Sandra
Me bajaron sosteniéndome entre dos, se me iba la cabeza por las décimas y la flojedad que sentía. Al pie de la escalera me esperaban caras conocidas y otras que no había visto en mi vida y que también debían de ser miembros de la Hermandad. Había unos cuantos tipos como Martín y el mismo Martín, un señor de pelo blanco junto con dos o tres, que parecían españoles, algún extranjero más y el resto me resultaba familiar. Cerré los ojos para que las caras no se fundieran unas con otras.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la voz de Karin lo más dulcemente que pudo.
Negué con la cabeza, ¿cómo iba a encontrarme bien? Era una pregunta absurda, ella sabía perfectamente lo mal que estaba, pero tenía ganas de montar una fiesta y cualquier pretexto era bueno.
Había logrado vestirme con enorme esfuerzo, la verdad era que me había vestido Frida. Me había puesto uno de los dos vestidos que tenía colgados en el armario porque lo demás eran vaqueros, camisetas, jerséis. Ella, que no solía hablar, en esta ocasión hizo todo tipo de comentarios sobre mi ropa, las botas de montaña y los pelos que llevaba, sobre los piercings y los tatuajes. Como me costaba levantar los brazos para que me metiera el vestido me zarandeó de mala manera, hasta que me cabreé y le dije que no me tocara más y que no tenía ganas de ceremonias. Vete a la mierda, le dije. Os vais todos a la mierda y me dejáis tranquila, dije, y me recosté de medio lado en la cama con el vestido a medio poner.
—Voy a darte una aspirina —dijo.
—No se te ocurra darme una aspirina, no puedo tomar nada.
Los ojos le brillaban. Eran tan azules y tan brillantes que se parecían mucho a unas bombillas que colgaba mi madre en la terraza en Navidad. Tenía ganas de matarme, pero no podía. Abajo había un montón de gente esperando verme.
—Está bien, tengamos la fiesta en paz. Te trataré bien y tú haces lo que te diga. A ver, un brazo por aquí… La princesa ya está lista —dijo sentándome en el borde de la cama. Frida era muy fuerte, tenía bolas en los brazos.
Como según ella las botas de montaña no pegaban con el vestido de flores que ya me había puesto en el cumpleaños de Karin, nos decidimos por las sandalias de plataforma, aunque ya no hacía tiempo para esto. Pero puesto que ya tenía gripe, ¿qué más daba? Después fue al cuarto de baño y vino con el colorete y una brocha y me puso como un cristo.
—Así parece que estás medio normal.
Llamó a Fred y entre los dos bajé las escaleras. Busqué con la mirada a Alberto y no lo vi. Fue entonces cuando Karin me preguntó con todo cinismo si me encontraba bien. Tirité y ella me puso encima su chal, que apestaba a perfume.
—En el sótano siempre hace más frío —dijo.
No me gustó oír lo del sótano. No me hacían mucha gracia los sótanos, en las películas en el sótano es donde ocurría lo peor. Donde dejaban encerrado a alguien o donde lo mataban o donde escondían el arma del asesinato. Desde que vivía en esta casa sólo había bajado una vez al sótano y no volví a hacerlo.
Lo único bueno es que todos me trataron con amabilidad. Me preguntaron cómo me encontraba, y el Ángel Negro se acercó a mí y me besó la mano, a continuación la retuvo un poco entre las suyas.
—Tiene fiebre —dijo dirigiéndose a alguien—. No creo que esté en condiciones de participar en este acto, no va a enterarse de nada.
—Es el momento, créeme —dijo Fred.
Al sótano me bajaron entre Frida y Martín.
En efecto, hacía más frío que arriba. Era un frío húmedo.
Todos se situaron alrededor del sol grabado en el suelo y a mí me pusieron en el centro. Vi a Alberto, que me miraba muy fijamente y muy serio. Alberto, había venido, estaba aquí. Me pasé las manos por el pelo, en un movimiento reflejo de estar lo más guapa posible. No me explicaba cómo no lo había visto antes y cómo lo estaba viendo ahora. Entonces el Ángel Negro (y ahora entendía por qué me dio por llamarle así) pronunció algo así como una plegaria. Más o menos dijo: Sol de la sabiduría que iluminas el mundo verdadero, el mundo de los espíritus. A través de ti, Sandra consagra su alma. Estás oculto tras el sol de oro, que alumbra el mundo material. Deseamos ascender a tu luz, al sol de la sabiduría para alcanzar la iluminación y la verdadera vida. Más allá de los cielos y en las profundidades del corazón, en una pequeña cavidad, reposa el universo, un fuego arde ahí irradiando en todas las direcciones. La oscuridad desaparece, ya no hay ahora ni noche ni día. Más allá del dique que mantiene el mundo no hay ni noche ni día, no hay vejez, muerte ni dolor, obra buena ni mala. Más allá de ese dique, el ciego ve, las heridas se cierran, la enfermedad se cura y la noche se hace día.
Empecé a temblar y creí que iba a desmayarme, lo que obligó a cortar la ceremonia. Parecía que lo más importante estaba hecho.
El Ángel Negro me puso las manos en los hombros.
—Nos perteneces y nosotros te pertenecemos a ti. Conocerás nuestros secretos y nosotros los tuyos.
—De acuerdo, gracias —dije sin saber qué decir. Todos me miraban como esperando algo más. Tal vez debería haber preparado algo, pero nadie me había dicho nada y si me lo habían dicho no me había enterado.
—Lo siento —añadí—. Estoy muy contenta, pero tengo frío.
Alberto me cogió por el brazo y me ayudó a subir hasta el vestíbulo. Estaba todo preparado para tomar unas copas. Alberto no se detuvo, siguió empujándome escaleras arriba.
—Ahora métete en la cama y no hables con nadie —-dijo—. Descansa todo lo que puedas.
—Te quiero —dije, correspondiendo al fantasmal te quiero de hacía unos días, ¿unos días?, ¿cuánto tiempo había pasado?
Al llegar a la puerta del cuarto ya estaba allí Frida, mirándonos.
—Ya me ocupo yo —dijo arrancándome de las manos de Alberto—. Tú baja con los demás.
Alberto no me soltó, sentí cómo sus manos estuvieron hasta el último momento en mis brazos. Y luego noté que ya no estaban y me sentí completamente sola.
Frida me arrojó a la cama y yo me tumbé de medio lado sin quitarme siquiera las sandalias.
—Tendría que verme un médico —dije.
—No te preocupes, luego subirá uno.
Tuvo el detalle de ponerme una manta encima y salió. Esta vez no oí el ruido de echar la llave. Tampoco hacía falta, ¿adónde iba yo según estaba?, ¿y cómo iba a escaparme en medio de semejante concentración de enemigos? Me hice un ovillo y traté de olvidarme de todo, aunque había algo que me intranquilizaba y era eso de que iba a subir a verme un médico.
Debí de quedarme profundamente dormida, porque me costó mucho moverme y abrir los ojos. Soñaba con gente que hablaba. Y cuando por fin logré salir de entre aquellas voces y despertarme tuve la impresión de entrar en otra pesadilla al ver sobre mí las caras de Fred, Karin y el Carnicero, que estaba preparando una inyección. Esto no podía ser real, esto no podía estar pasándome a mí. Me reí y en cuestión de segundos pasé de la risa al llanto. Estaba ardiendo.
—No quiero —dije.
—Cariño —dijo Karin—, con esto te pondrás bien, él sabe lo que hace.
¡No!, ¡no!, ¡no!, grité con una angustia que hasta ahora sólo había sentido en las pesadillas. ¡No!, grité en voz alta, y me desperté. Esta vez estaba despierta de verdad. Me pellizqué para comprobarlo. Alguna vez me había pellizcado en sueños cuando no sabía si estaba dormida o despierta, pero nunca estando consciente como ahora, sólo que ahora me encontraba tan mal que tenía mis dudas sobre mi estado real.
Desde luego estaban observándome Fred, Karin y el Carnicero.
—Querida —dijo Karin—. Tienes fiebre.
El Carnicero alargó una mano hacia mí. Era enorme y llena de tendones como las raíces de un árbol. Quise esconderme debajo de la manta, quise volverme invisible y desaparecer. Separó un poco la manta, buscaba mi brazo, pero mis brazos se me habían pegado al cuerpo como dos barras de hierro. Afortunadamente no intentó separarlos. Me cogió con dos dedos la muñeca y yo cerré los ojos y me puse a pensar en posibles nombres para el niño.
—Tiene treinta y nueve y medio de fiebre. Habrá que darle un baño.
—Bien. Le diré a Frida que lo prepare —dijo Karin.
No abrí los ojos hasta que salieron todos.
Luego me cambié de ropa como pude. Me puse los pantalones, las botas de montaña y un jersey. Metí la documentación en la mochila y me la puse a la espalda.
Vomité en el baño, creo que en el suelo, y me lavé la cara con agua fría.
Abrí la ventana y tiré la mochila al jardín. ¿Y ahora qué? La cabeza se me iba. Metí la mano en el pantalón y apreté fuerte el saquito de arena que me había regalado Julián. Podría tratar de agarrarme a una de las ramas que daba en la ventana y balancearla hasta abajo. Qué fácil parece todo en la imaginación y qué difícil era hacerlo. Ni la rama estaba tan cerca ni el salto parecía seguro, pero no podía permitir que me dieran el baño. ¿Un baño de qué?, ¿un baño de agua? Lo de baño salido de la boca del Carnicero sonaba terrorífico. Así que volví adentro, mojé la toalla y me la puse alrededor de la cabeza. Fiebre, vete, dije. Me senté en el alféizar de la ventana. Desde arriba vi una sombra que se movía y un punto rojo como de cigarrillo encendido. Esperé a que se marchase e inicié los intentos de alcanzar la rama. Hasta que unos brazos me rodearon por detrás. Traté de deshacerme de ellos, pero luego me resultaron familiares.
—Tranquila. No se te ocurra saltar, podrías hacerte daño.
Era Alberto, y si no podía fiarme de Alberto, la vida no merecía la pena. Me volví hacia dentro de la habitación. La toalla mojada me había venido bien, me encontraba algo más despajada.
—Quiero marcharme. Van a darme un baño.
—Es para que te baje la fiebre.
—Ya me ha bajado, ayúdame. Tengo que salir de aquí. Necesito que me vea un médico normal.
Me miraba muy serio, triste.
Me quité la toalla, y me pasó la mano por el pelo mojado.
—Está bien. Voy a ayudarte a bajar. Primero saltaré yo, luego te acercaré esa rama y te cogeré desde debajo por las piernas. Vamos allá.
Alberto se lanzó a la rama y cayó al suelo. Tuve miedo de que la rama se partiese, pero no se partió. Frida estaría al llegar, aunque puede que estuviera esperando a que se fueran casi todos los invitados para darme el baño. Así que cuando rocé la rama con los dedos la agarré como pude y con mis pocas fuerzas me colgué, me balanceé y en esos pocos segundos sentí que se me estiraba el cuerpo, las articulaciones, las vértebras y fue muy agradable, pero al caer, Alberto no pudo sujetarme a tiempo y me hice daño en el costado y me entró el pánico.
Alberto actuó deprisa, colocó mi brazo izquierdo alrededor de su cuello y me cogió por la cintura. Me llevaba en vilo. Salimos rápidamente. Había aparcado el coche un poco lejos y hasta que llegamos allí fui arrepintiéndome dolorosamente de todo lo que había hecho, no me habría importado si sólo me hubiese puesto en peligro a mí misma, pero había involucrado a un ser inocente que se suponía que yo tenía que proteger.
Entramos en el hospital y después de explicar Alberto a una enfermera tras un mostrador que tenía fiebre, quizá gripe, que estaba embarazada y que me había caído, nos hicieron esperar en una salita. A los cinco minutos Alberto dijo que tenía que marcharse pero que no me preocupara por nada porque aquí me cuidarían y que volvería en cuanto pudiese. Entonces cerré los ojos y todo comenzó a dar vueltas.