Julián
Salva, si me hubieses visto entrando y saliendo del barco de Heim a mis anchas. Salva, si pudieras ver esto, pensaba ante el espectáculo de Heim, el Carnicero, volviéndose loco. Sabía lo que sentía porque perder la memoria era, de todo el fango de la vejez en que uno acaba revolcándose, lo que más me aterraba. Y por muy distintos que fuésemos Heim y yo, en este punto podíamos coincidir. Primero fueron la pastilla de jabón, la florecilla del jarrón y el cuchillo. Desaparecieron y luego aparecieron, lo que para un hombre tan metódico y organizado, que ordenaba el mundo que le rodeaba al milímetro, debió de ser bastante inquietante. Y ahora los cuadernos con las anotaciones de sus salvajadas en Mauthausen. ¿Dónde los habría puesto?, se preguntaría, ¿por qué los habría quitado de las estanterías donde los había guardado camuflados en tapas de libros normales?, ¿habría entrado alguien al barco? No, nunca había entrado nadie, y aunque hubiesen entrado tendrían que haber sabido muy bien lo que buscaban. Y en tal caso el que hubiesen robado los cuadernos nunca explicaría la sensación de haber perdido y encontrado el cuchillo. Seguramente alguna vez habría pensado en la posibilidad de cambiar de sitio los cuadernos, ¿y si hubiese acabado haciéndolo y no lo recordara?
Fue un martes por la mañana, con buen tiempo aunque con suficiente fresco para no ir como él en pantalón corto, cuando me dediqué a contemplar cómo Heim sacaba a la cubierta prácticamente todo lo que había abajo. La llenó de libros, de sábanas, mantas, de cacerolas, de más cuadernos de tapas negras de hule que yo no había encontrado. Subía y bajaba. Al final, se sentó en la hamaca plegable en que solía dormitar tras las comidas a revisar una por una cada cosa, que iba apuntando en otro cuaderno de tapas negras. Alguna vez se cogió la cabeza entre sus enormes manos y luego continuó con la tarea. Todo lo que iba anotando lo iba bajando a su lugar correspondiente, así estuvo varios días mañana y tarde. Yo le observaba a saltos, un rato por la mañana y otro por la tarde, siempre saboreando un rico café espresso en un bar de enfrente y pensando en Salva y en lo que daría porque me acompañara. Había estado tentado de contárselo a Sandra, pero pensé que era mejor para ella no saberlo. Hasta que el último día, después de que hubiese sacado a la luz del día sus trastos varias veces y los hubiese anotado varias veces y llegase a la terrible conclusión de que el recuento no cuadraba, lo vi salir muy decidido del barco e ir hacia el parking en que tenía su majestuoso Mercedes negro.
Lo esperé. El morro salió lentamente del garaje, él iba mirando al frente sin parpadear, su cara era como una piedra debajo de la gorra. Era fácil seguirle. A pesar de llevar una carroza tan impresionante estaba peor de reflejos que yo y más aún con la inseguridad que le había entrado. Hijo de puta, pensé, ojalá llegues a sentirte una mierda, un ser inútil, ojalá que sientas que tu vida no merece vivirse y que pruebes tu propia medicina.
Salió del pueblo y circuló unos veinte minutos hacia el siguiente pueblo, pero antes de llegar se internó por una zona residencial que yo conocía, Apartamentos Bremer, donde vivía Sebastian Bernhardt, protegida a cal y canto de los extraños por guardias de seguridad. Probablemente el Carnicero venía a consultarle su problema a Sebastian, lo que confirmaba la jerarquía del Ángel Negro por encima de Otto, Alice y Christensen. Me invadió una gran agitación, iba entendiendo el funcionamiento de esta comunidad de invisibles. Era Sebastian quien habría evitado durante todo este tiempo que hicieran demasiadas tonterías, que se expusieran demasiado y quien había buscado la forma de que tuvieran una vida exageradamente larga para no quedarse solo en un mundo ajeno. Él debía de infundirles confianza y los mantendría unidos bajo los lazos de la Hermandad. Él era quien aleccionaría a los jóvenes. Sería la abeja reina, y muerta la reina los demás no sabrían qué hacer. Para infundirles confianza les habría hecho creer que era invulnerable y que podía volverles invulnerables a ellos con un producto destinado únicamente a ellos.
A los tres cuartos de hora Heim salió por donde había entrado, su Mercedes negro se deslizaba por las calles de un planeta al que se habían adaptado como los insectos.
Me quedé por si Sebastian salía.