Sandra

Me desperté completamente sobresaltada, como si me hubieran pegado una bofetada: no había sido Frida quien me había metido la ampolla en el bolso. Habían sido Fred y Karin para enredarme más en la trampa que me habían tendido. Me la habían tendido para que no tuviera más remedio que entrar en la Hermandad. Y allí me querían porque iba a aportar un nuevo ser que ellos educarían a su imagen y semejanza. Me dolía el costado, pero ya no tenía fiebre. Ahora sólo me sentía desorientada, de repente no sabía dónde me encontraba. Era la habitación de un hotel. Volví a cerrar los ojos, era el cuarto de Julián, y Julián no estaba. Era la una y media del mediodía. Recordaba el golpe que me había dado contra el suelo y el hospital. Ya era libre. Me levanté para ir al baño y vi el desayuno encima de la mesa y una nota en que Julián me decía que no saliese del cuarto. Descorrí las cortinas. Vaya terraza hermosa. Se veían los tejados y una línea muy fina de mar al fondo. Abrí la puerta de cristal y respiré. Me envolvió un fresco muy agradable que al momento se convirtió en frío. Me bebí un vaso de agua de una botella que había por allí, luego volví a acostarme. Quizá debería dejar de preocuparme que la vida no tuviese sentido. Hay gente que se da cuenta muy pronto de que no tiene sentido y todo se lo plantea a corto plazo, otros tardan más y durante un tiempo viven como en una ilusión, como yo.

Yo había vivido en una ilusión hasta este mismo momento. A partir de ahora sabía que la realidad dependía de mí. No quería ni podía regresar a Villa Sol y sin embargo no me sentía capaz de abandonar Dianium sin volver a ver a Alberto y pedirle que abandonase esa mierda de Hermandad y empezara una nueva vida conmigo. Y me fastidiaba que mis cosas, aunque fuesen pocas, se quedasen en manos de los noruegos. Preferiría tirarlas a la basura.

Cuando me desperté de nuevo eran las tres. Tenía hambre. Me tomé el desayuno y me duché y vestí. Salí a respirar a la terraza. Ahora sí que esta aventura había acabado para mí. Tenía la terrible sensación de que no volvería a ver a Alberto. Lo sentía como los amores de verano de la adolescencia que quedaban encerrados en el mes de vacaciones como la mariposa que yo llevaba tatuada en el tobillo.