Sandra
Julián se echó vestido en la cama. Dijo que prefería estar preparado por si teníamos que salir pitando, aunque imaginé que no sería sólo por eso.
—Descansa, no te preocupes. Te despertaré a las cinco, yo duermo poco.
Julián me daba paz, tanta que me dormí profundamente y me pareció que hacía cinco minutos que me había acostado cuando sentí que me tocaban el brazo.
—Es la hora —dijo.
Salimos clandestinamente por la ruta alternativa del hotel a la hora más triste del día, cuando la gente aún duerme y no es de noche ni de día.
Nos dio tiempo de tomar él un espresso y yo un café con leche antes de subir al autobús, le pedí que le diera mi dirección a Alberto. Y luego le dije adiós con la mano desde la ventanilla. Llevaba el chaquetón que se había comprado en el pueblo y el pañuelo al cuello, iba tan perfectamente afeitado como siempre. No dejé de mirarle hasta que le perdí de vista.