Julián

Me levanté muy temprano para desayunar y tomarme las pastillas y poder estar a primera hora en el laboratorio. Llevaba las inyecciones tal como las había sacado de entre los tallos de las flores, liadas en papel higiénico y después en un trozo de celofán. No quería sacarlas y que les diese el aire y que así se alterara el poco producto que pudiera quedar. Esperaba que en el laboratorio fuesen muy expertos y capaces de realizar un análisis con tan poca cosa y también esperaba que quisieran hacerlo.

Había citado a Sandra a las tres y media donde siempre. ¿Habría levantado la piedra y cogido el mensaje? Ojalá pudiera tener a esa hora los resultados de los análisis.

No se podía. Me recibió primero una ayudante y cuando vio de qué se trataba salió a hablar conmigo el jefe del laboratorio, que era casi tan viejo como yo. Había dos pacientes más en la sala y a la ayudante le dije que me gustaría que fuese confidencial, entonces me dirigió a un despacho de caoba que parecía arrancado de un bufete de abogados del siglo pasado. Saqué las inyecciones envueltas.

—Ya han sido usadas —dije mientras él las iba desenvolviendo— y querría saber si queda algún resto analizable.

—¿De qué producto estamos hablando?

—Eso es lo malo, no lo sé, no tengo ni idea, y estoy muy preocupado. Se trata de un hijo, le he pillado varias veces inyectándose. No quiero que acabe siendo un drogadicto.

—¿De qué edad estamos hablando?

—Treinta y ocho años, mayor de edad, pero un hijo es un hijo. No puedo mirar para otro lado.

—Comprendo —dijo.

—¿Viven aquí?

—No, estamos de paso, de vacaciones, creí que con el mar y el sol dejaría de tomar cosas, pero no ha resultado.

—Está bien. Haré lo que pueda. Veré si puedo aprovechar alguna gota. ¿Una dirección?

—Precisamente estamos cambiando de hotel. Mi hijo nos pone en situaciones difíciles. Vendré cuando me diga.

—Estará listo mañana por la tarde o pasado, según la dificultad.

—Bien, me pasaré mañana por si hubiese suerte.

Estaba nervioso, sabía que este hombre experimentado encontraría algo verdaderamente sorprendente. Seguramente Salva no había tenido acceso al producto. Sabría de su existencia, pero nunca habría tenido una gota en la mano, aunque tal vez sí hubiese llegado a saber dónde lo fabricaban. Podría tratarse de uno de los múltiples experimentos de los nazis. Estaban muy interesados en la inmortalidad y el mismo Führer había mandado expediciones para encontrar el elixir de la vida eterna, como había mandado buscar el Arca de la Alianza o el Santo Grial. Podría ser un experimento genético en toda regla.

De momento no tenía nada urgente que hacer hasta la hora de mi cita con Sandra, por lo que decidí resolver algo que tenía pendiente: acercarme por la residencia de Salva, Tres Olivos, y preguntar un poco más a fondo por las pertenencias de mi amigo. Hablé con la misma leona de la vez anterior, más fuerte si cabe de lo que la recordaba. Estaba insultantemente morena.

—¿Otra vez por aquí?

Decía mucho a su favor que me recordara, significaba que prestaba atención a los detalles, y los ancianos dependemos de pequeñas necesidades y detalles que hay que atender.

—Tiene usted una memoria envidiable.

—No tengo más remedio, si no esto sería un caos.

—Mire, he venido de muy lejos para ver a mi amigo Salva y resulta que cuando llego aquí ha muerto y sólo me deja una nota. ¿No recuerda qué hicieron con sus pertenencias?

—Me parece que se lo dije, la ropa fue a una parroquia y los papeles los quemamos.

—¿Los quemaron? ¿Todos?

Se estaba impacientando. No le gustaba dar vueltas a las cosas.

—¿No quedará alguna caja por ahí con algo suyo?

No decía una palabra, me miraba fijamente diciendo, sin hablar: ya te he dicho todo lo que tenía que decir.

—Salva merece que nos preocupemos un poco más por él aunque ya haya muerto.

—No lo dudo —dijo—, pero mire cómo tengo el comedor. Éstos también necesitan que me preocupe por ellos.

Y entonces se me ocurrió una pregunta descabellada o que no seguía el hilo de la conversación.

—Perdone, pero ¿quién financia la residencia, es estatal?

A partir de aquí empezó a mirarme de otra manera.

—Es privada, con una pequeña subvención del Gobierno, pero está sometida a los mismos controles que cualquier residencia del Estado. Todo está en regla. Por Salva no se pudo hacer nada y él lo sabía. Fue muy consciente hasta el final de cuál era su situación. Era una persona excepcional. Sentí mucho su pérdida.

Me dejó entrar en la habitación de Salva, estaba vacía, las mantas dobladas sobre el colchón. Desde su ventana se veía una huerta y luego el horizonte con montañas. Aquí Salva pensaba, aquí me escribió la carta, aquí pasó los últimos días de su vida. Abrí los armarios sin suerte, estaban vacíos y miré debajo del colchón con el mismo resultado. Sin embargo Salva era previsor, muy previsor, y era de suponer que si quería dejarme alguna información habría buscado algún sitio que yo tenía que descubrir. A Salva no le agarrotó la idea de que ya tenía la muerte encima porque conocía la muerte, la había mirado a los ojos y la había retado. Al Salva que yo conocía no le habría acojonado la muerte.

Estaba convencido de que Salva había considerado la posibilidad de que se deshicieran de sus cosas y que yo al llegar no encontrase nada. También podría ser que su legado no estuviera en la habitación, sino fuera, en alguna parte del jardín o en algún lugar donde fuera normal que hubiese papeles. En la biblioteca quizá. Cerré la puerta con la sensación de que estaba viendo algo pero no sabía el qué.

No me esperaba una biblioteca con tantos ejemplares, unos cinco mil, donación según me contó la encargada de un historiador que había pasado sus últimos años en la residencia olvidado de todo el mundo. Aquí hay mucha gente, me dijo la encargada de la biblioteca, que se deja su último aliento sin que nadie se acuerde de ellos, y las amistades que hacen aquí y nosotros mismos somos su único consuelo. Luego la familia protesta porque nos han regalado la biblioteca o nos han hecho una donación en dinero. Le pregunté qué libros solía leer Salva.

—Salvador… era un hombre muy inteligente, conservaba la cabeza en muy buen estado y era el único que no te mareaba contándote su vida. Sobre todo leía historia y algo de medicina. En general lo que más le interesa a la gente mayor que ha vivido la guerra civil es la historia y también los fascículos —me señaló varios estantes llenos de fascículos manoseados— sobre cómo cuidarse y alargar la vida. Creo que Salva se los leyó todos, pero llegó un momento en que esta biblioteca no tenía lo que él buscaba y se marchaba a la universidad. Hasta que se puso mal, mal, se pasaba los días taxi para allá, taxi para acá, la de dinero que se habrá gastado ese hombre en taxis.

Me pareció que el dinero de los mayores (como ella nos llamaba) sí que le importaba, pero no era el momento ni la persona adecuada para preguntar por el dinero de Salva. Me dirigí a la sección de historia y cogí dos volúmenes de la segunda guerra mundial. De haber anotado algo, de haber dejado alguna señal lo habría hecho en lo que a mí me resultaría más familiar, Mauthausen.

No se le concedía mucho espacio a este campo ni había nada subrayado. Busqué en el capítulo de «Republicanos españoles en los campos de la muerte» y tampoco observé nada significativo. Sería cosa de ir mirando libro por libro, pero tenía miedo de que cualquier percance que me encontrase por la carretera me impidiera llegar a tiempo al Faro, sería imperdonable, y por otra parte puede que Sandra y yo hubiésemos avanzado mucho más en la investigación de lo que Salva hubiera podido llegar a imaginar. No era probable que hubiese tenido el líquido en las manos, habría sido un sueño para él. En el fondo Salva lo único que me habría legado serían sospechas. Y más aún, si fuese creyente pensaría que Salva desde el Más Allá me había enviado a Sandra para que pudiera terminar el trabajo que él había empezado.

Y otra cosa, podría ser que estuviera sobrevalorando a Salva. Cuando pensaba en él, siempre veía al hombre de cuarenta años convertido en una máquina de cazar nazis. Como todo ser humano habría perdido facultades y puede que supiese menos de lo que yo creía. Aun así había sido capaz de descubrir él solo que en este pueblo se concentraba una hermandad de nazis y que ensayaban en sí mismos un experimento de hace cincuenta años que les rejuvenecía. O quizá de menos años. Dábamos por hecho que los nazis se limitaban a no ser descubiertos, a envejecer y a morir en paz, pero puede que hubiesen continuado desarrollando algunos inventos para su uso particular y para venderlos.

De regreso al pueblo, dudé si pasarme por el bar. Hoy tocaba macarrones con tomate y salmón a la plancha, todo muy pesado, y además la visita a la residencia me había quitado el hambre. Si Salva, como decían en la residencia, había ordenado mandarme aquel sobre después de morir, tendría que habérmelo contado todo con pelos y señales y enviarme cualquier información que me ayudará y no así con medias verdades, pensé una vez más, pero esta vez bastante cabreado por el incomprensible comportamiento de Salva. Me compré un bocadillo y una botella de agua grande y me fui derecho al Faro. Me comí medio bocadillo y me tomé las pastillas en el banco entre las palmeras salvajes en que nos sentábamos Sandra y yo cuando hacía buen tiempo. Luego empecé a tener frío y me metí en el coche, aprovecharía para dar una cabezada hasta que llegara.