Julián

Me pasé la mañana de un lado para otro continuando con la búsqueda de información sobre los amigos de Fredrik y Karin y lo que estaba viendo me parecía un sueño, un sueño de pesadilla. Salva había descubierto un nido de nazis, nazis en las últimas, pero nazis. La pregunta era por qué no me habría dejado en la Residencia la información que habría ido consiguiendo. Tendría que haber dejado dicho expresamente que me entregasen la caja, el maletín, el sobre o lo que fuese donde lo hubiese guardado. Seguro que cuando me escribió ya debía de saber cuántos eran, quiénes, qué tipo de vida llevaban y qué se traían entre manos aparte de unirles su afición por torturar y matar. Me había hablado de la eterna juventud y sabría muchas más cosas, por lo que en cuanto pudiese haría una excursión a la Residencia. Ahora debía descansar un poco. Comer y descansar.

Fui al bar de siempre y me pedí un menú. A estas alturas el camarero me conocía y me había tomado cierta simpatía y ya al verme entrar salía de detrás del mostrador empuñando el cubierto en una mano y ondeando en la otra un mantel de papel, lo colocaba todo, si estaba libre, en una mesa del fondo mirando hacia la puerta. Era algo que no podía evitar, secuelas que me habían quedado de mi trabajo en el Centro. No sentarme nunca de espaldas a una puerta y volverme de repente en la calle si alguien andaba demasiado cerca de mí y taparme el número del brazo que me pusieron en el campo incluso en verano. A veces me ponía una venda encima o una tirita, para que los niños cuando mi hija era pequeña e íbamos a la playa no me preguntaran qué era aquello. No me gustaba que me compadecieran ni que me vieran como alguien diferente, ya había sido diferente y por otro lado, no quería empezar a amargarles la vida a los niños, ni tampoco empezar a engañarlos.

Los niños enseguida se fijan en lo importante, por insignificante que parezca a simple vista. Hubo un tiempo en que mi hija sentía predilección por la arena del patio del colegio y metía la más dorada en una bolsita de plástico y me la traía al regresar a casa. Aún conservo algunas de aquellas bolsitas y me había traído una como talismán. Afortunadamente siempre lo llevaba conmigo en el bolsillo de la americana y cuando registraron la habitación no pudieron quitármelo.

No reparamos en lo más evidente, y el secreto del mundo, la revelación, seguramente está en lo más evidente, en los granos de arena dorados por el sol. Mi hija me dijo que ahora los números del brazo seguramente se me podrían borrar con láser, pero yo le dije que una cosa era ocultarlo y otra eliminarlo. Aquel número formaba parte de mí, mi vida no pudo volver a ser la misma después de que me grabaran este número. Me estaría engañando si lo hiciera desaparecer. Y además, ¿para qué?, mi futuro estaba aquí, lo que ahora hiciera sería lo que quedaba de futuro.

Había pasado de las tortillas francesas de los primeros días al menú. Entre unas cosas y otras me salía casi igual de precio y estaba bien alimentado para todo el día, el camarero cuidaba que no me echasen sal y me recomendaba lo que mejor podría sentarme. De vez en cuando le dejaba una propina decente. En el bar sabían que me alojaba en el Costa Azul y me decían que hacía bien en ir a comer allí y no querían hablar más, no querían líos, hacía bien en no comer en el hotel y sanseacabó.

El hotel me resultaba un poco antipático, no lograba sentirme en el hotel como en el bar. Y el colmo fue al llegar después de comer para echarme un rato y poner en orden las notas que iba tomando en la biblioteca, en el ayuntamiento, en el registro de la propiedad, en el registro de defunciones y en el catastro. Un sitio me iba llevando a otro y lo que iba sacando en claro es que algunos nazis vivían aquí desde los años cuarenta y cincuenta, que otros se habían ido incorporando al reclamo de los que seguían aquí y varios se habían marchado o habían simulado que se marchaban. El caso es que habían tenido una vida dorada, incluso habían montado negocios muy prósperos, se habían dedicado a la promoción inmobiliaria y a la hostelería y uno había abierto consultas privadas de ginecología. No sabía exactamente en qué año se había instalado Salva aquí, pero la información acumulada por él debía de ser inmensa. Tuvo que sentir una impotencia infernal cuando comprendió que moriría antes que muchos de ellos. No creía en Dios ni en el más allá, ni yo tampoco, fuimos toda la vida republicanos ateos. Después de lo que vimos negábamos la existencia de cualquier entidad a la que le pudiésemos preocupar. Y, sin embargo, me habría gustado que le enterraran y poder llevarle a mi amigo unas flores al cementerio.

Como decía, fue el colmo. Para ir a los ascensores no había más remedio que pasar por recepción y allí estaba el detective del hotel con un ramo de flores en la mano. Conocían mis costumbres y mi horario más o menos, cosas de la vejez, a la que nos es imposible sobrevivir si no es a base de hábitos y rituales. De joven jamás me habría ocurrido, pero bueno, aquí estaba Tony dándome un ramo de flores.

—¿Y esto? —dije.

—Feliz cumpleaños —dijo Tony.

Estaba admirando las flores y continué así para que ningún movimiento me delatase, ¿por qué me diría semejante cosa?

—Gracias —le dije poniendo un gesto festivo que servía tanto para el caso de que fuera verdad como si era una broma—. Estáis en todo.

Tony sabía que había gato encerrado y yo también y no se pronunció, se limitaba a mirarme. Fue Roberto, el recepcionista de la peca, quien no resistió la tensión.

—Lo sentimos, don Julián, no hemos sido nosotros. Lo ha traído una joven, una punki —dijo mirándome fijamente a los ojos para que yo comprendiera a quién se refería.

Ambos permanecieron esperando una explicación.

—Vaya, qué detalle. Por eso echaba de menos mi patria, porque aquí la gente es de una amabilidad a prueba de bomba —dije tratando de retirarme hacia los ascensores con el ramo.

Sin embargo, aunque sorprendido y algo empachado por el delicioso guisado de carne con patatas del bar, conservaba algo de lucidez y busqué dentro del papel transparente la tarjeta que siempre se entrega con un ramo y por la que el cotilla Tony se habría enterado de lo de mi falso cumpleaños.

—¿No han dejado tarjeta?

Roberto se precipitó a dármela, no quería meterse en líos. A Tony no le habría importado lo más mínimo quedarse con ella, había nacido y crecido para esto.

Saqué la tarjeta del sobre y le eché un vistazo por encima, la leería con calma en mi cuarto.

—No me digas que has leído la tarjeta —le dije a Tony, fijando en él los ojos, conocía a estos animales como para saber que tenían que comprender que no se les temía.

—El sobre estaba abierto —dijo sin apartar sus ojos de pez muerto de los míos—. Lo hacemos por motivos de seguridad. No podemos recepcionar nada extraño sin garantías.

Recepcionar, ¡qué gilipollez!

—¿Un ramo es algo extraño?

—Si yo fuese usted —dijo Tony—, ¿no le resultaría extraño que una chica joven, que no parece una monja precisamente, me trajese un ramo de flores? Podríamos estar hablando de un acto terrorista o de alguna amenaza. Soy responsable de todo lo que ocurra aquí.

—Compréndalo —intervino Roberto—. Si supiésemos quién es esa chica, si supiésemos que usted la avala, ya no nos resultaría tan extraño cuando apareciese por aquí con otro ramo. Después de lo que ocurrió en su cuarto estamos preocupados por usted.

—No es una terrorista, y como habréis visto por la tarjeta tampoco me amenaza —dije, comprendiendo que era mejor seguirles la corriente—. Es una chica normal a la que socorrí en la playa, se mareó y en algún momento debí de decirle que uno de estos días cumplía años… Es una manera de agradecer mi gesto.

Por fin me encontraba metido en el ascensor. Alguien en condiciones normales no se habría dejado interrogar, en condiciones normales ni se les habría pasado por la cabeza meter las narices en mis asuntos, pero todos sabíamos que estábamos en medio de una guerra sorda. Y no me gustaba nada, pero nada, que hubiesen visto a Sandra, era la segunda vez que había venido al hotel, tendría que decirle que fuese más cuidadosa, no me fiaba de Tony. Al fin y al cabo estábamos en un pueblo, y en un pueblo todo el mundo se conoce y todo el tiempo está relacionando una cosa con otra sin descanso y al final se acaban atando cabos.

Dejé caer el ramo dentro de un florero que había sobre una mesita, como si se diese por sentado que en una suite tarde o temprano entran ramos de flores. Miré hacia el cuarto de baño y miré la tarjeta. ¿Qué hacía primero, leer la tarjeta o echar agua al florero? Me quité los zapatos con esta duda, pero como me los había quitado sentado en el borde de la cama me tumbé y alargué la mano para coger el pequeño sobre.

Leí detenidamente. Leí las palabras de Sandra varias veces. Sonaban a poesía, pero era un mensaje en toda regla. Hablaba de los tallos, de la eterna juventud entre los tallos. Salté de la cama y saqué el ramo. Rompí la cinta del lazo fuertemente atado con el sacacorchos que en las suites parece estar siempre esperando una botella de vino. Me costó trabajo romperlo y no había ninguna señal de haber sido manipulado, por lo que afortunadamente y protegido por una gran suerte, por la suerte de que Tony no fuese tan perspicaz como él creía, yo sería el primero en ver qué había entre los tallos.

Dentro de un papel de celofán había otro envoltorio y casi me pincho con lo que había dentro. ¡Dios santo! Las jeringas desechables con las que debía de inyectarse Karin el misterioso líquido, el oro blanco, porque si no fuese misterioso se podría comprar aquí en cualquier farmacia.

En un laboratorio podrían extraer una muestra para analizarla. Bajaría a la cabina del hotel y buscaría en las páginas amarillas por laboratorios clínicos. Llamaría a unos cuantos por si encontraba alguno abierto.

Así lo hice, pero primero cerré los ojos veinte minutos y procuré relajarme y descansar porque era inútil forzar la máquina y acabar no sirviendo para nada. Por veinte minutos más o menos nada iba a cambiar. En el vestíbulo del hotel, junto a los lavabos, había un teléfono con separadores de madera de caoba a los lados, cogí la guía y comencé a llamar a los tres laboratorios que encontré. El horario al público era hasta mediodía, y sólo en uno me contestó una voz humana. Le dije que no se trataba de una analítica de sangre ni de orina, sino de otra sustancia que no estaba en mi cuerpo. Dijo que analizaban todo tipo de fluidos orgánicos y no orgánicos y me citó para las nueve de la mañana.

Ahora sí que tenía un rato para repasar mis notas antes de ir al encuentro de Sandra. Después de Raquel era la mujer más maravillosa y valiente que había conocido nunca, mi hija era aparte. A mi hija no solía compararla nunca con nadie, nunca habría sido objetivo.