Julián
Estuve esperando en el Faro una hora y Sandra no apareció. Era muy fácil que le surgiese cualquier contrariedad y no pudiera acudir a la cita. Cuando ocurría esto no sabía si esperar más o marcharme. Me daba pena que inventara cien mil historias para poder venir y que yo me hubiese ido. Y lo que me parecía realmente peligroso es que apareciera otra vez por el hotel. Sobre todo quería avisarla de que no fuera por allí a buscarme, de que cuando necesitara comunicarse conmigo lo hiciera aquí mismo, en el Faro. Nuestro problema hasta ahora había sido dónde podría dejarme mensajes y yo a ella. A veces había estado tentado de hacerme con un móvil de aquí y darle dinero a ella para que pudiera llamarme, pero las llamadas acaban delatando, las llamadas son indiscretas, nunca puedes saber en qué situación se encuentra la persona a la que llamas. Era mejor así. Cuanto menos pudieran localizar nuestras vías de contacto, mucho mejor. Por eso la pareja noruega no usaba móviles y muchos de los invisibles tampoco tenían teléfono fijo. Por lo general usaban el de alguien conocido o de bares cerca de casa. Fue entonces cuando me vino a la mente el que podría ser el buzón para nosotros más sencillo: el sitio que mejor conocíamos, el banco de piedra donde tantas veces nos habíamos sentado. Ése era el lugar donde podríamos dejarnos los mensajes y mientras en la heladería me tomaba un descafeinado y un bollo a rebosar de mantequilla y azúcar le dibujé un pequeño plano del lugar. Era muy elemental, pero si no se podía relacionar una cosa con otra no era tan fácil descifrarlo.
Doblé el papel y puse: «Entregar a la chica del pendiente en la nariz».