Sandra
Creo que, como yo de ellos, Fred y Karin fueron recelando poco a poco de mí, dominados por la duda de si no estarían paranoicos. Yo jugaba a comportarme de la forma más ingenua de que era capaz. Jugaba a ser como antes de conocerlos y de saber quiénes eran. Trataba de que se sintieran confundidos. ¿Qué tenía yo que ver con su mundo de pesadilla? Me habían encontrado en la playa, estaba embarazada (¿qué madre pondría en peligro a su propio hijo?) y me había marchado a vivir con ellos porque necesitaba dinero urgentemente y porque estaba sola. Éstas eran razones suficientes para que no viesen con claridad que los había descubierto. Al fin y al cabo nuestra relación había comenzado por pura casualidad, por un encuentro fortuito en la playa. Y por eso no me di cuenta de que el veneno de la sospecha había entrado de verdad en sus cabezas hasta que regresé de mi última entrevista con Julián.
Cuando llegué, anunciada por el ruido de la moto, en la planta baja Fred como siempre veía la televisión y Karin leía una de sus novelas de amor. Fue al levantar la vista de las páginas cuando su expresión se me hizo extraña, pero como aún no sabía nada, me quedé allí un rato comentando lo bien que me había sentado el paseo en esta tarde maravillosamente nublada, cómo el aire me daba en la cara mientras iba en la moto. La verdad era que desde lo de Alberto había producido numerosas hormonas de la felicidad y por eso no supe interpretar la media sonrisa de Fred y la penetrante mirada de Karin. Me miraban desde otro ángulo de sus cerebros. Pero llegó un momento en que tuve muchas ganas de orinar y en lugar de usar el baño de abajo, preferí subir al mío y de paso darme una ducha. Y entonces el mundo cambió.
Subí a mi cuarto tarareando alguna canción, en voz baja porque no tengo ningún sentido de la melodía, y me quité las botas, los pantalones. Abrí el armario mecánicamente para coger una camiseta limpia, y algo en el espejo de la puerta del armario me llamó la atención, mejor dicho, me calló en seco. Me paralizó porque tuve que concentrarme hasta el límite para comprender la situación. Noté un enorme calor subiéndome desde el cuello a la cara como de vergüenza o de miedo y tomé la decisión de dejar de mirar el espejo y mirar encima de la cama, donde estaba lo que el espejo reflejaba.
No me lo podía creer, ahora sí que estaba perdida. Tenía ante los ojos, colocado como un almohadón, el recorte de periódico que me había dado Julián con la foto de los noruegos. Necesariamente lo habrían puesto allí los noruegos o Frida y necesariamente lo habían encontrado en la bolsa de viaje. Ni siquiera me atrevía a tocarlo, como si fuesen a sonar todas las alarmas de la casa. Me quedé contemplándolo sin saber qué pensar y medio mareada. El recorte sólo podía haber llegado hasta aquí si alguien lo había sacado de debajo de la ropa y para eso tenía que haber buscado a fondo en la bolsa.
¿Y si había sido yo misma? Puede que revolviendo y sacando ropa, el papel se hubiese deslizado hacia fuera y de alguna manera hubiese caído al suelo y Frida lo hubiera encontrado y puesto sobre la cama.
Me estaba costando reaccionar y permanecí en mi cuarto todo el tiempo que pude, sin suficiente valor para bajar y encararme con ellos ni tampoco para escaparme por la ventana. Se me ocurrió que no tenía por qué pasar por una situación tan tensa y que esperaría aquí, metiendo la ropa en la bolsa y en la mochila, hasta que estuviesen dormidos, entonces me marcharía a mi casita, como la llamaba Julián, hasta que llegara el inquilino, o bien le pediría a Julián que me cobijara en su hotel. Me encontraba bloqueada, confusa, y jamás había llevado bien los enfrentamientos, y no se me ocurría cómo mentir a esta pareja. Al fin y al cabo había venido aquí escapando de tener que vérmelas con el padre de mi hijo, con mi familia, con mi falta de trabajo y de futuro y con la realidad en general, y me encontraba con esto, como si fuese imposible escapar de los problemas. Aunque también me había encontrado con Alberto, que se había convertido en otra clase de preocupación, la única preocupación que me gustaba. ¿Por qué no daba señales de vida?
Me senté en la cama un rato completamente alelada y después hice tres respiraciones profundas y decidí ducharme como tenía pensado. Envuelta en el albornoz, con la piel fresca, con el pelo mojado, goteándome, las cosas se iban presentando menos trágicas, y la solución a este incómodo asunto me llegó llovida del cielo, como si en alguna parte del mundo se hubiese reunido un gabinete de crisis para pensar rápidamente sobre este enredo y me hubieran enviado telepáticamente el resultado, porque yo no estaba en condiciones de esforzarme. Así que me vestí, dejé la hoja encima de la cómoda y descendí por aquellas escaleras (hechas, según me había contado Karin, con mármol rosado traído de las canteras de Macael), cada vez más infernales.
Continuaban en el sofá haciendo lo mismo que antes, él viendo la televisión y ella leyendo sus eternos romances. Y me lanzaron la misma mirada, cuyo significado ahora entendía y me intimidaba. Pero de perdidos al río, sacando fuerzas de flaqueza les dije: estoy muy cansada, creo que me tomaré un yogur y me iré a la cama enseguida. Y a continuación saqué de la bolsa de terciopelo el jersey y se lo enseñé a Karin. Le pregunté si sería muy difícil hacer un dibujo en el delantero para darle alegría. Ella me seguía mirando, tratando de comprender mis intenciones, y no tuvo más remedio que coger entre sus torturadas manos la labor y decir algo.
Acababa de leer en sus ojos que se dedicaban a registrar mi cuarto alegremente cuando me marchaba a comprar, a dar una vuelta o a ver a Julián. Me registraban aun antes de sospechar de mí, como si fuese un deber para ellos desconfiar de todo el mundo. Y lo peor de todo era que les daba igual que yo supiese que me registraban, que desconfiaban y que no me consideraban plenamente su amiga, quizá porque con este hallazgo las cartas habían quedado boca arriba. Tan al descubierto que Karin torció la mirada. De pronto sus ojos, su cara retorcida por el tiempo, eran los de la enfermera Karin sesenta años después. La belleza y la juventud ya no podían ocultar su verdadera alma.
—Para hacer un dibujo tendrías que empezar de nuevo. Tendrías que deshacer lo que has hecho. Es mejor que lo intentes en otro. Primero acaba éste.
Sus palabras sonaban como si tuvieran un significado oculto. Tendrías que deshacer lo que has hecho, me había dicho. Me senté en el sofá para tomarme el yogur y al despedirme y desearles buenas noches no insistieron en que me quedara, como sería lo normal.
Aún no había deshecho lo hecho, pero me sentía aliviada por no tenerlos delante. Me quité los pantalones y me dejé la camiseta, saqué de debajo de la almohada el camisón de satén, lo arrojé sobre la butaca y me acosté. Abrí un poco la ventana como aconsejaban para respirar más intensamente y que el oxígeno llegase mejor al cerebro, y me puse a leer un rato. Mañana sería otro día.