Sandra
Karin venía poco por el cuarto porque tenía miedo de que le contagiara la gripe. Y yo tosía lo más fuerte posible para que lo pensara, aunque la alternativa a Karin fueran los terribles Frida o Fred, que como un abuelo cariñoso solía aparecer con un zumo en la mano y algo de chocolate. Yo sólo quería dormir y pensar en Alberto. Las décimas me ponían en contacto con él y me entraban tantos deseos de verle que no lo podía resistir. Me sentía dominada por una pasión que no podía controlar, puede que para combatir la situación tan desmesurada en que me encontraba. Así que me levanté y me vestí. ¿Era por la mañana o por la tarde? Daba igual. Bajé la escalera medio ida. Ni dormida ni despierta. Cuando estaba en el último peldaño, Karin me preguntó sorprendida adonde me creía que iba. No le contesté, le pregunté dónde podría encontrar a Alberto.
Karin después de pensarse la respuesta por lo menos cinco minutos me preguntó a su vez para qué quería saberlo.
—Para hablar con él —dije.
Podría habérselo preguntado de otro modo, con más rodeos, pero no me encontraba capaz de esa proeza, así que fui al grano.
—¿De qué?
—No sé, ya se me ocurrirá algo.
Sonrió y puso ojos de pillina.
—Te gusta ese chico…
Y sin darme tiempo a contestar continuó.
—No, no te gusta. Estás enamorada —hizo una pausa—. Pues lo siento porque te has enamorado de la persona equivocada.
La escuchaba con verdadera ansiedad. Por una vez lo que me decía esta charlatana absorbente me interesaba a muerte.
—Tiene novia. Lo han visto con una chica por la playa besándose. Prefiero decírtelo antes de que te hagas demasiadas ilusiones.
Esta información encajaba con la que me había dado el propio Julián. Parecía que todo el mundo había visto a Alberto besándose con esa chica, que según la descripción de Julián no era como para quitar el hipo.
Karin se animó, éste era un nuevo ingrediente en su vida. Alguna de sus novelas de amor se hacía realidad.
—Estás embarazada y no te conviene tener disgustos. ¿No te das cuenta de tu estado?, ¿cómo se te ha podido pasar por la cabeza que con los millones de chicas de tu edad que hay sueltas por ahí te iba a elegir precisamente a ti?
Karin se estaba pasando, era una hija de puta, pero estaba sacando de mi cabeza verdades a las que no quería enfrentarme.
—Yo no he dicho que quiera nada con él.
—Entonces ¿para qué quieres verle? A mí no me engañas.
Estuve a punto de decirle que se había quedado con el perro que le iba a regalar a ella y que quería saber si estaba bien. Menos mal que no abrí la boca, que me quedé muda y tuve tiempo suficiente para rehacerme y no dejarme atrapar por el momento y las ganas de que no machacase más mi amor propio. Antes que irme de la lengua, preferí dejarme llevar por la fiebre y por la pena que me daba a mí misma y me puse a llorar.
Me senté en el sofá y di rienda suelta a las lágrimas. Me vencía el cansancio. Ella me miraba como si estuviera viendo una película. Se puso a mi lado y me pasó la mano por el pelo. Olía a ese perfume tan caro que impregnaba cualquier sitio donde estuviera y que esperaba que se fuera al otro mundo con ella.
—Quiero ver a Alberto. Quiero saber si siente algo por mí —dije.
—Si fuese Martín, podría hacer algo, en el caso de Alberto, no. Es muy suyo, muy serio, no me atrevería a decirle nada. Aunque —dijo sonriéndome maliciosamente— se me ocurre una cosa. Si te hicieras de la Hermandad no tendría más remedio que venir porque es la mano derecha de Sebastian, nuestro jefe.
Me tumbé en el sofá todo lo larga que era. Me moría de ganas de decirle a Karin que las inyecciones por las que estaba perdiendo todas sus joyas las podía comprar en la farmacia. Me moría de ganas de decirle que la estaban timando y que si no me creía que las llevara a analizar y que puede que las auténticas se las reservase Alice para sí, pero no quería desperdiciar esta sabrosa información. Quería reservarla para algún momento crítico en que necesitase urgentemente un golpe de efecto, y creo que me dormí.