Julián

En el hotel, después del percance de Sandra, aparentemente no pasó nada. Llegué por el camino de fuga o ruta alternativa al primer piso y allí tomé el ascensor hasta abajo, fui a recepción como si viniera directamente de la suite y le pregunté a Roberto quién me había llamado puesto que al coger el teléfono no había respondido nadie. Roberto se encogió de hombros, desde la recepción no me había llamado nadie. Me lo creí a medias. Roberto, como era lógico, estaría más de la parte de Tony que de la mía. Al llegar a un punto, en dirección a los ascensores, desde donde ya no me veía Roberto, seguí a la cafetería y desde fuera localicé a Tony con Martín, fuerte pero no tanto como Tony.

Pelo rapado al uno con tatuaje en el cogote, patillas muy finas bajándole por el mentón, traje gris oscuro o negro con buena caída pero incongruentemente con deportivas en lugar de zapatos, tal vez sería la moda, y en lugar de camisa un suéter de cuello alto también negro. Tony iba en plan clásico y al lado del otro su traje parecía de saldo. Hablaban con cierta confianza, pero como no podía adivinar lo que decían ni quería ser sorprendido mirándoles me escurrí hacia los ascensores y ahí se acabó todo de momento.

Del esfuerzo de ir a toda prisa por los pasillos y escaleras tenía el cuerpo revuelto. A la hora de cenar me tomé una tortilla francesa en mi bar de siempre y al regreso llamé a mi hija desde el teléfono público del hotel. Hacía tantos días que no hablaba con ella que de pronto temí que le hubiese ocurrido algo, estaba demasiado preocupado por gente que no conocía y descuidaba a las personas realmente importantes, las personas para las que yo significaba algo. Siempre me había pasado igual. «Siempre» fue a partir de estar en el campo. Todo lo que conocí a partir del campo entraba en la palabra siempre. Siempre estuve más pendiente de aquellos que me habían hecho daño que de aquellos que me querían, y siempre había algo más urgente que tumbarme en la playa a contemplar cómo crecía mi hija y se untaba la crema lenta y minuciosamente mi mujer.

Ella me decía, te arrepentirás cuando la vida pase y te des cuenta de qué era lo verdaderamente importante. Lo importante es lo que luego queda involuntariamente en la cabeza, un día de sol, una comida agradable, un paseo al atardecer. Raquel tenía razón, hasta que no pasa el tiempo no se sabe qué ha sido lo importante en nuestra vida. Se me había quedado grabada mi hija de niña jugando en el patio del colegio mientras yo la veía detrás de la verja y también Raquel cuando los viernes se arreglaba para que nos fuésemos al cine y luego a cenar.

Mi hija estaba bien, pero muy preocupada por mí. Me pidió que por todos los santos me comprara un móvil para estar localizable. Me preguntó si comía bien, si me tomaba la medicación, si me había tomado la tensión en alguna farmacia, si me controlaba el azúcar, las típicas cosas que se le preguntan a los viejos tocados del ala. Le dije que nunca me había encontrado mejor y que lo de la casita de verano estaba en marcha. Le dije que había hecho unos cuantos amigos y le iba a hablar de Sandra, de que podría ser mi nieta, pero mi hija no podía tener hijos y me pareció cruel decir algo así. Le dije que se trataba de un grupo de gente que vivía en una residencia de la tercera edad, y que aquí había mucho abuelo intentando quemar los últimos cartuchos.

Mi hija se lo creyó a medias, pero calló porque deseaba creérselo, deseaba con todas sus fuerzas que yo fuese un jubilado viudo con ganas de jarana y de aprovechar el tiempo que me quedaba. El problema es que colgaría el teléfono pensativa porque me conocía y no entraba en mis cálculos divertirme porque sí. Antes de «siempre» podría haberlo hecho, pero después de «siempre» ya era imposible. Los seres anodinos y mediocres como Hitler no podían soportar que otros seres humanos supieran sacarle a la vida más jugo y más gracia que ellos, por lo que no sólo querían aterrar y aniquilar sino quitar las ganas de vivir, Hitler quería que el mundo fuera horrible. Y así fue ya siempre para muchos. También para mí el mundo se convirtió en un sitio que podía ser horrible si a alguien con poder le salía de los cojones.

Abrí la habitación. No había entrado nadie. Podría ser que por esta noche el mundo fuera suficientemente apacible. Por las cristaleras que daban a la terraza se veían las estrellas y el rayo láser de alguna discoteca y los nubarrones negros se deshacían en una oscuridad profundamente azulada, y encendí la lamparita de noche que había junto a la cama.

Pero con el nuevo día, con la luz, venía la acción. No quería impacientarme con los resultados de los análisis y esperé hasta la tarde, no quería que en el laboratorio recelaran más de lo debido.

Para aprovechar la mañana me fui hasta el Nordic Club, donde solían jugar al golf Fred y Otto con otros viejos nazis extranjeros y simpatizantes españoles. También estaba Martín y más tarde se incorporó la Anguila. La Anguila jugaba. Iba muy bien equipado y era de modales suaves. Martín se limitaba a mirar, pero todos hablaban, quizá estuvieran hablando de Sandra porque en un momento determinado Fred dio un golpe seco con el bastón en la tierra, le estaban sacando de sus casillas. Los demás reanudaron sin hacer mucho caso el juego y uno de ellos golpeó la pelota y la mandó lejos. Los estuve observando hasta que se fueron alejando hacia otros hoyos y regresé al coche. No podía dejarme ver después de saber por Sandra que tenían mi foto, por lo menos no podía precipitar las ganas de estos tipos de quitarme de en medio.

Iba a esperar a que salieran para seguir a alguno hasta que se me ocurrió que ahora que estaban aquí reunidos sería el momento de vigilar qué hacía la fría Frida. Pasaría primero por la casa comunitaria que compartía con Martín y otros como él, aunque a estas horas estaría limpiando en casa de Fred y Karin. Tendría que actuar con cuidado porque por lo que me había contado Sandra debían de haber distribuido mi foto entre la gente de la Hermandad. Sería una manera de prevenirse contra mí o de pedir mi cabeza. Desconocía hasta qué punto sabrían quién era yo cuando ni siquiera mi propia gente lo sabía, aunque lo podrían haber deducido fácilmente por el hecho de que tuviese tanto interés en ellos alguien de su edad, alguien a quien no podrían engañar.

Sandra me había dicho que Frida trabajaba tres horas diarias, de ocho a once, y que a veces se quedaba más tiempo si era necesario. Así que me situé junto a la plaza mirando hacia Villa Sol. Eran las once menos diez y sólo tuve que esperar hasta las once y cinco. Entonces la vi cerrando la verja y montando en la bicicleta. Dejé que se adelantara bastante y fui tras ella. Enseguida comprendí que iba camino de la casa de Otto y Alice. La gran puerta negra del número 50 se abrió, entró, esperé un rato hasta que pensé que era una tontería montar guardia, seguramente Frida también estaría limpiando esta casa. Pero, no, había hecho bien en esperar, a veces la intuición es más poderosa que la razón, me lo confirmó el ver cómo salía un Audi macizo y brillante. Lo conducía Frida y Alice iba a su lado.

¿Adónde irían? Temía que Frida me descubriese y me reconociese, así que callejeé detrás de ellas, lo más distante que podía y con el corazón en un puño, hasta la carretera principal. En una calle junto al puerto, se detuvieron ante una pequeña tienda de artesanía de nombre Transilvania. La primera que salió del coche con una agilidad pasmosa fue Alice. Llevaba una melena lisa entre castaña y rubia a la altura del cuello, tan perfecta que parecía una peluca, y unos vaqueros debajo de un chaquetón de piel, quizá excesivo para este clima pero muy a tono con el Audi. Por sus andares nadie le habría echado más de cincuenta años. Frida enseguida llegó a su altura, exhibía sus fuertes piernas enfundadas en unas mallas negras debajo de los pantalones cortos, una vestimenta desconcertante. Miró hacia atrás para controlar la calle pero no pudo verme. Pasaron Alice delante y Frida detrás. Al rato salieron con una caja de cartón que llevaba Frida en los brazos. La caja iba cerrada, no era la típica caja que sólo sirve para llevar las cosas hasta el coche, yo había usado muchas cajas de esta forma. En el supermercado muchas veces me ponían la compra en una caja para que la transportara más fácilmente, pero no era éste el caso. Durante un instante dudé si ir tras ellas o entrar en la tienda. En esta ocasión pensé con cierta rapidez que la tienda seguiría aquí por la tarde. Maniobré con una pericia que me asombró, sin miedo a rozar al de detrás, ni a nada. Si le contase a Leónidas, mi amigo de Buenos Aires, las aventuras que estaba corriendo, mientras él jugaba la partida, no se lo creería. No me molesté en disimular que las seguía. Iban hablando tan acaloradamente que no se fijarían en mí.

Casi tardamos media hora en llegar a los apartamentos Bremer. Puro lujo, una fortaleza con una estricta vigilancia a la entrada. Incluso los olores y ruidos que saltaban por los muros de flores tenían un estilo más adinerado que el resto.

Pero ¿cómo saber si estaba en lo cierto, si lo que habían recogido en la tienda eran las famosas inyecciones? Todo eran suposiciones. Estaba tan nervioso pensando en los resultados del laboratorio que no podría estarme quieto.

Los vigilantes del complejo Bremer levantaron la barrera para que entrara el brillante y largo Audi de Alice. De alguna forma parecía que Salva me iba guiando desde el pasado. Me preparé para esperar dentro del coche con la botella de agua al lado, no tenía otra cosa mejor que hacer ni otro sitio mejor en el que estar. ¿Habría hecho estos mismos recorridos mi amigo Salva? No sé cómo se las arreglaría sin conducir y teniendo que depender de taxis. Debió de resultarle muy difícil. Yo por lo menos llevaba un coche y no dependía de nadie. Creí que Salva en mi caso habría hecho lo mismo que yo.

Después de una hora me adormilaba dentro del coche y puse la radio. De vez en cuando daban noticias de lo que ocurría en el mundo, al contrario de esto, que también ocurría pero que no era noticia. No tenía prisa, Alice no podía quedarse en un lugar que no era su casa eternamente, en algún momento tendría que salir. Y efectivamente, a eso de la una y media, salieron Alice y un viejo playboy con un traje de lana gris marengo y vuelta en los pantalones, las solapas de la chaqueta subidas, una bufanda negra anudada como en las revistas y gafas de sol.

Hay veces en que no hay que pensar porque el mundo se ordena solo y sin más historias las piezas encajan. Ante mí tenía a Sebastian Bernhardt, el Ángel Negro, como lo llamaba Sandra. Le reconocí enseguida, como si su presencia hubiese hecho saltar una chispa dentro de mí. Hoy estaba siendo un día redondo: el más invisible de todos los invisibles y probablemente el más importante de la Hermandad, el que tenía la última palabra, estaba a unos metros de mis narices. Él y Alice iban charlando calle abajo. Se sentían jóvenes y guapos, a todas luces mucho más de lo que eran. Puse el coche en marcha y me acerqué al final de la calle por donde habían dado la vuelta. Los vi sentados en la terraza cubierta de un restaurante que colgaba sobre el mar. Él le cogía la mano y se la besaba y ella se reía. Podrían ser amantes, y de ahí el control de Alice sobre el magnífico líquido, y de ahí que Otto estuviese ahora mismo entretenido con el golf. Luego pareció que trataban algún asunto serio. Se tomaron dos ensaladas y dos cafés y a la hora volvieron a subir la cuesta. Me quedé a mitad de calle, bastante antes de llegar hasta ellos, que se detuvieron a la puerta del complejo de apartamentos sin dejar de hablar, sobre todo él, que parecía darle instrucciones a ella. Ella asentía. A los cinco minutos salió Frida, y ella y Alice se marcharon en el Audi.

Esta vez no las seguí. Volverían a casa de Alice, se meterían directamente en el garaje y no podría comprobar si sacaban o no la caja con la que habían salido de Transilvania. Probablemente se la habían entregado a Sebastian.

No sabía qué más hacer. Eso me desesperaba, pero ya se me ocurriría algo. Ver comer a Alice y al Ángel Negro me había abierto el apetito, así que me fui a mi bar de costumbre y me pedí un menú. Me tomé unas lentejas y sepia a la plancha con agua mineral sin gas y de postre natillas. Salí bastante hinchado, dispuesto a echarme una pequeña siesta hasta la hora de ir a recoger los resultados de los análisis.

A las cinco y media ya no podía más y me marché a Transilvania, la tienda de regalos. Esto me ayudaría a matar la ansiedad, la espera de los resultados del laboratorio me tenía en vilo.

Solamente había un dependiente de unos treinta y cinco años sin mucho que hacer. Le dije que quería hacer un regalo y que no sabía qué comprar.

—Es artesanía de Rumania y de los Balcanes —dijo sin ningún interés por vender ni por lo que tenía expuesto. Tenía acento rumano.

Estuve mirando los precios de aquellos objetos, a algunos de los cuales ni siquiera les habían quitado el polvo, y compré una caja de laca bastante bonita para regalársela a Sandra. Con la caja en la mano continué mirando, haciendo tiempo por si ocurría algo de interés. El dependiente tuvo una llamada y entre una verborrea que no entendía distinguí los nombres de Frida y Alice. También podrían haber sido imaginaciones y que mi deseo de escuchar algo familiar hubiese forzado los nombres y también podría ser que en aquella caja de cartón llevaran simples objetos de la tienda, aunque era curioso que no la hubiesen envuelto para regalo.

El rumano cogió de mala gana la cajita lacada y la envolvió torpemente y, para colmo, como sólo tenía quince euros sueltos dijo que no importaba, que prefería los quince que tener que pasar la tarjeta del banco. Indudablemente aquel sitio olía a tapadera. Si eran los encargados de traer el producto desde donde fuese, lo guardarían en la trastienda hasta que viniese a recogerlo Alice. Seguramente por la relación especial que mantenía con Sebastian, Alice era la encargada de custodiar y repartir semejante tesoro. Y otra cosa, ¿sabrían Fredrik y Karin y los otros cuál era el punto de recogida? Aunque lo supieran, probablemente no se atreverían a hacer absolutamente nada, porque si a Alice se le había concedido este poder era porque tenía otros poderes, que le cubrirían bien las espaldas.

El laboratorio estaba a las afueras, cerca del polígono industrial y las instalaciones eran nuevas y modernas, aunque su director tuviera casi mi edad. Me pidieron que volviera dentro de una hora, poco antes de la hora de cerrar, el director quería verme personalmente y explicarme los análisis. Los pacientes sentados en la sala, que también esperaban sus resultados, me miraron con pena y cierto alivio. Pensaban que estaba tan mal que mis pruebas necesitaban un comentario del director y al mismo tiempo preferían que si la estadística tenía que cumplirse que se cumpliera en mí y no en ellos.

Estuve paseando por el polígono, admirando el original diseño de las nuevas naves industriales, nada que ver con aquellas cajas de hormigón vacías que luego llenaban de maquinaria grasienta. Ahora todo era cristal, acero, plástico, luminosidad. Estaba nervioso. Hoy iba a ser el gran día. Entré en un almacén de bricolaje y vi cómo cortaban los tablones. Olía muy bien, a pino serrado. A Raquel le habría encantado este lugar, le gustaba todo lo que estuviera a medio hacer para la casa, maderas que hubiese que montar y pintar, barro que hubiese que decorar, cuero que hubiese que teñir. Me volvía loco con esas cosas. Di una vuelta y era una pena que yo jamás fuese a ser cliente de este almacén, que los años en que estas cosas tienen sentido no los hubiese aprovechado precisamente en esto. Hermosos arcones sólo a falta de lijar, alacenas que imitaban una antigüedad de cien años. Me senté en una silla de anea a esperar. Matrimonios que se entusiasmaban con las librerías sin barnizar mientras trataban de sujetar a los hijos. Estudiantes que buscaban una mesa con tara y más barata para una vivienda provisional. No había ningún sitio mejor en el mundo para esperar el pasado, los análisis que me devolvían a un tiempo que ya no existía, pero que se empeñaba en seguir existiendo a toda costa. Todo tendría que oler como en este almacén.

Cuando faltaba un cuarto de hora me fui andando hacia el laboratorio, admirando los árboles y a la gente que trabajaba, que se ganaba la vida haciendo algo que se podía ver y tocar para los demás.

Al verme de nuevo en aquel remanso de paz sentí el mismo nerviosismo que cuando me hacían las pruebas del corazón. El doctor me hizo entrar en su despacho de caoba y cerró la puerta. Era muy amable, me preguntó cómo me encontraba y comentó el buen tiempo que hacía. Parecía que tenía todo el tiempo del mundo. Por fin abrió una carpeta y salieron a la luz las típicas analíticas. Me habían hecho tantas y tantas que las reconocía al vuelo. Por lo menos, pensé, han podido extraer algo de líquido.

—Bien —dijo—, tendríamos que repetir los análisis. Hemos trabajado con una mínima muestra que presumimos que estaba contaminada porque no hemos apreciado nada especial.

—¿Nada?

Se encogió de hombros.

—¿Y decía usted que su hijo se inyectaba esto? No tiene por qué alarmarse. Es un potente complejo vitamínico.

—Doctor, yo no soy médico, aunque me paso la vida entre ellos, así que se lo preguntaré sin rodeos, ¿es posible que este compuesto produzca el efecto de rejuvenecer y producirle la energía de un joven a un anciano pongamos como yo?

—Las concentraciones de vitaminas y minerales como la fosfatildiserina, la taurina, las vitaminas del grupo B y otras son muy elevadas. Desde luego pueden mejorar la concentración y la sensación de vitalidad, pero no hacen milagros. Sin duda es un compuesto mucho más eficaz que el que toman habitualmente los estudiantes.

»A veces —continuó—, la gente paga fortunas por fórmulas vulgares, tanto para ingerir como para uso local, me refiero a los cosméticos. Se dejan engañar con la ilusión de ser más jóvenes y más inteligentes. Espero que su hijo no sea uno de ésos. En muchos lo que más funciona es el efecto placebo.

El doctor se acomodó en el sillón. Como a toda la gente de mi edad le gustaba echar el rollo.

—Nos horroriza la muerte, nos da pánico —dijo—, lo que es una completa estupidez y una pérdida de tiempo porque la muerte nunca falta a su cita. Es puntual. No la podemos parar ni detener, ¿retrasar?, bueno, quizá, no estoy seguro. ¿Y sabe por qué? Porque la muerte es buena, es necesaria para la vida. La muerte de una célula supone su renovación, si no muriesen unas y naciesen otras no podríamos vivir. Dígale a su hijo que coma bien, que haga ejercicio, que haga el amor siempre que pueda, que disfrute de la vida y que no se complique.

—¿Y yo, doctor? Él es joven, pero yo…

—Lo mismo, pero en dosis pequeñas.

A la hora de pagar tuve que sacar la tarjeta oro. Fuese como fuese habían tenido que afinar mucho en el análisis y dos auxiliares habían trabajado hasta la madrugada. Me costó dos mil euros y me preguntó si necesitaba factura. Le dije que en un asunto así era innecesaria.

Salí de allí más mareado que cuando me comunicaron que tenían que cambiarme una válvula del corazón. Después de todo, los experimentos sádicos del Doctor Muerte o de Himmler no habían servido para encontrar la inmortalidad o la eterna juventud, ni siquiera para alargar la vida. El envasar el bebedizo en estas sospechosas ampollas y distribuirlo desde la tienda tapadera llamada Transilvania era pura escenografía y un timo.

Estaba loco por contárselo a Sandra. Con la conversación se habían hecho las ocho y cuarto y no quería que pensara que no había podido acudir. Se me había acelerado el pulso y en el coche me bebí un buen trago de agua y traté de tranquilizarme. Si me pasaba algo, ellos seguirían durmiendo a pierna suelta y pensando hasta el final de sus días que eran unos elegidos. Contrólate, me dije, y arranqué en dirección al Faro.

Llevaba la carpeta con la analítica en la mano y pensaba decirle a Sandra que nos marchásemos a otro sitio por si alguna vez la habían seguido a ella o a mí. Había pensado que fuésemos por separado a una iglesia que había a la entrada del pueblo. Allí estaríamos tranquilos. Pero cuando llegué ya no estaba. Eran las ocho y media y a veces Sandra no tenía margen de maniobra por los dichosos caprichos de Karin. Fui hasta la piedra C, no había nadie por los alrededores, la levanté y nada. Ninguna nota. No había venido, si hubiese venido habría dejado alguna señal. Entré a tomarme una infusión para hacer tiempo.

Me senté en nuestra mesa habitual y se acercó la camarera.

—Ha venido y se ha marchado.

—¿Perdón? —dije.

—La chica, ha venido y no ha esperado ni diez minutos. Es meterme en lo que no me importa pero no pierda el tiempo. Esa chica no le quiere.

Estuve por soltar la carcajada.

—¿Y cómo lo sabe? —dije.

—Es de cajón, puede ser su nieta. Mírese, ¿si usted fuera ella le gustaría alguien como usted?

—Gracias por el consejo, me tomaré una manzanilla.

—Va a sacarle el dinero —dijo esta mujer de unos cincuenta años mal llevados a la que no quería ofender por lo que pudiera pasar.

—Pues tendría que haber elegido a otro porque no tengo mucho. Vivo a base de manzanillas y menús de nueve euros y el día que como no ceno.

—Ya es algo, a ésa le da igual.

—¿No cree probable, ni por lo más remoto, que pudiera enamorarse de mí?

—Ni de coña. Está loco si se hace esas ilusiones. Es patético que se le pueda pasar por la cabeza.

—Por la cabeza se pasan muchas cosas. No me diga que no piensa usted alguna vez en algún actor famoso al que jamás va a conocer.

—Un actor ¿como quién?

—Un actor, pues… no sé, como Tyrone Power por ejemplo.

—¿Como quién? Ése murió hace mucho, no sé ni la cara que tenía.

—Fue un galán clásico.

—A esa chica no le gustan los galanes, no le gusta usted. Vuelva a su casa. No me iría con la conciencia tranquila esta noche si no se lo dijera.

Le iba a decir que siempre me había parecido que estaba de parte de Sandra y que había sido una verdadera sorpresa que se preocupara por mí.

Agradecí que la manzanilla estuviera ardiendo para hacer tiempo porque sabía que en cuanto Sandra pudiese saldría pitando hacia aquí. Tenía que haber sucedido algo de fuerza mayor para que no viniese a la cita más importante que habíamos tenido y que probablemente íbamos a tener nunca, el descubrimiento del Gran Tesoro. Sin Sandra, sin sus agallas, habría sido imposible descubrirlo. Algún día tendrían que reconocerle su valor. Todo lo que yo había hecho en comparación con lo que había hecho ella no era nada porque yo estaba lleno de odio hacia aquella gente y en cualquier acción mía había una venganza personal, sin embargo ella lo hacía por todos. La camarera no tenía ni la más remota idea de quién era la persona de la que hablaba y que había juzgado con tanta bajeza. La miré con desprecio cuando me trajo la cuenta.

Escribí en una servilleta la palabra éxito. «Espero recado y que estés bien».

Me eché la servilleta al bolsillo, recogí la carpeta y salí. Me senté unos minutos en nuestro banco y puse la servilleta bajo la piedra C.