Sandra
Julián me dijo que si no me daba el piro por la vía rápida no tendría más remedio que meterme en la Hermandad, pero que sería algo que me marcaría de por vida como una filonazi y que él no iba a estar aquí para decirle al mundo que yo era un topo, una heroína que me había propuesto destapar una banda criminal. Tal vez podría escribir a su organización donde él y su amigo habían trabajado tanto tiempo persiguiendo nazis, pero pensarían que era una chaladura, ni siquiera se acordarían de que seguía vivo, ni siquiera se habían enterado de que Salva, su amigo, había muerto después de toda una vida dedicada a hacer justicia. Le dije que puede que a mí sí me hicieran caso y negó tozudamente con la cabeza.
—Entonces… somos sólo dos —le dije—. Tú estás mayor y yo cada vez estoy menos ágil. No podremos con esto.
—Somos tres: tú, yo y Salva. Él me puso sobre la pista y se las habrá arreglado de algún modo para ayudarnos un poco más. La organización con todos sus medios no ha sido capaz de descubrir lo que hemos descubierto nosotros solos. La oportunidad y el coraje juntos pueden más que una organización. A estas alturas cualquiera que venga de fuera podría meter la pata y estropear nuestra labor. O te vas o te quedas, pero estamos solos.
—En caso de que me ocurra algo me gustaría que llamases a mi familia y que le contaras lo que he hecho —cogí la servilleta azul turquesa que estaba bajo mis cubiertos y le escribí la dirección de mis padres y el teléfono y también la dirección y el teléfono de Santi—. Si a nuestro hijo le sucede algo malo no creo que Santi pudiera perdonarme, pero me gustaría que comprendiera que yo no he buscado el peligro.
Durante estas semanas había comprendido que es imposible vivir sin peligro. Ni mi hijo ni yo por mucho que me lo propusiera podríamos estar completamente a salvo. Todo es peligro y no se puede saber cuál de todos los peligros es el que nos matará. Hay peligros que saltan a la cara y otros que están entre bambalinas al acecho y no se puede saber cuál es peor.
Julián me escuchaba muy atentamente y me miraba como si fuese la primera vez que me oía hablar. Entonces metió la mano en el bolsillo del chaquetón, colgado en el respaldo de la silla, y sacó una bolsita de plástico con algo dentro.
—Toma, es un talismán. Ahora te vendrá mejor a ti que a mí.
Lo que había en la bolsita era simplemente arena, arena tostada, todavía tenía algunos puntos brillantes y me la guardé en el bolsillo del pantalón. Hacía ya algún tiempo que había dejado de pensar que Julián era un loco. Era un hombre muy cuerdo y muy práctico, el que estaba loco era el mundo.
Acordamos vernos al día siguiente en este mismo sitio a eso de las ocho, cuando presumiblemente estarían los resultados de los análisis, y si teníamos que dejar algún mensaje lo dejaríamos debajo de la piedra C. Y regresé a casa relativamente contenta porque el asunto en el que estaba metida se movía, iba hacia delante, porque no estaba sola, estaba Julián, y porque por una vez en la vida quería terminar algo que había empezado. Con lo que no contaba era con un nuevo sobresalto.
Entré alegremente en Villa Sol. Eran las cinco y media y Fred y Karin tenían cara de acabar de levantarse de la siesta, estaban estirándose, bostezando y tratando de espabilarse. Les ofrecí hacer un té y les pareció una gran idea. Fred puso un partido de tenis en la televisión, probablemente la Copa Davis, y Karin subió a la habitación a cambiarse porque ella solía echarse la siesta en el sofá llenando la casa de ronquidos.
Después de poner el agua a hervir sentí ganas de ir al baño y fui al que llaman en las revistas servicio de cortesía. Para llegar a ese lavabo tenía que pasar por la salita-biblioteca y vi que la puerta estaba entornada, lo que significaba que habría alguna visita, tal vez Martín trabajando en las cuentas. No me convenía tener malas relaciones con Martín, así que asomé la cabeza dispuesta a saludarle, a decirle, hola Martín ¿qué tal te va?, ¿quieres un té? Pero me encontré con que no había nadie. Fred estaba entusiasmado con el juego y pegaba voces y Karin no bajaba aún, estaría rizándose el pelo, imitando sus antiguos bucles de juventud. Pasé dentro sin bajar la guardia, atenta a cualquier pequeño ruido, pero sabiendo que debía vencer el miedo y aprovechar aquella oportunidad. Pisaba la alfombra persa que había visto sacudir a Frida, por lo que no hacía ruido, y no me atrevía a abrir cajones, pero sí a husmear por encima. Fui al escritorio, ese escritorio prohibido para mis ojos, y el corazón me dio un vuelco.
Encima había una fotografía de Julián. La miré y remiré, no había nada escrito en el dorso, ninguna nota, sólo la foto. Llevaba su ropa actual, el chaquetón beige que compramos juntos, con los puños y el cuello de cuero marrones y el pañuelo al cuello. Parecía un viejo actor de cine, nadie diría que había sufrido tanto en la vida. La foto había sido tomada en la calle, en una calle del pueblo. Salí del lugar prohibido con el corazón a mil por hora y dejé la puerta como la había encontrado. Fred seguía hablando solo y no se oía a Karin. Me metí en el servicio, oriné, tiré de la cadena y me lavé las manos. Y casi pegué un grito al abrir la puerta y encontrarme con Karin frente a frente.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, muy bien —contesté extrañada.
—He retirado la tetera del fuego —dijo—, no paraba de pitar.
—El tiempo pasa volando, ¿verdad? —dije como explicación.
La puerta de la salita continuaba como yo la había dejado, Karin no parecía haber reparado en ella y no la había cerrado.
Fred continuaba enfrascado en el partido y Karin se sentó a su lado. Yo preparé la bandeja con las tazas de filo dorado, el azucarero, aunque ninguno tomábamos azúcar, y las cucharillas, mientras pensaba que quizá ya no cerrasen la puerta de la salita por considerarme de la Hermandad, o bien, y esto sí que me ponía los pelos de punta, porque quisieran que yo viera que ellos habían descubierto a Julián, aunque peor sería que en la foto estuviésemos los dos juntos. Así, según estaban las cosas, cabía la posibilidad de que no me relacionaran con él. ¿Sería esto posible? Me pasé la mano por el bolsillo donde llevaba el saquito de arena para que toda su mágica fuerza pasara a mí, y me empecé a servir el té, luego me senté en el que ya era mi sillón.
—Creo que voy a ir a la peluquería —dije pasándome la mano por la cabeza—. Hace meses que no me corto el pelo.
Era verdad, el pelo corto se había convertido en melena y el mechón rojizo se había descolorido. Ahora a veces me lo recogía en una coleta. Tenía mucha razón Julián: teniendo verdades a mano para qué recurrir a las mentiras. Las mentiras se olvidan y te ponen en aprietos, las verdades, no. Con lo que no contaba era con que la idea de ir a la peluquería volviera loca a Karin.
—Yo también —dijo—. Yo también quiero ir. Quiero que me hagan un moldeado, estoy harta de cogerme rulos.
Karin siempre tenía en la boca la palabra quiero, como si sólo por pronunciarla fuese a atraer hacia ella todo lo deseado.
Fred nos miró de reojo sin dejar de prestar atención al partido. A pesar de todo, me agradecía que entretuviese a su mujer.
La verdad era que yo estaba intentando por todos los medios acercarme a ver a Julián. Seguramente después de nuestro encuentro se habría ido al hotel a descansar y por mucho que me hubiese advertido que no fuese por allí ésta era una causa mayor, necesitaba encontrar la manera de ponerle en guardia, de decirle que le vigilaban de cerca y que estaba en el foco de mira de la Hermandad y que sabían qué cara tenía. Sin embargo no podía volverme atrás en lo de Karin y la peluquería. Karin se había animado. Cuando estaba bajo el efecto de las inyecciones le hacía falta muy poco para animarse.
—Pues adelante —dije—. Si no tienes ninguna preferencia creo que he visto una peluquería con muy buena pinta por el Paseo Marítimo.
—Estoy harta de ir a la de siempre. Quiero probar algo nuevo —dijo riéndose y mirando a Fred.
Fred le devolvió la broma.
—Suerte, querida —dijo, y también se rió.
Parecía que Fred no necesitaba las inyecciones. Seguramente procuraba no necesitarlas para dejárselas todas a Karin.
El hecho de que también los monstruos pudiesen sentir amor era algo muy desconcertante, porque si sabían lo que era el amor también tendrían que saber lo que era el sufrimiento.
De nuevo al todoterreno. Estaba cansada de tanto viaje y tanta carretera, ¿y si me olvidaba por un momento de lo de Julián y me relajaba en la peluquería? Había elegido una hipotética peluquería en el Paseo Marítimo porque quedaba a mano del hotel, pero no sabía si existiría alguna.
Fui recorriéndolo despacio, tratando de hacer una memoria que no tenía. Karin dijo que en caso de que no encontrásemos ninguna podríamos ir a la de siempre. Entonces me pasé la mano por el bolsillo donde llevaba el saquito de arena y a los pocos minutos vimos una coiffure. No era gran cosa, pero existía más o menos donde yo la había imaginado y eso era maravilloso. Estaba muy preocupada por Julián y prefería arriesgarme un poco antes que seguir con esta incertidumbre.
Por suerte tuve que dejar el coche medio subido en una acera, aunque sabía que dos o tres calles más hacia el interior seguramente encontraría aparcamiento. Y por suerte había que esperar turno y yo dije que como un moldeado llevaba más tiempo prefería que empezaran por Karin. Mientras, yo iría a aparcar el coche en un lugar más seguro.
Arranqué en dirección al hotel. Aparqué cómodamente y entré corriendo, no hice caso del conserje, no volví la cabeza, pero notaba que su mirada me seguía. Decidí subir directamente a la suite de Julián y cuando estaba dentro del ascensor vi pasar como en un espejismo, como en una película, a Martín con un individuo robusto, con pinta de matón. Llamé con los nudillos y como nadie abrió, escribí en un papel: «Soy Sandra», y lo eché por debajo de la puerta. Julián abrió y me hizo pasar mientras comprobaba que no había nadie en el pasillo.
—Estás loca viniendo aquí —dijo enfadado, verdaderamente enfadado—. Esta misma tarde te he dicho que no hicieras esto nunca.
—Ya lo sé, pero no tengo tiempo de discutir. Al volver del Faro he visto tu foto en Villa Sol, tienen interés en ti, alguien te sigue. Y aquí en el hotel acabo de darme de bruces con Martín y un tipo fuerte. No te preocupes, estaba en el ascensor y ellos pasaban, no me han visto.
Sin querer, sin prestar atención porque no tenía tiempo de esas cosas, me pareció que el cuarto no estaba nada mal. No me lo habría imaginado así de amplio y luminoso.
—¿El tipo ese lleva traje y tiene cara de burro?
—Sí.
—¿Iban hacia la salida o hacia la cafetería?
—Hacia la cafetería.
—En cualquier caso no puedes exponerte más, esto se complica por momentos.
Entonces sonó el teléfono y Julián dudó un segundo si cogerlo o no. Por fin lo cogió y colgó.
—Han colgado —dijo—. Mala señal. ¿Estás segura de que no te han visto?
—Creo que sí.
—Vamos —dijo Julián—. Tienes que salir de aquí, pero no por la puerta principal. Sígueme.
En lugar de bajar subimos un tramo de escaleras y nos metimos en una sala de máquinas que a su vez tenía otras escaleras de bajada. No hablábamos, Julián tenía previsto un camino de fuga y al final llegamos a la cocina y salimos por la puerta trasera del hotel.
Julián tendría que hacer el mismo recorrido de vuelta y me preocupaba que su corazón no resistiera subir tantas escaleras, aunque también podría subir sólo hasta la primera planta y allí tomar el ascensor, él no tenía que esconderse.
Una vez en la calle, corrí hacia el coche, pidiéndole al talismán que siguiera en su sitio y no se lo hubiese llevado ninguna grúa, ni le hubiesen puesto ninguna multa. Y el talismán funcionó. Puse el coche en marcha y aparqué detrás de la peluquería. Entré en el local sudando. Me quité el anorak y después de decirle a Karin que por fin había logrado aparcar salí a la puerta. Me ahogaba y apareció la tos de días atrás, como si se hubiera callado, pero no curado. Una ráfaga de aire frío y húmedo me reconfortó.
Las peluqueras estaban alrededor de Karin con un tinte preparado y pensando qué más podrían hacer para dejarle el pelo como el de la foto. Karin les había llevado una fotografía de cuando era joven y de cuando tenía otra cara y los cabellos rubios y ondulados. Las peluqueras le decían a Karin que se notaba que había tenido un pelo precioso y ella estaba encantada como siempre de que su persona fuera el centro de atención. Me uní al coro de elogios y ella no pareció pensar en otra cosa. Tosí y de pronto tuve un escalofrío que me obligó a ponerme el anorak, pero al rato sentí calor y tuve que quitármelo.
Estuvimos en la peluquería unas tres horas. Karin se había llevado una de sus novelas, pero estuvo tan entretenida oyendo halagos que apenas la abrió. Pagó también mi arreglo, que consistió en quitarme el mechón rojo e igualarme el color en un castaño claro con mechas de color miel que decían que me realzaba el verdoso de los ojos y en cortarme las puntas. Me convenía no llamar tanto la atención y me dejé hacer, me dejé llevar hacia un terreno más neutro en cuanto a aspecto se refiere. Y además pagaba Karin, que dejó una sustanciosa propina. Todo el mundo contento, por ahora.
De camino a casa me dijo que le entusiasmaba el cambio y que de ahora en adelante siempre vendría aquí a arreglarse el cabello, y decía bien porque tras esta sesión nuestro pelo había pasado a ser cabello. Durante el camino no paró de mirarse en el espejo retrovisor. Se gustaba, debía de verse mitad como era ahora y mitad como era en la foto de su juventud. Me pregunté si las inyecciones que se ponían no los estarían volviendo a todos tarumbas, si no les estarían creando en su mente enferma una imagen de sí mismos completamente deformada. Menos en el caso de Fred, claro, que no parecía ponerse nada. Solamente le fastidiaba una cosa a Karin y es que yo estornudase y tosiera tanto. Se iba tapando sin ningún reparo la boca con la mano para que no le llegaran mis microbios.