miedo, y no creo que el miedo entienda de edades. A mí me daba más miedo llegar al final del trayecto que el peligro que había pasado en manos de la Hermandad. Temía mucho más la normalidad, la vida corriente en que no tenía oficio ni beneficio. De todos modos ya no era la misma atontolinada que llegó a Dianium en septiembre cuando creía que el mundo me debía algo. Ahora sentía algo distinto, algo más agrio y al mismo tiempo más reconfortante. No sabría explicarlo. Al despedirnos estuve a punto de darle un abrazo a Julián, de apretarle contra mí, pero en ese momento pensé que no sería bueno para ninguno de los dos. ¿Qué tiene de bueno despedirse? El de al lado tendría unos veinticinco y se durmió nada más sentarse. Ahora la cabeza descansaba en mi hombro y las piernas las llevaba tan despatarradas que las mías apenas tenían sitio. Le incliné la cabeza para el otro lado y él volvió a buscar su punto de apoyo en mí, pero yo no estaba dispuesta a soportar aquello y le desperté. Me miró asombrado, como si yo hubiese aparecido en su cama de repente, hasta que se orientó.

—Perdona, anoche estuve de marcha.

Le sonreí muy levemente para disculparle sin darle confianza, no tenía ganas de hablar con él. Tenía ganas de pensar en los noruegos, en qué harían hoy y cómo digerirían mi huida. Era imposible que dieran conmigo porque no tenían ni idea de dónde vivía y les llevaría demasiado trabajo descubrirlo. De sentirse amenazados sería más fácil que pegaran ellos la estampida. Si le contara a este chico lo que me había pasado se quedaría de piedra, ¿qué sabría él de nazis?

Le eché un vistazo de reojo, ni en mil años podría ser como Alberto.

En Montilla paramos para ir a los baños y tomar algo en un restaurante de carretera atestado de viajeros. Mi compañero de viaje se empeñó en invitarme a una Coca-Cola y dijo bostezando que me encontraba triste.

—Eres muy observador —dije dando por terminada la coca-cola y la conversación—. En este momento lo que más me gusta del mundo es estar triste.