Sandra
Le entregué una llave nueva de la casita a Julián, y él se ofreció a llevársela al inquilino. Me había guardado una por si surgía una emergencia y mira por dónde había surgido. No pensaba decirle a mi hermana que hoy por hoy cualquiera podría entrar en la casa y desvalijarla porque no quería que viniese y que pusiera mi mundo más patas arriba de lo que ya estaba. Julián estaba hecho polvo, se había resbalado en el parking del centro comercial y se había torcido la mano, pero no era nada. En Urgencias le habían puesto una venda elástica.
Yo quería estar el mínimo tiempo posible con él en el Faro por si acaso iba Alberto por casa de los noruegos y me pillaba fuera, lo que me habría trastornado mucho. Aunque a veces estar tanto en la casa para que al final no apareciera me trastornaba más aún. Incluso a veces se me pasaba por la cabeza mandarle un recado con Martín cuando venía a traerle las inyecciones a Karin o a hablar con Fred en la salita-biblioteca, pero luego me echaba para atrás, como si el mismo Alberto me pidiese que no dijera nada. Sólo aquel beso en el puerto, la confesión de Julián de que le había visto con otra y ninguna demostración de interés por su parte después de aquella noche y a mí me preocupaba qué querría que hiciera yo. ¿Sería cretina?
¿Qué querría que hiciera?
—¿Has hecho muchas tonterías por amor?
La pregunta pilló por sorpresa a Julián. Y no debía de haber hecho muchas porque tuvo que pensarlo demasiado. La noche en la costa era húmeda y negra y se metía en los huesos. Las urbanizaciones de veraneo estaban poco iluminadas, luces aisladas, que daban más sensación de oscuridad. Todo eran estrellas y la luna en cuarto menguante, el mar rugía invisible. La luz del Faro lo hacía asomar cada minuto entre las tinieblas. Allí se estaba fuera del mundo conocido, se estaba completamente solo en el planeta junto con otros que también estaban solos.
—No he hecho muchas, la verdad —dijo—, no he necesitado hacerlas, sólo he amado a una mujer y ella me correspondió enseguida y nunca me puso en el trance de tener que hacer nada fuera de lo normal.
—¿Y esto que estás haciendo, por qué lo haces? ¿Por qué has venido aquí?
—Por amistad y por odio —dijo levantando la taza de café con la mano vendada—. Vine por amistad hacia mi amigo Salva y me he quedado por odio hacia los monstruos que tú conoces.
—¿Y por nada más?
No sé por qué hice esta pregunta. Le obligó a Julián a retirar la mirada hacia otro lado, hacia la camarera.
—Estoy viviendo, me siento vivo, estoy corriendo riesgos, aquí tengo algo que hacer y lo estoy haciendo sin recurrir a mi hija, aunque creo que Raquel, escondida en algún rincón de mi cabeza, me ayuda mucho.
—¿Y por nada más? —repetí sin ninguna intención, preguntándome por qué Alberto habría querido quedarse con Bolita. Los noruegos no sabían que lo tenía él, por lo que el perro se había convertido en un maravilloso secreto entre los dos.
—Tienes razón, no lo estoy haciendo solo, lo estoy haciendo contigo. Jamás imaginé que fuera a ocurrirme algo así. Cuando llegué aquí, Salva ya no estaba, pero estabas tú y no me ha importado el cambio —miró un poco hacia arriba como para que su amigo Salva le perdonara—. Las situaciones no se repiten exactamente iguales, y en ésta uno de los dos sobraba, uno de los dos tenía que dejarte sitio a ti.
—¿Crees que está todo planeado, que las cosas no ocurren porque sí? ¿Crees que en ese plan estaba previsto que tú y yo estuviéramos ahora aquí tomándonos un café y un zumo?
—No, no lo creo, era una manera de hablar. Somos nosotros los que vamos uniendo esto con aquello para darle un sentido bonito, pero en el fondo todo es salvaje y brutal.
—Los sentimientos no se pueden dominar, o se tienen o no se tienen —dije pensando que nunca pude sentir por Santi lo que sentía por Alberto aunque Santi se lo mereciese mucho más.
—Sandra, he sido muy torpe contigo, no he estado a la altura, soy un viejo egoísta.
Cuando le iba a pedir que no se mortificara y que alguien tenía que enseñarme las cosas que él me había enseñado, la camarera puso el plato con la cuenta con un brusco golpe en la mesa. Era un platillo marrón oscuro con una pinza que sujetaba la factura y que serviría para que en el buen tiempo, cuando pusieran afuera la terraza, el viento no la arrancara.
Me llevé la imagen del platillo con la pequeña propina que había dejado Julián hasta casa. Cuando llegué, indagué qué visitas habían ido por allí, y los noruegos me preguntaron dónde había estado yo, por lo que quedamos empatados.