Julián
Las historias no terminan hasta que no se acaba con ellas, hasta que no se les da la puntilla con la cabeza o con el corazón. Para Sandra el fin de esta historia había llegado nada más montarse en el autobús de regreso a casa, aunque continuara haciéndose ilusiones con la Anguila, pero incluso si esta relación llegara a cuajar tendría que ser en otro mundo, no en el mundo de ayer. Ése de momento aún era cosa mía. Si con tantos sobresaltos no me había muerto sería porque me quedaba algo por hacer y debía seguir marcando el paso como un soldado. ¿Habría dado Fredrik Christensen la voz de alarma después de nuestra conversación en su jardín? De tomar medidas, ya las habría tomado Sebastian en nuestro primer encuentro. En el fondo, pensaba en todo esto para no pensar en Sandra alejándose en el autobús hacia un futuro completamente desconocido para mí.
Dejé que las piernas me llevaran hacia algún lado, tenía ganas de andar, últimamente había pasado demasiado tiempo en el coche. Me abroché el cuello del chaquetón, me metí las manos en los bolsillos y me dejé atraer por la brisa del mar, por su humedad, bendita humedad que me abría los pulmones y me hacía respirar como si no me hubiese fumado tres cajetillas diarias durante años y años de mi vida. Y cuando quise darme cuenta me encontré en el puerto. La mañana se había abierto completamente y unos rayos de sol fríos le iban dando a todo un aire de normalidad. Anduve automáticamente, guiado por el recuerdo de mis propios pasos hasta el Estrella y Heim, o mejor dicho, hasta el lugar donde el Estrella solía estar.
Miré desconcertado alrededor, puede que el sentido de la orientación se me estuviera resintiendo, no sería el primer caso en que un día, un viejo como yo, de pronto no sabe dónde está o no está donde creía estar. Sin embargo, lo único que faltaba era el Estrella, el bar de enfrente continuaba en su sitio y los catamaranes de los lados, el mojón con dos rayas pintadas en rojo, un solar que servía como aparcamiento unos doscientos metros más allá. El Estrella no estaba ni Heim tampoco, y esto sí que me ponía nervioso, sobre todo porque me habían arrebatado a Heim. Al darse cuenta de que ya no estaba en sus cabales se habrían deshecho de él como de Elfe. Los que aún eran capaces de defenderse no querían lastres innecesarios, no tenían fuerza para tirar de los otros. Por mucho Heim que fuese, él mismo se habría reducido a material molesto.
Me tomé otro café, éste descafeinado, calculando a cuántos kilómetros de distancia se encontraría ya Sandra. Me habría gustado ir a Madrid con ella, aún podía permitirme algún extra como un viaje en autobús, unos días en algún hostal y otros cuantos menús. Pero para mí solo el viaje no me merecía la pena, ya no me daba tiempo de ver ni una milésima de todo lo que no había visto, así que era mejor dejar las cosas como estaban, no moverlas ni para adelante ni para atrás. Me quedaría aquí, el lugar que Salva había elegido para acabar sus días, no había nadie tan parecido a mí como Salva y me había preparado el camino, ¿para qué rechazarlo? Desde el mismo momento en que tomé el avión en Buenos Aires supe que emprendía el viaje de los elefantes y que no iba a regresar. Regresar ¿para qué?, mis recuerdos no se separaban de mí. Tres Olivos era una buena opción. Con mi pensión podría pagar la residencia y nadie me buscaría allí. Cuando la vida te pone algo en bandeja hay que tomarlo, porque si no acabas pagándolo caro. La vida siempre sabe más que nosotros.
De nuevo mis piernas flacas y fatigadas, que conservaban mejor memoria que yo, me dejaron junto al coche, que había aparcado cerca de la estación de autobuses. Me fui al hotel sin pensar en peligros de ninguna clase. Me quité las lentillas, me puse el pijama y me metí en la cama, algo que nunca había hecho de día, salvo en caso de enfermedad. Pero ahora el cuerpo me pedía descanso y recuperarme de tanta tensión y dormir sin pensar en nada, sin preocuparme, tratando de que las imágenes de Sandra mirándome desde la ventanilla del autobús me alterasen lo menos posible.