Sandra

Conduje despacio hacia la casita para que Karin se fuese distanciando de lo del parking antes de llegar a Villa Sol. En cuanto dejamos el pueblo atrás el paisaje se hizo precioso, oscuro con pequeñas luces aquí y allá, las sombras de los árboles se movían y el cielo nos tragaba. Y estaba compartiendo este momento con un ser que había matado a cientos de personas sin pestañear, sin remordimientos y con sadismo. Me llegaba su perfume y abrí la ventanilla.

—Eres muy romántica, ¿verdad, Karin? Te gustan mucho las historias de amor.

—No podría vivir sin eso, ahora ya soy vieja, pero hay historias que me lo recuerdan. Disfruto mucho. Es la sal de la vida, el amor, la conquista, la seducción. No puedes imaginarte cómo era Fred cuando le conocí. Era un hombre espectacular. Alto, guapo, con determinación, era tal como lo había soñado. Era un atleta, hacía toda clase de deportes, montaba a caballo, esquiaba, era montañero, un hombre superior…, completo. Me enamoré nada más verle. Era digno de estar en una novela o en una película. Ahora somos dos viejos. ¿Qué edad tienen tus padres?

—Mi madre cincuenta y mi padre cincuenta y cinco —dije pensando que la descripción que me hacía Karin de su Fred era como la que me había hecho Julián, sólo que ésta menos idealizada. Para Julián, Fred era la materia prima que Karin necesitaba para escalar posiciones y yo añadiría que para moldear sus sueños romanticoides. Por lo que había deducido hasta aquí, Karin podía ser terriblemente práctica y también fantasiosa.

—¿Y tus abuelas?

—Ya no viven. Conocí muy poco a mis abuelas, a veces no sé si las recuerdo o las imagino.

—Ahora me tienes a mí —dijo.

Y sin querer le sonreí satisfecha; incluso sabiendo que era una escenificación por parte de ambas me sentí reconfortada. Karin ni en los momentos de mayor debilidad ni en los que lograra sentirse más humana daría más de lo que recibiese a cambio, no estaba acostumbrada a la generosidad, no entraba en su comportamiento.

En la casita, como la llamaba Julián, había luz. Detuve el todoterreno y le dije a Karin que si quería me esperase allí, pero tal como me imaginaba no quiso. Cuando se encontraba bien no estaba dispuesta a perderse nada.

Bajó del coche sujetándose en mí y esperó conmigo a que nos abriesen. En el fondo la traje aquí para que tuviese muchas cosas en la cabeza y se hiciese un lío. Pensé que en su cabeza este detalle tendría más importancia que el haber parado en el Faro o que hubiera dudado del piso en que habíamos aparcado en el súper. De contarle algo a Fred, tendría que contarle su conversación con Alice. A Fred sólo lo pondría en mi contra cuando no me necesitase o yo le fallara, mientras tanto estaba dispuesta a escenificar.

Salió un hombre en pantalón corto y con los pelos revueltos, el tipo de hombre que cuando está en casa está hecho un cerdo. Abrió la cancela cansinamente, iba descalzo a pesar del frío que hacía, el tipo de hombre para el que entrar en su casa es como entrar en la cama. Era profesor de instituto. Sabía por mi hermana que había pedido el traslado a un lugar de playa huyendo de un divorcio. Le dije que venía a ver si necesitaba algo y a recoger una carpeta que me había olvidado. Se hizo a un lado para que diéramos los cuatro pasos que nos ponían en el umbral. No quería ni pensar cómo me encontraría el salón.

—¿Una carpeta, dices? —y se rió como un loco.

Como me temía, todo estaba inundado de carpetas, papeles y dos dedos de polvo.

—Si me dejas mirar, la reconoceré.

—Haremos una cosa, me dejas que yo la busque y mañana te pasas por aquí —y volvió a reírse, el divorcio le había trastornado, o su mujer se había divorciado de él porque estaba trastornado.

—¿Vives solo? —dije por romper la tensión.

—Mucho cuidado con lo que preguntas —dijo acercándoseme de una manera intimidatoria—, luego no te quejes de mi contestación.

¡Dios santo! Estaba fatal.

—Muy bien —intervino Karin con su acento extraño—. Mañana a esta hora mandaremos a alguien a recoger la carpeta.

Y a continuación soltó una frase en alemán con una seriedad y una cadencia que no sólo dejó desconcertado al profesor sino también a mí.

—No he entendido nada —dijo el profesor.

—He dicho —dijo Karin mirándole muy seriamente con su difícil cara— que te metas la lengua en el culo y que te duches, esto huele a estiércol.

Me sentí muy avergonzada por Karin, por el loco profesor, por la humanidad entera y muy aliviada porque un percance así era lo que necesitaba para que Karin no pensara en que yo hacía cosas extrañas.

—Si mi hermana viese cómo está la casa —dije al subir al todoterreno—. No tiene ningún mueble bueno en la casa, pero los cuida como si fuesen los de Alice.

—Hay cosas que no se pueden tolerar —dijo Karin enfadada—. ¿Es que se cree que sólo sus repugnantes carpetas son importantes? Se ha reído de tu carpeta. Más le vale que aparezca.

De pronto, me dio miedo el odio que Karin le había tomado al pobre profesor desquiciado.

—Karin, no se ha reído de mi carpeta, nadie se puede reír de una carpeta, está un poco fuera de sí, nada más.

—Te ha hecho propuestas sexuales de muy mal gusto.

—Sólo quería asustarnos, estoy segura de que no es capaz de matar ni a una mosca. Y gracias por dar la cara por mí, pero de verdad que es inofensivo.

—Mañana vendrá alguien a buscar la carpeta y a pedirle que se comporte. No es sólo por ti, es por sus alumnos, ¿qué clase de formación dará a los jóvenes?

—No te preocupes por eso, Karin, la gente cambia mucho en el trabajo. ¿Y quién va a venir por la carpeta, Fred?

—Mandaremos a Martín. Martín sabe tratar a esta gentuza.

La noche acababa de dar un giro espectacular, me preocupaba la vida de este hombre sin peinar al que acabábamos de abordar en su casa y que sin comerlo ni beberlo estaba corriendo un gran peligro. ¿Quién me decía que algunos de los asesinatos sin resolver que ocurrían por esta zona no eran obra de la Hermandad?

—Tendríamos que ser más caritativas. Mi hermana me contó que le ha abandonado su mujer. Está muy enamorado de ella y no lo puede soportar, se le ha ido la cabeza un poco.

—La demencia es una lacra terrible —dijo arrastrando las erres con mala leche.

Parecía que Karin tenía ganas de castigar a alguien y que le había tocado al pobre hombre.

Aparqué junto a un bar y, mientras Karin se tomaba un descafeinado con leche analizando a la gente, llamé a mi hermana desde el teléfono público y le conté cómo era el inquilino y que quizá acabaría dando problemas. Mi hermana me escuchaba menos habladora que de costumbre.

—Te noto cambiada —dijo.

—Estoy bien —dije sin saber qué decir ante ese comentario.

—Es la voz. Pareces mayor, será por la presión del diafragma.

—Pues no lo había pensado, pero yo me veo como siempre.

—Como siempre, no —dijo ella sacando a relucir su vena autoritaria. También tienes la voz más triste. No te habrás metido en un lío, ¿verdad?

—¿En qué lío me voy a meter aquí? Tengo mis preocupaciones.

—Pues a ver si te preocupas por darle un padre a tu hijo.

Le iba a decir que a ella qué le importaba, que se metiera en sus cosas y que yo le estaba haciendo un servicio encargándome de controlar al inquilino y haciendo un seguimiento de la casa, aunque por supuesto no se lo dije, quería escuchar su voz, tan antigua como yo misma. Sólo nos llevábamos dos años y no podía decir si me gustaba o no, simplemente había crecido con ella y la echaba de menos y por eso había llamado. Ahora que me estaba contando que mis padres se habían peleado otra vez me daban ganas de colgar, ya no la escuchaba y lo que me pedía el cuerpo era salir corriendo.

—Eres una enredadora, ahora mamá me echa en cara que no te haya dejado el chalé hasta que te saliera de las narices venir. Has conseguido que se enfade conmigo.

Hacía que me acordase de cómo era yo antes de conocer a Fred, a Karin, a Julián, a Otto, a Alice, a Martín, a la Anguila. Me recordaba que hay una vida en que no pasa nada fuera de lo normal, por trágico que sea. Karin estaba a unos pasos, sentada en un taburete con la taza en las manos y observando a la gente, a la que afortunadamente ya no podría meter en un vagón de tren camino de un campo de concentración.

Le habría dicho algo a mi hermana, le habría enviado una señal de que sí que estaba metida en un lío, en un lío y en un caso de conciencia, pero me habría pedido todo tipo de detalles, y yo no quería que lo supiera, sólo que lo intuyera, que lo adivinara. Así que le pregunté por mi cuñado y mis sobrinos con un gran sentimiento de lejanía, como si de repente yo tuviera ochenta años y tratara de no perder el pasado.

—Diles que no se preocupen por la moto, siempre le pongo la cadena.

Al llegar, Fred nos echó la bronca por nuestra tardanza de unas cuatro horas. Dijo que estaba a punto de desplegar los efectivos. ¿Los efectivos? Karin me echó una sonrisa cómplice, yo también a ella. Quería jugar a que fuésemos niñas malas y Fred nuestro protector. Él en el fondo estaba contento de ver a su mujer exultante. Me pidió que le acercara el bolso y lo abrió. Le enseñó el pequeño paquete a Fred con una sonrisa esta vez sí que diabólica de verdad. Yo iba a intervenir para decirle a Fred que Karin había puesto a Alice en su sitio, pero un sexto sentido me contuvo. Había cosas, detalles que ya eran sólo para nosotras dos. Karin abrió el paquete torpemente por la deformidad de los dedos.

Aunque lo dijo en noruego lo entendí. Tres. Alice en su infinita racanería o generosidad, no sabía bien, le había regalado tres ampollas. Menos es nada. Tres chutes más de energía. Probablemente no esperaría a sentirse mal, esa noche se inyectaría una para que le fuese haciendo efecto mientras dormía, y, ¡aleluya!, tiraría la jeringa usada en la papelera del baño y tal vez Frida al verla se hiciese un poco de lío. Tendría que olvidar a Frida, no podía estar pendiente de todo, había hecho lo que tenía que hacer y el riesgo estaba perfectamente asumido.