Julián
Después de todo lo que me ocurría, me habría esperado cualquier cosa menos ver entrar a la Anguila en mi habitación. Casi me quedo en el sitio. De pronto oí a alguien maniobrar en la cerradura y antes de que pudiese saltar de la cama, lo vi venir hacia mí. Vi venir a la muerte. Estaba recostado en dos grandes almohadones con el pijama y con las gafas de culo de vaso puestas leyendo el periódico. Había cenado ligero y me había tomado las siete pastillas de rigor. Me había relajado tanto que me costaba bastante hacer cualquier movimiento.
—Tranquilícese. Sólo quiero hablar con usted.
La Anguila se quedó mirando cómo tardaba una eternidad en retirar las mantas y asomar mis flacas canillas y poner los pies sobre las zapatillas colocadas en un lugar tan preciso que ni siquiera había que mirar para encajar en ellas los pies y no coger frío cuando me levantaba para ir al baño.
—Hay que darse prisa —dijo—. Tiene que ir al hospital. Sandra está allí. Se encuentra muy mal.
Hablaba telegráficamente para que ninguna palabra sobrante me confundiera y para que le entendiera lo mejor posible.
—¿Qué le ha ocurrido? —pregunté tratando de comprender la situación.
—La he llevado yo. Ha tenido que escapar por la ventana de Villa Sol.
—¿Por la ventana?
Por fin me estaba espabilando. Visualicé las ventanas del segundo piso donde tendría su cuarto Sandra.
—Por la ventana —repetí—. ¿Y tú, cómo has entrado aquí?
—Con mucha facilidad. En estos sitios no hay ninguna seguridad. Vístase y vaya al hospital, yo tengo que volver a casa de los Christensen. ¿Lo hará?
Estaba descolgando de una percha la camisa que había llevado puesta ese día. Tuve que quitarme delante de él la chaqueta del pijama para ponérmela y como imaginaba se quedó mirando mis flacos brazos. Creí ver en su cara una ráfaga de compasión y admiración. Cuando llegase a mi edad se daría cuenta de que uno hace lo que puede en cada momento de la vida y que en esto no había ninguna heroicidad.
Para que me diese más prisa me ayudó a ponérmela.
—¿Dónde tiene los zapatos? —preguntó mirando alrededor mientras me quitaba los pantalones del pijama.
—En el cuarto de baño.
Siempre los dejaba allí con los calcetines dentro.
—Al saltar se ha hecho daño. Ha caído en tierra en una mala postura —dijo mientras me acercaba los zapatos, y se marchó con rapidez, sin darme tiempo a preguntar.
Sólo me faltaba ponerme las lentillas. También me pasé rápidamente la maquinilla de afeitar y cogí medicación para dos tomas.
La noche era húmeda y cuando llegué al hospital me dijeron que estaban examinando a Sandra. Me preguntaron si era pariente suyo y asentí. Les dije que yo me hacía cargo de ella.
Sabía en qué consistía el examen en Urgencias. Te metían en un compartimento separado por cortinas llamado box y te tomaban muestras de sangre y orina para analizarlas, te ponían suero. Pregunté si podía entrar a hacerle compañía, pero no me dejaron. De repente sentí miedo de que ella no estuviera consciente, de que no se diesen cuenta de que estaba embarazada y le hiciesen una radiografía. Ni que fuesen tontos, eso era imposible. Aparte de que la Anguila no me había dicho que no estuviera consciente. De todos modos me acerqué al mostrador.
—Por favor, dígale a los doctores que la chica está embarazada.
—Ellos saben lo que tienen que hacer —respondió la enfermera—. No se preocupe.
No se preocupe, no se preocupe. Las peores cosas de la vida pasan por no preocuparse. Me senté en la salita de espera. ¿Por qué habría escapado por la ventana? Tendría que haber salido hace mucho por la puerta y no por una ventana.
Estaba tan ansioso de saber cómo estaba, de que saliera algún médico a hablar conmigo, que no me atrevía a ir a buscar café a la máquina del pasillo. Cuando por fin me decidí, lo dejé dicho en el mostrador sin ninguna garantía de que me hiciesen verdadero caso. Así que cuando regresé, y a riesgo de que me considerasen un plasta, pregunté si no me habrían llamado mientras estaba en la máquina del café.
—Voy a ver —dijo la enfermera cogiendo el teléfono—. Puede entrar.
Me bebí el café de un sorbo, quemándome la lengua y me metí en aquel lugar que yo había visto desde la camilla hacía unas semanas.
Sandra se sorprendió al verme.
—¿Has estado consciente todo el tiempo?
—Sí, creo que sí —dijo.
—¿No te han hecho radiografías?
Negó con la cabeza y se me quedó mirando con enorme cansancio.
—Estoy bien y el niño también. Me han bajado la fiebre y me han dicho que sólo necesito descanso, que todo se debe a un fuerte estrés. Y tú ¿por qué estás aquí? ¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho la Anguila, se preocupa mucho por ti.
—¿Dónde está? —preguntó con la típica ansiedad.
Yo me encogí de hombros porque la verdad es que no lo sabía.
Antes de marcharnos, para asegurarse, le hicieron una ecografía. Salimos de allí a las seis de la mañana bajo la responsabilidad de Sandra. Le habían bajado la fiebre y le pusieron un tratamiento que sobre todo consistía en descansar mucho.
En el coche me dijo que no tenía absolutamente nada.
La mochila con el dinero que le había ido pagando Fred y algunas cosas suyas se la había dejado tirada en el jardín. Le dije que no se preocupara y le pregunté qué hacíamos. Me dijo que iríamos a mi cuarto por la ruta alternativa del hotel, pero que antes pararíamos en una farmacia de guardia para comprar el jarabe que le habían recetado y un cepillo de dientes.
Hice todo lo que me pidió preguntándome cómo nos las arreglaríamos en la cama de matrimonio de mi cuarto. De ser yo joven, me habría bastado con el cobertor doblado y dos mantas para montarme una cama en el suelo, pero ya no estaba para esas cosas. Si lo hacía me levantaría con los huesos molidos, y entonces sería Sandra quien tuviese que cuidar de mí. También podría unir los sillones del saloncito, pero más que eso me preocupaba que viese mi verdadero yo, el de las gafas culo de vaso, que viese al tío meón que tenía que levantarse cinco o seis veces por la noche, que me viera en camiseta. Quizá ésta era la última lección que tendría que aprender Sandra durante nuestra corta amistad, y la lección que tendría que aprender yo.
Anduvimos por los pasillos y escaleras que ya conocíamos, algunas veces a oscuras. Abrimos puertas tratando de no hacer ruido aunque Sandra cojeaba por el golpe y yo tenía miedo de tropezar y caerme también. Suspiramos aliviados cuando nos encontramos en la puerta de la habitación. Saqué la tarjeta, la metí por la ranura, se encendió la luz verde, entramos, y Sandra se dejó caer en la cama y se puso a llorar, no estrepitosamente. Sólo se le caían las lágrimas y se mordía el labio.
Dentro de una hora abrirían el bufé del desayuno y podría traerle a Sandra ricos manjares. Le dije que se metiera en la cama en el lado que estaba sin usar y que no se preocupara de nada, que descansara y que mañana lo vería todo de otra manera. Eran nada más que palabras, pero palabras razonables que la convencieron. A los cinco minutos estaba profundamente dormida.
Me tumbé en el lado donde me acostaba siempre junto al teléfono y cerca del baño y cogí del suelo el periódico. Ya era el periódico de ayer, hoy estaban ocurriendo otras desgracias. Ni siquiera me quité los zapatos, no quería dormirme antes del desayuno, después seguramente también me echaría a descansar.
No bajé al restaurante a primera hora, quería que estuviera más lleno para, después de desayunar yo, poder meter en la bolsa que llevaba fruta, dos cruasanes y un pequeño bocadillo que haría de jamón con tomate. Cogería un sobre de descafeinado de los que ponen en las mesas y echaría leche caliente en un vaso y me lo llevaría colgando de la mano junto a la pierna de forma que el vaso no llamase la atención y si me preguntaban algo diría que no me había dado cuenta, algo nada sorprendente en un hombre de mi edad.
En cuanto me vi en el ascensor, consideré que el trabajo estaba hecho.
Aunque casi tiré la leche al abrir la puerta, me sentí muy satisfecho cuando pude colocar en la mesita-escritorio, sobre unas servilletas de papel, los cruasanes, la fruta y el vaso de leche, con sus sobres de azúcar y de descafeinado. Cuando Sandra se despertase se lo encontraría, con la leche fría, eso sí, pero tal vez podría meter este vaso largo y estrecho en uno ancho del minibar con agua caliente del grifo.
Coloqué el cartel de no molestar en la puerta, me tumbé en mi lado de la cama sobre la colcha, me quité las lentillas, los zapatos, me tapé con una manta y me lancé a dormir como un niño. Al despertarme, serían las once de la mañana, Sandra seguía dormida. Me cambié de camisa y me aseé haciendo el menos ruido posible, no quise ducharme para no despertarla. Dejé una nota junto al desayuno.
Por el pasillo aún había un carrito de la limpieza, busqué a la camarera y le dije que hoy no hicieran la habitación porque estaba cansado y pensaba subir enseguida.
Traté de localizar a la Anguila. Pasé por la casa de Frida a la hora en que tendría que estar limpiando en Villa Sol. El viejo coche de Elfe que la Anguila solía conducir últimamente no estaba. De todos modos esperé una hora en el cruce con la carretera que todos los que vivían en esos caminos tendrían que tomar para ir a cualquier parte. Comprendía que aquel día en el parking del supermercado la Anguila no quiso hacerme daño, sino advertirme de que sería peligroso para Sandra que me vieran con ella y quería transmitirme la intensidad del peligro. No contaba con que a mí se me podría quitar de en medio de un guantazo. Me gustaría saber si había ayudado a Sandra sólo por amor o si había algo más. Pero ¿qué podría haber más fuerte que el amor?
Por otra parte, estaba intranquilo. Si pensaban buscar a Sandra acabarían relacionando mi habitación con ella, por lo que cuanto antes se marchase mucho mejor. Debía actuar con rapidez y no preguntarle qué iba a hacer, simplemente debería sacarle un billete de autobús para una hora de madrugada, cuando menos gente viaja.