Sandra

Cuando terminé de colocar los cacharros que Karin había comprado y mientras se calentaba la sopa que había dejado hecha Frida, subí a echar una ojeada al cuarto de baño de Fred y Karin. Entrar en aquella habitación siempre imponía, por el cabecero y la colcha de raso y las cortinas y sus retratos en la pared y la foto del periódico que yo les había regalado enmarcada y que seguramente pensaron que sería preferible que no la vieran los otros sobre la repisa de la chimenea. Era imponente el armario por dentro con los largos y escotados vestidos de Karin, por los que quizá pasó la mano el mismo Führer, y los enormes pantalones y chaquetas de Fred. Había un ambiente especial, lleno de pensamientos de estos dos monstruos, lleno de sus pesadillas, aunque no había observado que tuviesen ningún problema con el dormir, sólo se desvelaban para sus coitos y si al día siguiente tenían que hacer algo fuera de lo habitual. No diría que fueran personas con remordimientos de ninguna clase.

A veces me extrañaba verlos y que fuesen personas de carne y hueso que yo pudiese mirar, porque las atrocidades de las que me hablaba Julián no podían haber sido hechas por seres humanos. Así que cuando después de esto oía decir que alguien era muy humano no sabía si era bueno o malo.

El baño también era imponente. Estaba hecho de mármol traído de las canteras de Macael, como las escaleras, lo que siempre me hacía pensar en las canteras de Mauthausen, donde Julián había estado encerrado como la pobre gente que tantas veces había visto en los documentales. Era un mármol muy fino, fresco, rosa y sobre él destacaban de una manera lujosa los frascos de perfume de Karin. Dentro de los armarios había tarros de crema con tapas doradas y nombres indescifrables. Pero ahora no me fijé en nada de eso, había oído cómo se abría la puerta de la calle con el típico ruido de llaves de Fred. Le gustaba llevarlas un rato tintineando en la mano y según fuera el tintineo así estaba él de mejor o peor humor.

Abrí la tapa metálica de la papelera sanitaria o como narices se llame y para mi sorpresa vi que Frida no la había desocupado. Parecía que los papeles arrugados, dos rulos de cartón de rollos gastados de papel higiénico, un bote de champú vacío y varias cosas más estaban más o menos como yo las había dejado. Parecía que la visión que ahora tenía de aquel contenido se acoplaba a la última que había tenido por la mañana, pero no podía estar segura, no estaba segura de que Frida no estuviera jugando conmigo, porque conociéndola no era lógico este descuido. Frida era la campeona de la limpieza, no se escaqueaba, no dejaba nada sin hacer, era concienzuda, era un soldado de la limpieza. Sentí un temblor por dentro que me quitó radicalmente las ganas de tomarme ninguna sopa al pensar que Frida se hubiese dado cuenta y que fuese a contárselo a Fred y Karin al día siguiente, eso si no había localizado ya a Fred y se lo había cascado. En ese caso, ¿qué excusa podría poner yo? Era su palabra contra la mía y la creerían a ella.

Pero a continuación ocurrió algo que me sacó del bloqueo y que me hizo pensar que antes de tomar decisiones drásticas como confesar o tirarme por una ventana habría que esperar, tendría que esperar callada a que ocurriese algo, porque siempre ocurre, sólo hay que tener paciencia.

Lo que ocurrió fue que Fred estaba hablando con Karin en noruego de una manera que me sobresaltó. Fred nunca le levantaba la voz a Karin, Fred era el perro de Karin, por eso me sorprendió tanto. Salí de puntillas de la habitación dorada y rosa a tiempo de ver cómo subían ellos dos. Fred prácticamente empujaba a Karin, y Karin se vencía sobre una cadera y sobre la otra agarrándose a la barandilla como podía. Al principio pensé que era por mí, Karin debía de ser mi protectora y si aún no me habían pillado espiándolos era porque no habían querido o porque yo tenía un don especial que los cegaba o porque según la ley de la probabilidad era muy improbable que una chica que se habían encontrado vomitando en la playa fuese una espía. Pero afortunadamente el enfado no tenía nada que ver conmigo. Fred estaba tan cabreado que casi ni me vio en el pasillo dirigiéndome a mi cuarto desde el suyo.

Karin vino hacia mí medio llorando y cuando llegó a mi altura se me abrazó. Fred nos miró enternecido. Yo me di cuenta de que Karin fingía que estaba medio llorando. Me separé de ella un poco y le pasé la mano por el pelo mirando a Fred, preguntándole con los ojos qué pasaba.

Me lo dijeron. Karin con su fingido medio llanto me dijo que Fred no comprendía lo que significaban para una mujer sus joyas. Fred pretendía que se las diera a Alice.

Asentí tal como pretendía Karin a pesar de que ambas sabíamos que yo era una mujer sin joyas y que jamás se me había ocurrido pensar en ellas.

—Por Dios, Karin —dijo Fred—, hay cosas más importantes que las joyas.

Karin no dijo nada y Fred continuó.

—La vida es más importante, ¿o no? Vida a cambio de joyas.

—Esa zorra… —dijo Karin—. Me está dejando sin nada.

Entendí que las inyecciones que Otto y Alice les daban tenían un precio en joyas.

—Quiero que vayas a su casa —dijo Fred abriendo la caja fuerte empotrada dentro del armario— y que le digas que se te había olvidado entregarle este pequeño presente y que lo sientes. En mi vida he pasado tanto bochorno como cuando Otto me ha llamado al orden.

—¿No puedes ir tú? —dijo Karin.

—No —dijo, sacando la caja-joyero, que yo conocía, de la caja fuerte. Y en ese momento me salí, me pareció prudente no quedarme mirando las joyas de Karin, sobre todo porque no quería verlas.

—Que te acompañe Sandra. Así os dais un paseo.

La sopa olía a quemado y bajé corriendo y entonces empecé a toser como en días pasados. Me corría un sudor frío por la nunca. Separé la sopa del fuego y me tumbé en el sofá prácticamente en el hueco que había dejado Karin un momento antes.

Debían de estar eligiendo qué joyas llevarle a Alice y me dio tiempo a reponerme y a servir la sopa en unos cuencos de madera que había comprado Karin en el centro comercial.

Nos la tomamos con la presencia de la bolsa de plástico que yo había traído de la farmacia y que usó Fred para meter las joyas para Alice y que dejó caer con un chasquido sobre la mesa. Hablaron un poco en noruego reprochándose cosas, quizá que Fred no hubiese llegado a controlar ese producto que tan caro les costaba, hasta que él dijo que iba a llamar a Otto para decirle que Karin iba a ir a ver a Alice porque tenía mucho interés en hacerle un regalo.

Se levantó, llamó y dijo que nos esperaba a las cinco. Precisamente la hora acordada con Julián para vernos en el Faro.

—¿No creéis que deberíais ir vosotros? No me siento cómoda, la verdad, involucrándome en un asunto tan privado.

—Por eso quiero que vayas —dijo Fred—, porque quiero que comprendan de una puta vez —Fred dio un puñetazo en la mesa que me dejó pasmada— que eres de la familia y que te mereces entrar en la Hermandad, que te lo mereces más que muchos de los que han hecho méritos haciendo gamberradas por la calle.

Karin miró con admiración a su marido y luego me sonrió.

—Tiene razón —dijo.

Me asustaba que quisieran compartir tantas cosas conmigo. Me asustaba que Fred pudiese rebelarse contra su tribu por mí, esto era algo con lo que no contaba. Seguramente llevaban tanto tiempo guardando secretos y tramando asuntos entre ellos que necesitaban desesperadamente que entrase un tercer jugador para no aburrirse. La Hermandad les proporcionaba seguridad, pero ninguna diversión. Las fiestecitas de antaño estaban bien pero les sabrían a poco. Y más que nada me estaba poniendo muy nerviosa la idea de no poder encontrarme con Julián.

—Tengo cita a esa hora para apuntarme en un curso de preparación para el parto. Podemos ir más temprano a lo de Alice o mejor, mañana.

Fred y Karin negaron con la cabeza.

—Más temprano —dijo Fred— Alice está acostada, es imposible verla desde las dos hasta las cinco. Porque retrases un día la preparación para el parto no creo que ocurra nada.

—Es que se pueden acabar las plazas, ése es el problema —dije.

—No te preocupes —dijo Karin con su diabólica sonrisa—. En mi gimnasio también preparan para el parto, sólo tengo que hablar con el director. Así, mientras yo hago mis ejercicios, tú haces los tuyos. Mañana mismo hablo con él.

Era imposible. Les resultaba imposible no hacer lo que querían en cada momento. Les violentaba tener que amoldarse a las necesidades de otro.

A las cinco en punto aparcaba el todoterreno en la puerta de Alice. Llamamos al timbre y tardaron unos cinco minutos en abrirnos, lo que estaba humillando a Karin. Yo sin querer (qué más me daba Karin que Alice), me puse de su parte. Vivía en casa de Karin, tenía más roce con ella, la conocía mejor. Aunque llegado el momento las dos pensasen en quitarme de en medio, era imposible no tomar partido.

No dije nada para no mortificarla más, ni siquiera la miraba de frente.

—Esta Alice me las va a pagar —dijo mientras se abría la puerta lentamente.

Y mientras andábamos hacia las columnas dóricas me pregunté quién sería peor de las dos, quién podría más contra la otra. Por lo pronto Alice tenía más juventud y fuerza y era quien controlaba el líquido, por lo que Karin no tenía mucho que hacer, sino aguantar y tragar saliva.

Nos recibió Frida, que por las tardes debía de limpiar esta mansión y tuvimos que esperar un poco más en el salón. Yo estaba ansiosa por reconocer en la cara de Frida si había descubierto el robo de las inyecciones usadas, pero apenas me miró. Ahora que reparaba más en ella me daba cuenta de que me consideraba una intrusa en la Hermandad y que mi presencia en casa de los Christensen debía de haberla irritado mucho.

—¡Qué mal gusto! —dijo Karin en voz baja paseando la vista por relojes de bronce, por candelabros de plata, por espejos enmarcados en oro, por tapices antiquísimos, por cuadros de museo.

—¿Son auténticos? —pregunté.

—Si lo son, como si no lo fueran —dijo Karin con desprecio.

Le pregunté si había cogido la bolsa con las joyas y se tocó el bolso en señal de confirmación. Tampoco es que Karin tuviera un gusto exquisito pero era algo más personal y le gustaban las cosas bonitas aunque no fueran caras ni lujosas. Lo de Alice era puro lujo, el abarrotamiento del lujo, que impedía que destacase nada en especial. Me sentía como en una tienda de antigüedades, donde uno va reparando en cada una de las cosas e imaginándosela en un lugar diferente. Yo nunca había comprado una antigüedad, no tenía dinero para comprarla ni casa donde colocarla, pero de lo que estaba viendo me gustaba un jarrón chino que debía de tener dos mil años.

De pronto apareció Alice en lo alto de la escalera. Empezó a bajarla como una actriz, despacio. Llevaba unos pantalones anchos de terciopelo negro con una caída increíble que le daban mucha clase al bajar. Por lo que veía le gustaba mucho el terciopelo, porque también las cortinas eran de terciopelo, azul turquesa en este caso. Llevaba una chaqueta ajustada de lo mismo que los pantalones y le faltaba una boquilla larga para parecer una vampiresa pasada de moda. Al verme le cambió el gesto, no supe si para bien o para mal. Se ahuecó el pelo con las manos, lo que me hizo suponer que era para bien. Se alegraba de verme, y ellos lo sabían. Fred y Karin sabían que el verme la ablandaría y que todo iría mejor. Acababa de darme cuenta de que este gesto les favorecía más a ellos que a mí. Tal vez cuando masacraban a los judíos y a la gente como Julián pensaban que les hacían un favor.

Y aun así yo estaba de parte de Karin, no de Alice. Nos ofreció té. Siempre estaban con el té. Yo pasé del té. Dije que me daba insomnio.

—Con lo joven que eres —dijo Alice—. No me lo creo. Ni siquiera sabes lo que es eso. Te haré una manzanilla.

Me arrepentí de no haberme conformado con el té porque la manzanilla nos retrasaría más. Ya eran las cinco y media. Y encima no consintió que la hiciera Frida, lo que seguramente le envenenaba aún más la sangre a Frida contra mí. Estaba perdida. Fue ella misma a la cocina e hirvió el agua y puso la bolsita en la taza, lo trajo todo en una pequeña bandeja y la colocó ante mí con cierta adoración. Me dio miedo. Después se sentó cruzando elegantemente sus largas piernas y tomó una taza de una porcelana muy bella en la que a saber quién habría bebido antes.

Miró fijamente a Karin por encima de la taza.

—¡Ah! —dijo Karin sacando la bolsa de plástico con la cruz verde de la farmacia—. Espero que te gusten. Es lo mejor que tengo y lo que más te puede favorecer.

—Pues vamos a verlo —dijo Alice volcando el contenido en el cristal de la mesa baja entre las tazas, el azucarero y las cucharillas. Karin me dirigió una mirada como diciendo: es una ordinaria y no se merece ni mirar estas joyas.

—Un collar de rubíes —dijo Alice sosteniéndolo en la mano—, pendientes a juego, una pulsera de perlas, un anillo con zafiro, si no me equivoco, un anillo con amatista, ¿es oro blanco?

Cogió la pulsera de perlas, tenía cuatro vueltas.

—Es una pena lo de esta pulsera porque le falta el collar.

—¿El collar? —dijo Karin—. ¡Ah, sí! El collar. Se me ha debido de caer en el bolso.

Ante la despiadada mirada de Alice, Karin hizo como que rebuscaba en el bolso y sacó un collar de perlas de dos vueltas que debía de costar una fortuna.

—Gracias —dijo Alice al cogerlo—. Sé que a ti no te gustan demasiado las perlas, sin embargo a mí me encantan.

Se levantó y se lo puso frente al espejo enmarcado en oro.

—Pesa un poco —dijo—, pero es bonito.

Karin se terminó el té de la taza, yo hice un esfuerzo por tragarme la manzanilla ardiendo y nos levantamos. Miré el reloj, eran las seis menos cinco, puede que Julián aún estuviese esperando.

—Nada de eso —dijo Alice, no os vais aún, vais a probar un bizcocho que ha hecho Frida.

Le dijimos que no teníamos hambre, que habíamos comido muy tarde y que a ninguna de las dos nos entraba un trozo de bizcocho en el estómago.

—Un poco nada más, sólo para probarlo, es espectacular —dijo sin levantarse y con el collar de perlas puesto.

—¡Frida! —gritó—. Trae un poco de ese maravilloso bizcocho que has hecho.

Nos tuvimos que sentar. También Alice estaba acostumbrada a que los demás hicieran lo que a ella le salía de las narices. Le sirvió más té a Karin, y yo para que no fuese a preparar otra manzanilla le dije que ahora sí que tomaría un poco. Frida apareció con el mismo bizcocho que solía hacer en casa de Karin y nos sirvió un trozo descomunal a cada una, un trozo que casi se salía del plato.

—No pretenderás que nos comamos todo esto —dijo Karin con su sonrisa diabólica.

Entonces Alice le dijo algo en alemán y Karin le contestó otro tanto y estuvieron así unos diez minutos, soltándose lo que parecían reproches, hasta que Karin se levantó.

—Ahora sí que nos vamos —dijo Karin—. Esta criatura tiene cosas que hacer y yo también. Te sale muy bueno el bizcocho, Frida.

Yo también balbuceé que estaba muy bueno aunque lo comía para desayunar cada dos por tres. Por la cara que se le había quedado a Alice daba la impresión de que en la discusión en alemán había ganado Karin. Y por la que se le había quedado a Frida daba la impresión de que le satisfacía que yo aún no pudiese atravesar la barrera del idioma y de los grandes secretos.

—Espera un momento —dijo Alice cuando íbamos a salir.

Karin resopló y miró el reloj como si tuviese algo que hacer, quizá en el transcurso de la visita se le había ocurrido ir al centro comercial, no me extrañaría. Alice abrió una puerta de la planta baja y a los cinco minutos salió con uno de los paquetes de siempre.

—Éste es un regalo personal, es cosa mía.

Karin lo cogió y le dio algo parecido a un abrazo, un apretón de hombros. Se habían reconciliado. En el fondo, como especie en extinción, estaban condenadas a entenderse.

Y hubo un momento, un instante, mientras se desarrollaba esta escena, en que instintivamente me volví a la derecha y pillé a Frida mirándome. Desvió enseguida la vista y no pude sacar ninguna conclusión, pero era evidente que Frida me estudiaba o me vigilaba, y también era evidente que no le había dicho nada a Alice de que yo hubiese cogido las inyecciones usadas, luego o no lo sabía o se guardaba esa baza para otra ocasión. Podría ser que durante el tiempo en que yo ni me fijaba en Frida, Frida ya estuviese observándome.

Para despedirse, Alice me estrechó contra ella como la noche de la fiesta. Noté los huesos de sus caderas contra mí.

Cuando por fin nos sentamos en el todoterreno no me atreví a mirar el reloj, no quería ponerla sobre aviso de que yo por ahí tenía una vida propia.

—Parece que la has puesto en su sitio —dije con cierta admiración, la verdad.

—He tenido que recordarle un par de cosas, la gente es muy olvidadiza. Y ya que estamos en el coche —dijo— podríamos dar una vuelta por ahí, ¿no te parece?

—Vale —dije; estaba cansada de tanto tira y afloja.

—Esta mujer me saca de mis casillas, quiere todo lo que tienen los demás. Si se encontrase tirado por la calle el diamante más precioso y más grande del mundo no le interesaría, sólo lo querría si lo llevase alguien puesto. Y en ti, si no estuvieses con nosotros, ni se habría fijado.

La depredadora Alice. Todos eran depredadores, cada uno con su estilo. Menos Alberto. Alberto me había dado más que me había quitado. Aunque bien mirado, me había quitado la paz. El amor es un arma de doble filo, sirve para ser feliz o para ser desgraciado. Me acordé del Ángel Negro, parecía el más inteligente de todos y quizá él fuera el jefe de la Hermandad. Sólo había aparecido por nuestra casa en la fiesta de Karin y daba la impresión de estar harto de todos ellos. Se me ocurrió preguntarle a Karin por él.

—¿Y Sebastian?, aquel señor tan elegante que estaba en tu fiesta.

—Sebastian… Sí, ése tiene clase. No tiene nada que ver con Alice. Alice es alguien venido a más, una nueva rica decís vosotros, ya lo habrás notado en sus modales, mientras que Sebastian es otra cosa, a estas alturas aún mido las palabras cuando estoy con él.

Tiré hacia el Faro. Karin iba mirando por la ventanilla. Estaba oscureciendo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—No lo sé. El pueblo estará hasta los topes y en casa de Alice ha empezado a dolerme la cabeza.

—Sí, Alice se ha puesto muy pesada.

Para llegar a las palmeras salvajes del Faro había que tomar un camino de tierra, desviarse. Traté de distinguir desde la carretera el coche de Julián y como era natural no eran horas de que continuara esperando, pero ya que estábamos allí era una tontería no acercarme, Karin no podía relacionar la visita a aquel lugar con nada más.

Aparqué junto a la heladería. Sus luces arrojaban fantasmas sobre los árboles de alrededor. A mí me gustaba esta sensación de paz y soledad, pero sabía que a Karin la aterraba, ella necesitaba ajetreo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Karin, que preferiría estar en el centro comercial viendo gente y cosas bonitas.

—Me han entrado ganas de orinar. Seguramente ahí habrá un baño.

—Podrías haberlo hecho en el campo, nadie te iba a ver —dijo soltando una carcajada.

—Sí, es verdad, es la costumbre. Si no quieres bajar, vuelvo enseguida.

—Te espero. No tardes —dijo fastidiada porque no estaba haciendo todo lo que quería.

Por mi parte había sido demasiado atrevida al traerla aquí y me estaba arrepintiendo, contaba con que estuviese ofuscada con la idea de ir al pueblo.

Pasé sin esperar encontrar a Julián y sin saber bien cómo sacar provecho a la situación. Había dos o tres parejas sentadas y dos hombres en la barra bromeando. La camarera de siempre al verme ir hacia los baños me miró y yo la miré. Me acerqué y le pregunté si habían dejado algún mensaje para mí.

—¿Para ti? —dijo sopesando si estaba dispuesta a darme esta información.

El corazón me latía muy fuerte. Si a Karin le daba por entrar estaba perdida. La camarera miraba por debajo del mostrador. Oí el portazo de un coche y estuve por echar a correr para fuera, cuando aquella metomentodo sacó un papel, me miró detenidamente a la cara con ganas de darme su opinión sobre mi relación con el viejo Julián y me lo dio. Me lo guardé en el bolsillo e iba a decirle que por favor tuviera los labios cerrados, pero no dije nada porque sería darle demasiada importancia y al final recordaría mejor este suceso. Salí sin pasar por el baño y una vez fuera vi otro coche junto al nuestro y comprobé si a través de la ventana del local me habría podido ver Karin hablando con la camarera y metiéndome la nota en el bolsillo. Y era posible.

—¿Ya? —dijo Karin.

No dije nada, me limité a suspirar como si me presionara el diafragma y puse el coche en marcha.

—Todas las joyas eran preciosas, pero el collar de perlas… —dije mientras dirigía el morro del todoterreno hacia el pueblo.

—A ti te habrían quedado muy bien y no a esa vieja, no sé qué se creerá que es. Las perlas son para las jóvenes. ¿No piensas quitarte nunca el pendiente de la nariz?

—Ya que me hice el agujero tengo que aprovecharlo.

Se removió en el asiento a gusto, le agradaba estar conmigo. Pasé de largo el desvío hacia el Tosalet y me introduje en el fragor del pueblo. Notaba el entusiasmo creciente de Karin, no me decía nada por si no me había dado cuenta y daba la vuelta a casa. Me detuve en el parking del centro comercial.

—¿No decías que te dolía la cabeza? —dijo algo excitada.

—Sí, pero ya se me ha pasado y tenemos que olvidar lo de Alice, ¿verdad?

Estaba como una niña con zapatos nuevos, como se suele decir. No se esperaba que saliera de mí ir al centro comercial sin tener que pedírmelo ella. Confiaba en que cualquier duda, cualquier sospecha, cualquier sombra que en el Faro se le hubiese cruzado por la cabeza se desvaneciese ahora. Cuando estábamos dentro y ya habíamos cogido el carro y a ella se le iban los ojos tras las cosas bonitas, le dije que no sabía si me había dejado las luces encendidas y que regresaba enseguida, que sabría dónde buscarla.

En cuanto la perdí de vista saqué la nota del bolsillo. Era un croquis sin nombres. Había dibujados unos círculos, tres para ser exacta. Cada uno tenía una letra, A, B, C. El círculo C encerraba una cruz. También había un rectángulo y unas palmeras. Cerré los ojos para serenarme, y al abrirlos y mirarlo detenidamente, el dibujo empezó a parecerme familiar. Palmeras bajas, salvajes, banco y piedras. Era el lugar del Faro donde Julián y yo nos sentábamos antes de que refrescase, lo que podría significar que debajo de la piedra C me había dejado algún recado. Podría ser una forma de decirme que no fuese por el hotel, sino al Faro. Pero ahora sería complicado ir. Tardaría demasiado y a Karin le extrañaría y se impacientaría. Aunque también podría inventarme algo por el camino, cuando Karin era feliz estaba dispuesta a creérselo todo. Karin sabía que no le quedaba mucho de buena vida, en cuanto se cerrase el grifo del líquido mágico ella se encogería, se postraría en una silla y ya no podría salir de casa. Las joyas también se le acabarían algún día. Tenía que disfrutar el momento.

Salí de allí, pitándole a todo coche que se me cruzaba y me entorpecía. En la moto habría llegado en un periquete, pero con este tanque todo se complicaba.

Por fin llegué al Faro. Era una locura haber dejado sola a Karin. Tardé un cuarto de hora en recorrer el camino por las malditas curvas. Dejé las luces apuntando al banco y a las palmeras y cuando di con la piedra C me abalancé sobre ella. Pesaba bastante, pero finalmente la tumbé, cogí un papel que había debajo envuelto en plástico, coloqué de nuevo la piedra y salí corriendo. Era como estar en un concurso de esos de la tele en que hay que superar pruebas a gran velocidad. ¿Me sentaría mal tanto ajetreo? Dentro de dos meses desde luego no podría hacerlo, ahora afortunadamente aún podía. Subí al coche, lo puse en marcha. En los semáforos suplicaba que se abriesen pronto, suplicaba con toda mi alma, y luego supliqué que hubiese un sitio vacío en el parking. A esta hora el centro comercial se iba poniendo hasta los topes, y si no encontraba un sitio no habría forma humana de explicarlo. Y mis súplicas fueron oídas, encontré sitio un piso más abajo. En este punto, si Karin preguntaba algo, quizá pudiera hacerle dudar de sí misma. Sudaba por todos los poros de mi cuerpo y el corazón me iba a mil. En cuanto pisé el supermercado traté de controlar la respiración, no quería que me viese agitada. Me sequé el sudor de la cara. Había tardado casi tres cuartos de hora. Y otra súplica más, me juré que ésta sería la última de la tarde. Supliqué ser capaz de distinguirla enseguida entre aquella multitud.

Me situé en un punto central, me concentré y barrí con la vista sección por sección. En la súplica se incluía el que no estuviera detrás de ninguna columna. La vi. La vi en la sección de librería comprando varias novelas de letras doradas.

Me situé a su lado y le cogí la bolsa con los libros.

—¿Dónde te has metido?, estaba preocupada. No te habrás mareado.

El comentario tenía trampa, lo sabía, así que le dije que no, que simplemente no la encontraba, era imposible con tanta gente y estaba a punto de tirar la toalla y hacer que la llamaran por megafonía cuando la había visto.

—¿Son buenas esas novelas?

—Estoy deseando empezar. Hoy no voy a ver la televisión.

Bueno era saberlo para subirme yo también corriendo a mi cuarto. No quería quedarme sola con Fred. Eran ya tantas las cosas que tenía que ocultar que alguna se me podría escapar.

Para desviar la atención de Karin del hecho de tener que coger el ascensor para bajar un piso y del poco tiempo que figuraría en el ticket del parking, le dije que me gustaría aprender alemán, que pensaba que aprender alemán me abriría puertas y que tal vez ella podría enseñarme.

—Por ejemplo —le dije—, ¿cómo se diría: «Vivo en casa de Fred y Karin. Fred y Karin son mis amigos»?

Karin soltó una parrafada en alemán y luego se quedó pensativa.

—No creo que tenga paciencia para enseñarte, es mejor que vayas a una academia. Conozco una muy buena.

A lo tonto a lo tonto, Karin había pagado el ticket y yo lo había cogido y lo había tirado en una papelera, habíamos bajado el primer piso y ya estábamos abriendo el capó y metiendo allí la compra de Karin. Esta vez, además de sus típicos caprichos, había comprado cosas prácticas como fruta y leche. Fue entonces cuando miró a su alrededor y dijo que no habíamos aparcado aquí. Le dije que sí, lo que pasaba es que ahora en lugar de las escaleras mecánicas habíamos cogido el ascensor.

Volvió a echar otro vistazo alrededor y no dijo nada. Podría haberle dicho que al volver a comprobar si me había dejado las luces me había dado cuenta de que estábamos aparcadas en una plaza reservada a los inválidos y que había tenido que moverlo, pero opté por el camino más corto. Si se lo creía, bien y, si no, tampoco se habría tragado lo otro.

—¿Nos vamos ya a casa? —pregunté para sacarla de sus pensamientos.

—Iremos más por ti que por mí, yo no me canso.

Le pregunté, para sacarla de nuevo de sus pensamientos, si no le importaba que antes pasáramos por casa de mi hermana para comprobar que todo estuviera en orden y para recoger una carpeta que me había olvidado allí, una carpeta que por supuesto no existía.