Sandra
Julián me hizo una seña desde su coche cuando bajaba en el todoterreno con Karin a gimnasia. Quería decir que en cuanto la dejase, él me esperaría en doble fila y me seguiría, pero en cuanto pudiera me adelantaría y que yo le siguiera porque sabía dónde aparcar. Se conocía ya el pueblo como la palma de la mano y las callejuelas más escondidas. Gracias a que nunca había sitio junto al gimnasio tenía libertad durante una hora y media más o menos. A veces, cuando regresaba, Karin ya estaba esperándome abajo con la bolsa de deporte en la mano y el pelo medio mojado de la ducha y entonces yo le decía que no podía arriesgarme a llegar demasiado pronto o que había tenido que irme a dar vueltas.
En cuanto Karin desapareció por la puerta del gimnasio me lancé a seguir a Julián. Dejé el todoterreno en un pequeño solar y me metí en el coche de Julián, aparcado en otro sitio. Me dio agua del arsenal de botellas que tenía allí. Además del agua, tenía cuadernos, unos prismáticos, una manta, el sombrero, un cojín y una toalla de playa y otra del hotel. También tenía manzanas, y el coche olía un poco a dulce. Me puse el cojín en los riñones y le pregunté qué quería. Esperaba que no me preguntase por Alberto, esperaba que no me tocase las narices con ese asunto, que era exclusivamente cosa mía. Pero no, no me dijo nada de él, lo que me dijo fue que habían matado a Elfe. No quería asustarme, pero tampoco tenía derecho a ocultarme algo así. Julián la había conocido por casualidad. Era la mujer de Antón Wolf, el que murió de un infarto jugando al golf, una mujer que se cogía unas moñas impresionantes y hablaba por los codos de lo que no debía, así que se la cargaron. Era del todo irrecuperable, un estorbo y un peligro. Si habían matado a tanta gente que no les molestaba, ¿por qué no a Elfe? ¿Comprendía lo que quería decir? Sí, lo comprendía, aunque yo creía que respetaban a los suyos.
—Elfe ya no era como ellos, era un desecho humano. No la soportaban.
Ahora la bonita casa de Elfe estaba vacía y los coches y el perro se los habían llevado a casa de Frida, aunque parecía que en casa de Frida todo era de todos porque los coches de Elfe también los usaban Martín y la Anguila. Sentí algo agridulce en el estómago. Si Alberto quisiera yo podría ser feliz, pero como no quería era un poco desgraciada.
—¿Has visto a Alberto? —dije.
—De pasada, iba en uno de los coches de Elfe hacia la playa.
—¿Hacia la playa? —Elfe había dejado de importarme. Había dejado de importarme que se mataran entre ellos, ni siquiera me importaba que mataran a otros, sólo me preguntaba por qué Alberto no venía a verme ni me dejaba ninguna señal ni me enviaba una nota con Martín. ¿Porqué?
Notaba en Julián que sabía más de lo que me decía y que quería decírmelo pero que no debía decírmelo.
—Le seguí hasta la playa.
—¿Ah, sí? —pregunté nerviosa, sabiendo que lo que se avecinaba no era bueno.
—Hasta ese restaurante que está cerrado, el Bellamar.
—Así que no entró en el restaurante.
—No, se quedó en la arena. Se tumbó vestido, sin quitarse la chaqueta y abrió los brazos como si quisiera purificarse.
Cuánto me habría gustado estar allí y que me abrazara con su cuerpo purificado o sin purificar, me daba igual. Sabía que era un espejismo y que no podía querer de verdad a alguien que había visto tan poco, ni siquiera sabía cómo era, ni si era un asesino o un pobre diablo. Sólo me había besado con un beso que me daba miedo olvidar. Esta historia no podía acabar por las buenas. No podía seguir viviendo sólo del recuerdo de una boca. Todo el mundo tenía labios y lengua, y esto era lo terrible, que ninguna lengua era igual y que seguramente jamás encontraría otra como la de él. Y sobre todo cuando me tumbaba en la cama o estaba viendo la televisión junto a Fred y Karin me venían imágenes de escenas que no habían existido en que Alberto estaba desnudo y yo también y me cogía la cabeza con las manos mirándome fijamente y luego cerraba los ojos porque había llegado el momento de hacer el amor a fondo. A veces me lo imaginaba todo con tanto detalle que no lo podía soportar y tenía que levantarme y salir al jardín. Y en el jardín era aún peor, porque por lo menos sentada junto a Fred y Karin tenía que tragarme la decepción y resistir.
—¿Y qué pasó en la arena? —pregunté, aunque ya no me fiaba de Julián al cien por cien, por la sencilla razón de que tenía una manera diferente de ver las cosas y unos objetivos más claros que los míos. Ahora mi objetivo era Alberto.
—Cuando estaba en la arena llegó una chica y estuvieron dando una vuelta.
El corazón me dio un salto.
—¿Sólo una vuelta?
—No sé qué decirte, ahora los jóvenes sois de otra manera. Los amigos os besáis como si fueseis novios. No sabría decirte qué relación tienen. No llegó ni a una hora lo que estuvieron juntos.
Qué ridícula. Mil veces ridícula. Yo no significaba nada para él y por eso no había vuelto a aparecer, no quería comprometerse conmigo, puede que incluso se hubiese arrepentido.
No pude evitar sentirme triste, y la tristeza puso las cosas en su sitio. El mundo de pronto dejó de tener esa capa de merengue que lo había cubierto desde lo del puerto y el beso. Volvía a ser real y serio. Y en el mundo real ocurren cosas terribles, como que matasen a Elfe. Se podría decir que la muerte de Elfe acudió en mi ayuda, un bálsamo para mi alma.
Salí del coche de Julián y me metí en el todoterreno. Tantas precauciones para qué. Estaba harta. No miré la hora. Cuando llegué al gimnasio, Karin estaba esperando con cara de pocos amigos, pero de peor humor estaba yo. No le abrí la puerta ni la ayudé a subir, dejé que se las arreglara mientras yo veía volar a los pájaros y a la gente que pasaba y mi vida que se me iba. Mi hijo me dio una patada. Por lo menos lo tenía a él y toda la compasión del mundo por mí misma. Notaba la mirada retorcida y difícil de Karin en mi perfil. Ya no podía hacerme daño. Su daño no era nada al lado del de Alberto.