Sandra

A las dos ya habíamos comido con la ligereza acostumbrada, hacíamos un horario mitad europeo, mitad español. Nos había dado tiempo a ir a gimnasia y a dar una vuelta por la playa. Karin me dijo que había hablado con el director del gimnasio y que no había ningún problema para apuntarme a preparación para el parto. Al decirme esto, me di cuenta de que casi me había olvidado de la criatura que llevaba dentro y me pregunté si no sería una madre desnaturalizada, si no me habría metido en este embrollo para no estar pensando constantemente en lo que se avecinaba. No es que me hubiese olvidado de que estaba embarazada, eso era imposible, sería como olvidarme de andar, pero había dejado de darle importancia. Aunque bien mirado, a efectos prácticos y reales, pensara o no pensara en ello, la gestación seguía su curso y ninguno de los dos nos estábamos quietos, cada uno en su mundo hacíamos lo que teníamos que hacer. El futuro era una incógnita, como se suele decir, porque cuando me dijeron que estaba embarazada imaginé nueve meses en un mundo aparte, el de las embarazadas, lleno de cosas nuevas e íntimas. Y mira ahora qué vida llevaba, desde luego no llevaba vida de embarazada y puede que ninguna la llevase, esa vida no existía.

También me dijo que si me decidía por su gimnasio ella se haría cargo de la cuenta. No dije ni que sí ni que no, no me comprometí, pero había decidido que tanto esto como cualquier otra cosa relacionada con mi hijo la pagaría yo con lo que cobraba trabajando para ellos. Hasta ahora mi propio cuerpo lo separaba de ellos, no podían hacerle nada y cuando esto terminara nunca tendrían contacto con él. Sólo los pequeños jerséis que le estaba haciendo, cada vez más de tarde en tarde, servirían de recordatorio. Por supuesto jamás le pondría el que le hacía Karin. También en esto Karin me había revelado su verdadera cara. Una vez que me había atraído hacia ella con el asunto de enseñarme a hacer punto prácticamente no había vuelto a tocar las agujas. Al jersey le faltaban las mangas y el cuello y no parecía que tuviera intención de terminarlo, y eso que era diminuto. Karin no era hogareña, cuando estaba en casa era porque no tenía más remedio. Hoy había vuelto a la fuerza porque se había encaprichado con la idea de hacer una excursión a un rastrillo de antigüedades en el interior de la comarca. Tuve que decirle que retiraban los puestos al mediodía y que además Fred podría enfadarse otra vez si llegábamos tan tarde. Karin se encogió de hombros, no se tomaba en serio a Fred. Entonces tuve que decirle algo que en cierto modo era verdad: que Fred estaba a las duras y a las maduras, que Fred estaba ahí cuando ella no se encontraba bien y que a Fred no le importaba que se deshiciera de sus joyas a cambio de una medicina que le venía muy bien. Fred vivía para ella, y ella en compensación no debía crearle preocupaciones.

—Te has dado cuenta, ¿verdad? —dijo—. He tenido al mejor. Todas me envidiaban, incluso Alice me ha envidiado alguna vez. Le habría gustado quitármelo, pero no ha podido, sólo puede arrebatarme las joyas.

Me pregunté si alguna vez habría querido al Fred real, si lo habría amado con sus defectos, o si el Fred de novela se había comido al real. Él sí parecía quererla tal como era, con la artrosis y la cara de bruja y sus fantasías y su maldad, es que quizá si no fuera por ella le esperaba el abismo. Lo importante fue que, tras esta charla, se conformó con volver a casa, y yo podría acudir a mi cita con Julián. El que ahora mismo estuviese alguien fuera de esta casa esperándome, alguien que no se parecía en nada a Fred y Karin, me daba alas y ganas de luchar.

Y para continuar hablando de Fred y que no encontrara otra excusa para seguir de farra le pregunté cómo se había dado cuenta de que estaba enamorada de Fred. Tuvo que pensar. Tal vez estaba buscando alguna frase leída en sus novelas.

—No sé —dijo—, es algo que no se puede explicar.

Sería lo mismo que yo contestaría si me preguntaran qué sentía por Santi. Sin embargo, lo que sentía por Alberto era como tirarme en paracaídas. Lo sabía aunque hiciese demasiado que no veía a Alberto y nunca me hubiese tirado en paracaídas.