Sandra
Estaba tan débil que ya no echaban la llave. Me levanté tambaleante derecha al baño, tenía el estómago revuelto y la fiebre que achacaba a la gripe y me pasaba el día en la cama. Frida me obligaba a comer y a beber y empecé a temer que quisieran envenenarme, aunque en el fondo algo me decía que querían a mi hijo para la Hermandad y que no le harían ningún daño. Vomité el desayuno y la sopa de la comida en el lavabo. Era muy grande y de una porcelana preciosa típica de la zona con girasoles amarillos. Las paredes estaban enteladas en seda de canutillo también amarillo y había unos apliques antiguos a los lados del espejo. Salpiqué la tela amarilla con trozos de pescado y traté de limpiarla con un papel, pero la cabeza se me iba, lo del lavabo lo recogí como pude con gran cantidad de papel higiénico y me maldije por no haber agachado la cabeza sobre la taza del váter, no podía dejar de pensar que tuviera que limpiarlo Frida, me aterraba que se enfadara más conmigo.
A Karin la veía poco. Fred subía de vez en cuando para asegurarse de que seguía viva. Yo sólo tenía sueño, y en sueños veía cosas terribles, tenía sensaciones desagradables que me hacían abrir los ojos de repente. Nunca soñaba con el beso de Alberto, pero cuando estaba despierta me venían a la mente escenas de amor que tendríamos que estar teniendo en este momento. Lo veía desnudo encima o debajo de mí, pero me faltaban detalles para poder verlo completamente desnudo, así que enseguida me lo imaginaba vestido con la ropa que conocía, me gustaba mucho así, con los pantalones y su camisa medio arrugada, y me sentía muy excitada con el olor que recordaba de él. En mi vida normal, antes de irme a la cama con alguien, sin querer me preguntaba cómo sería por dentro, cómo sería su sexo… Sin embargo, de Alberto no se me ocurría preguntarme nada. De Alberto me gustaba él, todo lo que le hacía ser como era. Me imaginaba siempre abrazada a él, pegada a él, y al final me sentía muy frustrada porque no tenía nada y volvía a dormirme.
Menos ahora, en este momento en que al cerrar los ojos oí su voz, arañando la puerta cerrada, y volví a abrirlos.
—Sandra, ¿estás bien?
Abrí los ojos aún más sin atreverme a respirar. Era muy extraño que Alberto hubiera subido hasta este cuarto y que supiera que me encontraba en unas condiciones tan penosas. ¿Quién podría haberle dicho que este cuarto era una cárcel para mí? No podía confiar en lo que creía que estaba oyendo.
—Sandra.
Mi nombre atravesó la madera y llegó hasta mí.
Me incorporé en la cama. La cabeza me daba vueltas como cuando tomaba más de dos gin-tonics.
—Sí —dije.
—Tengo ganas de verte, creo que te quiero —dijo.
¿Te quiero? ¿Lo había dicho o yo quería escucharlo?
—Yo también —dije.
Después sonó otra voz distinta a la de Alberto. Me pareció la de Martín. Ambas voces se mezclaron como si discutieran y se alejaron. Dejé caer la cabeza en la almohada y traté de recordar el te quiero de Alberto tal como lo había oído, en voz baja, al otro lado de la puerta. Te quiero, te quiero, te quiero. ¿Y yo qué hacía?