Julián
Tenía un demonio dentro, no lo podía evitar. ¿Por qué hacía estas cosas? ¿Por qué tenía esta actitud con Sandra? El demonio había estado dormido muchos años y acababa de despertar. Lo sentí cuando Salva se enamoró de Raquel en aquel infierno y lo sentía ahora, con la diferencia de que ahora no lo podía dominar, actuaba solo, era más rápido que yo y más listo. El demonio quería que Sandra siguiera siendo como la conocí, una chica desorientada, que no sabía lo que quería. El demonio no quería que estuviera enamorada de la Anguila y que la Anguila pudiera apartarla del viejo Julián. Hasta ahora Sandra y yo habíamos formado un equipo, compartíamos un secreto. Y de pronto todo eso podía cambiar y el demonio no quería que me quedase solo. Pero yo, cuando el demonio se distraía, no quería que a Sandra le ocurriese algo irremediable, que sufriese un tremendo desengaño que la dejase tocada para el resto de su vida, prefería ir poniéndole la verdad ante los ojos y esperaba que decidiese volver a su vida de siempre.
Le había prometido a Sandra acercarme por la casita aun sabiendo que era una tontería. Sandra tenía miedo de que el inquilino, un profesor que no podía tener la más remota idea de quién había posado sus ojos en él, corriera la suerte de Elfe. Ni Karin ni ninguno de ellos podían permitirse el lujo de eliminar a los que les cayesen mal, sobre todo si no suponían ningún obstáculo en su camino. Sin embargo, por nada del mundo querría engañarla otra vez y fui a la «casita» a comprobar si seguía vivo el inquilino.
Fue como regresar al pasado. Dejé el coche en el entrante de tierra, que siempre parecía reservado para mí, y anduve por el camino dejándome empapar por aquel olor a flores y por el piar de los pájaros, tan concentrado que te dejaba sordo. La calle estaba levemente inclinada hacia abajo, la tranquilidad era absoluta. En este porche había hablado con Sandra por primera vez. Me detuve ante él y me pareció que iba a salir la auténtica Sandra de los piercings y los tatuajes, la chica de la playa que se dejaba llevar por la vida porque la vida era transparente y fresca como el agua de un río. Pero ahora estábamos en otra vida y en otro río.
A mi espalda alguien me preguntó si quería algo. Debía de ser el inquilino, con el pelo revuelto y una cartera en la mano, debía de venir del instituto.
—Me envía Sandra, la hermana de la dueña. Quiere saber si todo va bien y si necesita algo.
—¿Que si necesito? Vaya pregunta, necesito más mesas y más estanterías. Esta casa parece de juguete.
Pasé detrás de él.
Abrió la puerta sin llave, sólo empujándola. Tiró la cartera en el sofá y me señaló los montones de carpetas en el suelo, los libros apilados, los papeles que cubrían la mesa del comedor.
—Bueno, estas casas son de veraneo.
—¿Y qué hago yo? —preguntó limpiándose las gafas con el pico de la camisa—. Dígale que no he podido encontrar la carpeta.
—No sé… ¿Se lee todo esto?
—Nadie se lo lee todo, pero hay que tenerlo por si hace falta en algún momento.
—Me llamo Julián —dije tendiéndole la mano.
—Juan —dijo él sin tendérmela.
—Perdone la pregunta, ¿no cierra la puerta de la calle?
Me miró con la cabeza un poco gacha como si le hubiese pillado en una falta y fuese a castigarle.
—He perdido la llave. Dígaselo si quiere y que me eche de aquí para que tenga que buscar otra casa tan absurda como ésta y tenga que trasladar todas mis cosas.
—No se preocupe, no diré nada. No creo que nadie entre aquí para llevarse los libros.
—En ese caso —dijo sentándose a la mesa ante un millón de folios— ha sido un placer.
—¿Qué tal las clases? —dije yéndome hacia la puerta.
—Un tostón. Son unos mendrugos.
—¿Y tiene todos los días?
Pude sacarle que su horario era de tres a siete de la tarde, a veces de tres a seis y algún día de tres a ocho.
Ya no tenía que pensar qué estrategia seguir, qué pasos dar, el plan se iba trazando solo. Poco a poco se había ido montando un mundo a mi alrededor invisible para otras personas, un mundo en el que yo tenía algo que decir y que hacer. Así que en cuanto cumplí con el recado de Sandra, en cuanto me subí al coche, ya sabía lo que tenía que hacer.
Tenía que ir de nuevo al barco del Carnicero ahora que él estaría comprando o dando un paseo, la única casa o morada de toda la Hermandad que era accesible, probablemente porque llevaba muchos años viviendo así sin que le ocurriera nada y no tenía por qué recelar. Pasar desapercibido, camuflarse, ser uno de tantos, no tener aparentemente nada que ocultar era más seguro para él que rodearse de muros y vigilancia. Sin embargo, de pronto, una pastilla de jabón menos, una flor menos, un cuchillo menos. Pero ¿quién iba a entrar en el barco para coger estas cosas?, sólo podría achacarlo a un despiste suyo.
Me quedé en calcetines para bajar la escalera. Todo estaba como la última vez. Ser tan intensamente organizado le daría sensación de estabilidad y de que su pequeño mundo no podía cambiar. Le entendía porque a mí me pasaba igual. Si me cambiaba las gafas de bolsillo, me hacía un lío. Así que volví a poner la pastilla en su sitio, el cuchillo en el suyo y las flores no las toqué. A continuación cogí de las estanterías todos los cuadernos escritos de puño y letra de Heim que pude cargar. Salí, me puse los zapatos y esperé sentado en un banco de enfrente a que llegara.
Entró con sus fuertes piernas nudosas y la cabeza dirigida al suelo y bajó al recinto sagrado. Tenía frío pero esperé hasta verle salir a cubierta. Dio zancadas de un lado a otro y volvió a bajar. En los catamaranes de los lados no había nadie y a nadie podía preguntar si habían entrado en su barco. ¿Y por qué iba a entrar alguien para hacer aquella tontería? Trataría de ser prudente y consideraría que él no había visto bien y que había pensado que faltaba algo cuando en realidad no faltaba. Decidió volver a bajar. Al subir de nuevo escudriñó el suelo de cubierta como debió de escudriñar el de dentro y las escaleras. Y en un momento determinado sacudió la cabeza como diciéndose a sí mismo que esto era una tontería y que no merecía la pena pensar más en ello.
Pero al día siguiente, antes de acudir a mi cita con Sandra, en la hora en que él solía ir a la lonja o a darse una vuelta en tierra firme, no salió. Seguramente quería comprobar si algo se movía, si desaparecía o aparecía mientras él estaba allí. La semilla de la inseguridad en sí mismo estaba sembrada, ahora sólo había que esperar a que creciera. Estaba seguro de que empezaría a hacer por sí mismo lo que habría hecho yo. Él mismo se encargaría de regar la planta de la sospecha. Día sí y día no me pasaba por allí, no quería perder de vista al Carnicero. Me dolía verle y al mismo tiempo no podía dejar de verle en sus tareas cotidianas de limpiar su querida cubierta como en otros tiempos había hecho esas otras tareas cotidianas de cargarse a seres humanos con el mismo primor y organización.
En cuanto Sandra se metía en el bunker de Villa Sol nos quedábamos incomunicados y no sabía cuándo podría tranquilizarla diciéndole que el inquilino estaba bien y que por muy locos que estuvieran todos ellos no iban a jugársela por un capricho de Karin.
Había que esperar a vernos en el Faro a las cuatro de la tarde día sí y día no para contarnos las novedades, salvo que Sandra se las arreglase para dejarme algún mensaje en el hotel, en el buzón del Faro o que yo me dejase ver cuando traía al pueblo a Karin a gimnasia. Lo bueno de que seamos animales de costumbres es que acabamos teniendo un horario más o menos fijo. Yo mismo, a pesar del tipo de vida en el que estaba metido en estos últimos tiempos, sin rendir cuentas a nadie y teniendo que aprovechar cualquier oportunidad que se me presentase para seguir con mis pesquisas sobre la Hermandad, no tenía más remedio que hacer un alto al mediodía para descansar y acostarme temprano por la noche.
Tenía que administrar mis energías y no saltarme la medicación. Y gracias a este viaje me había dado cuenta de que sabía cuidar de mí mismo. Me vigilaba como si estuviera fuera de mí y me obligaba a beber agua aunque no tuviera sed y a comer aunque no tuviese mucha hambre, también me obligaba a hacer estiramientos al levantarme por la mañana, unos minutos de gimnasia sueca que Salva me había enseñado a hacer en el campo, sobre todo cuando llegamos allí. Al final ya no nos quedaba fuerza ni para respirar, pero hasta ese momento Salva decía que el ejercicio venía muy bien para la cabeza porque activaba la circulación de la sangre y el transporte de oxígeno al cerebro. Y después de que intentase suicidarme de aquella manera tan pobre y tan lamentable no dejé de hacer las flexiones ni un solo día.
No se me ocurría cómo penetrar en ese otro mundo de Sandra cuando me vino a la mente la afición de Karin por ir al centro comercial. Eran las siete y media de la tarde, así que lo más probable es que Karin le pidiese a Sandra dar una vuelta por allí. Y aunque tenía pensado acercarme por el Nordic Club por si tenía suerte y veía a Sebastian Bernhardt, tiré hacia el centro comercial.
Estaba hasta los topes. Cerca de nuestra casa en Buenos Aires también había uno y a Raquel le encantaba ir por allí tarde sí y tarde no. A mí al principio me repateaba, me parecía una pérdida de tiempo, tenía cosas más importantes que hacer, como ir detrás de tal o cual nazi, pero con el tiempo noté que me relajaba, noté que allí me olvidaba de todo y sólo pensaba en lo que veía, era como darse una vuelta por el cuerno de la abundancia, por la cueva de Alí Baba. Allí estaba todo, lo que necesitabas y lo que no necesitarías nunca. Así que no me importaba meterme en este supermercado y aprovechar para comprarme unos calcetines y unos pañuelos de tela. Mi hija me decía que era más higiénico sonarse con pañuelos de papel, pero a mí me gustaba el contacto del suave algodón en la nariz y no pensaba renunciar a esto. No sé si eran lujos o manías porque tampoco soportaba los calcetines de fibra sintética, tenían que ser de fibra natural y los calzoncillos de algodón cien por cien, como las camisas. Necesitaba que la carrocería de mi cuerpo fuese suave y cómoda y que la notase lo menos posible. Y cuando veía a los viejos de la Hermandad pensaba que también ellos tendrían sus manías, como las camisas anormalmente anchas de Fredrik, y que habíamos llegado al mismo punto, unos por el camino de los verdugos y otros por el camino de las víctimas. Habíamos llegado al borde del precipicio.
No llegué a entrar en el centro comercial propiamente dicho. Nada más aparcar entre dos columnas y abrir la puerta del coche alguien vino por detrás y me empujó contra una de las columnas. Me golpeé con el cemento en la espalda y la cabeza. Como aún tenía las llaves en la mano se las clavé a aquel energúmeno en el estómago lo más fuerte que pude, pero me encontraba tan cerca que no llegué a herirle, se separó y me retorció la muñeca en que llevaba las llaves. Era la Anguila.
Le pedí que me dejara.
—Te dejaré si te alejas de Sandra.
—¿Sandra? —pregunté.
—Sí, Sandra —contestó retorciéndome un poco más la mano.
—Está bien —dije soltándome como pude, porque si me hacía más daño ya sí que no podría volver a ver a Sandra.
—Está bien —repetí—. ¿A qué viene esto?
En la mirada de la Anguila no había ira, estaba llena de cansancio, de tristeza quizá.
—Márchate y no vuelvas a acercarte a Sandra.
Con una de las manos me apretaba el cuello y le pedí que me soltara si no quería que me muriese allí mismo. Cuando estuve libre, carraspeé y me cogí la mano retorcida con la otra. Esto me iba a costar caro, me dolería todo el cuerpo varios días. Abrí el coche y me senté. Él me veía hacer.
—¿Quién eres? ¿Por qué has venido a este pueblo?
—Un amigo me invitó a venir pero cuando llegué él había muerto. O volvía a hacer otro largo viaje de vuelta o me quedaba. Decidí quedarme, hacía mucho que no tenía vacaciones.
La Anguila sabía que no le decía toda la verdad. Se sentó en el asiento de al lado y se encendió un pitillo sin pedir permiso. Evidentemente alguien que me acababa de pegar no iba a tener miramientos de esa clase.
—¿Y de qué conoces a Sandra? —dijo mirando alrededor. Estaba considerando que llevaba muchas cosas en el coche. Vio la manta del hotel, el agua, las manzanas, los prismáticos, un cuaderno, periódicos. Si ahora no se le ocurría ponerse a registrar se le ocurriría más tarde.
—La conocí en la playa y nos hicimos amigos. Cuando nos vemos, nos saludamos.
—Es mucho más que saludaros. Pasáis mucho tiempo juntos. Os citáis con frecuencia.
Su tono era malicioso. La muñeca y la mano me dolían bastante.
—Quizá Sandra se siente sola y necesita hablar con alguien. No seré el hombre de sus sueños, pero puede contar conmigo. Por lo menos yo no la engaño, no le creo falsas ilusiones y no me dedico a ver cómo lo pasa mal mientras yo continúo con mi vida de Don Juan.
Lo de Don Juan le provocó una mueca burlona en la boca.
—Perjudicas a Sandra dejándote ver con ella. Imagino lo que buscas e imagino que Sandra se ha cruzado en tu camino e imagino que se te ocurren mil cosas que Sandra podría hacer para ayudarte, pero también imagino que no querrás morir precisamente ahora que tus sueños podrían cumplirse o ahora que por lo menos tienes sueños.
—Hace mucho que para mí la vida es pura propina.
—Eso era antes, ahora no quieres perderla. Y créeme, como te volvamos a ver con ella, se acabó, ¿me entiendes?
Afirmé y por fin la Anguila salió del coche.
Se me quitaron las ganas de entrar en el centro comercial a comprarme los calcetines.
Lo mejor sería marcharme al hotel antes de que el cuerpo se me enfriara y no pudiera moverme.
Conduje con la mano buena, la derecha, sujetando el volante, y con la magullada en los cambios de marcha. Saqué fuerzas de no sé dónde para dejar el coche lo más oculto posible y antes de subir a la habitación me pedí un vaso de leche caliente en el bar del hotel y me lo llevé a la habitación. Me temblaban las manos, no de miedo, sino de cansancio. Aunque aún era pronto, estaba deseando tomarme la medicación, quitarme las lentillas, ponerme el pijama y meterme en la cama. No retiraría el cobertor acolchado porque necesitaría todo el calor posible y olvidarme de Sandra y de lo que le pudiese estar ocurriendo para ser capaz de funcionar al día siguiente.
Cuando ya tenía puestas las gafas de culo de vaso, llamaron a la puerta. No me parecía éste el momento más apropiado para que llegara el fin. Si de verdad hubiesen querido liquidarme, tendrían que haberlo hecho en el parking del centro comercial, vestido de calle y con el coche al lado, como si fuese un robo. Ni siquiera habría merecido una nota en los periódicos. Por el contrario llamaría muchísimo la atención que asesinaran a un anciano completamente indefenso en la habitación de un hotel. Así que pregunté quién era.
Entró Roberto mirando la suite como si quisiera comprobar que no faltaba nada. A mí ya no me parecía tan impresionante como antes, me había acostumbrado y encontraba que era un quiero y no puedo de suite.
—¿Se encuentra bien? Los de la cafetería me han dicho alarmados que tenía la cara descompuesta y mucho temblor en las manos.
Vio el vaso de leche sobre la mesilla y luego observó que me cogía una mano con la otra.
—Me he resbalado y me he hecho daño.
—Deje que le eche un vistazo —dijo.
—Me duele por la contusión, pero no es nada.
Insistía en que tendrían que hacerme una radiografía, pero yo le dije que ya tenía el pijama puesto y que no pensaba salir del hotel.
—Sólo quiero descansar.
Empecé a pensar que quizá Roberto el de la gran peca era mi amigo y que podría contarle qué hacía aquí y entregarle el álbum de fotos de Elfe y los cuadernos incriminatorios de Heim y los míos. Demasiado fácil, demasiado amigo y demasiada debilidad por mi parte. Deseché la idea a pesar de que volvió a subir con pomada y una venda que me colocó muy bien colocada y que le agradecí mucho.
Soñé que la Anguila le retorcía la mano a Sandra y que le dolía, que le latían las articulaciones de puro dolor y que yo se la vendaba. Pero cuando desperté, a quien le dolía la mano era a mí y no podía hacer nada por Sandra si no quería salvarse. Podría huir de Villa Sol aprovechando cualquiera de los momentos en los que bajaba al pueblo. Podría ir a la estación de autobuses y desaparecer. Aunque yo pudiese entrar en la casa, inmovilizarlos a todos y cogerla de la mano para sacarla de allí, ella no querría, se había envenenado con ideas de venganza, de justicia o de acabar lo que había empezado o de enamoramientos. Así que debía pensar en asuntos más prácticos.
De un momento a otro me desvalijarían el coche. Ellos sabían que yo guardaba pruebas y que no las iba a ocultar en el hotel, así que el coche se convertía en la mejor opción. No tuve que pensar mucho. Desde que estuve en la «casita» hablando con el inquilino, me venía a la mente una y otra vez el caos de libros y papeles en que vivía hundido el profesor. Allí no llamarían la atención los cuadernos y el álbum, o no se la llamaría a él. Tenía tanto que leer que no buscaría por la casa más papeles aún.
Me tomé un gelocatil con el desayuno. No tenía hambre, pero no podía desfallecer y como hacía sol sin viento, pensé que lo mejor sería acercarme por la playa para fortalecerme con sus rayos. Me sentaría junto al muro donde el sol pegaba más fuerte, luego volvería al hotel a tumbarme un rato en la cama y a eso de las tres y pico me acercaría por la casita.
Todo ocurrió como había previsto. Esperé hasta ver salir al inquilino con la cartera y subir a un Renault de tercera mano por lo menos, y entré sin problemas. Si me sorprendía, tenía pensado decirle que estaba tomando medidas para las estanterías, pero no hizo falta. Abrí la pequeña verja y en varias zancadas estaba ante la puerta de la calle, que se abrió con suavidad. Entre montañas de papeles y carpetas logré alcanzar la escalera. En las habitaciones de arriba enseguida deduje que la suya era la que tenía la cama revuelta y periódicos y revistas por el suelo. Había alguna Playboy y no quise mirar más. En el resto de los cuartos parecía que entraba menos. Uno de ellos, el más grande, tenía dos camas (recordaba vagamente que la había visto cuando Sandra me enseñó la casa) y dos mesas de estudio con cajones a los lados y en una pared una estantería con libros del colegio de los que debían de ser los sobrinos de Sandra. No creía que al inquilino fueran a llamarle la atención aquellas cosas, y de interesarle ya las habría investigado, así que abrí uno de los cajones. Había cuadernos y folios cosidos con dibujos desde primaria. Sólo a sus padres podría interesarles, así que metí debajo el álbum de fotos de Elfe, y los cuadernos de Heim y los míos los coloqué de forma apaisada detrás de los libros de texto. Era imposible que nadie que no los buscase expresamente los encontrara. Y si dieran con ellos por casualidad no sabrían interpretar las anotaciones de Heim ni qué hacer con el álbum.
Salí bastante aliviado con la certeza de que ni la Anguila ni ninguno me relacionaban con la casita, por lo menos no se les ocurriría sospechar que era mi caja fuerte. Lo que ya no me gustaba tanto es que pudiese entrar cualquiera, por lo que mañana, día que nos tocaba vernos a Sandra y a mí, le contaría que había visto al inquilino en perfecto estado y que sería conveniente darle una llave nueva.
Después me fui a Urgencias del hospital para que me vieran la mano.