Sandra
Ya casi había logrado olvidarme de la fiesta de Karin cuando Julián me confesó lo del perro. Me sentí tan engañada y traicionada que me comporté como una tonta. En ese momento no pude comprender que si me hubiese contado lo que pensaba hacer yo misma me habría delatado ante todos cuando Karin rechazó a Bolita y desde luego no hubiese reaccionado con la misma naturalidad. Julián se dejó llevar por su ansia de que se sintiesen descubiertos y de que no siguieran viviendo como si tal cosa. Podría no haberse sincerado y nunca me habría enterado de nada. Sólo por haberse expuesto a la vergüenza de confesarse, quería darle a Julián un voto de confianza. También se me había pasado por la cabeza que Julián me hubiese dado esta explicación sobre el perro para que me retirara de una vez de este asunto. No creía que fingiese cuando se preocupaba por mi seguridad y me insistía en que me marchara. Puede que se le hubiese ocurrido lo del perro para forzar mi retirada, lo que hoy por hoy no entraba en mis cálculos. Quería hacer algo grande.
Puesto que no sabía hacer bien las cosas pequeñas de la vida, tendría que hacer bien alguna que destacase para no seguir sintiéndome una completa inútil. Nunca había creído en las oportunidades que la vida te pone en el camino porque no había entrado en ese juego de las oportunidades, porque para encontrarlas primero había que buscarlas, ¿y cuáles eran las oportunidades que a mí me convenían? Nunca lo supe hasta que me encontré en casa de los noruegos y hasta que conocí a Julián y empecé a entrar en esta historia terrorífica que todo el mundo conocía de oídas porque ya quedaban muy pocos que la hubiesen vivido. Me encontraba entre las víctimas y los verdugos, entre la espada y la pared. Mira por dónde la vida me acababa de poner una oportunidad ante las narices para ayudar a Julián a desenmascarar a esta gentuza. Madre podía ser cualquiera, y yo no quería que mi hijo tuviese cualquier madre. Ya no era una niña ni iba a volver a serlo nunca y la vida me daba una oportunidad, no era momento de huir.
También me había olvidado de la Anguila y de mi promesa de salir con él. Era algo que había apartado de mi mente como había podido, pensando en qué nombre le pondría a mi hijo ahora que sabía que era niño. Dudaba en llamarle como a alguien de la familia o como su padre, Santi, o darle un nombre completamente nuevo, que no recordara a nadie. También pensaba en cómo decoraría su cuarto, aunque aún no sabía en qué casa estaría ese cuarto. Le pegaría un cielo estrellado en el techo que se iluminaría con la luz apagada y que él vería cuando abriese los ojos. Ojalá se pudiera hacer todo con el pensamiento. Con el pensamiento tendría dinero para montar una tienda de ropa o de bisutería y contratar un dependiente, de forma que yo no me sintiese atada. Con el pensamiento me enamoraría hasta perder el sentido, como en las novelas que leía Karin, y con el pensamiento ella y Fred serían dos ancianos normales, de los que yo no tendría que sospechar ni temer nada. Pero casi nunca pasa lo que se piensa que va a pasar.
El lunes, al regresar a Villa Sol de la gimnasia de Karin, nos encontramos con que Martín estaba charlando con Fred, y por la cara que puso al verme parecía que me estaba esperando. Sobre la encimera de la cocina había un pequeño paquete, que debía de haber traído él. Karin lo cogió enseguida, y Martín me entregó un papel con gesto malicioso.
Una letra redonda e inequívocamente femenina decía que vendría a recogerme a las siete. Firmaba «Alberto». Era la Anguila.
—¿Has leído la nota? —le pregunté a Martín.
Se había rapado más el pelo y se había tatuado el cráneo con una esfera.
—La he escrito yo —dijo, feliz de desconcertarme.
—¿Y por qué?
—Me lo ha pedido Alberto, está con un asuntillo entre manos y no tenía tiempo.
—Pues tienes una letra muy bonita.
—¿De veras? —dijo pasándose la mano por el tatuaje.
Asentí.
—A veces escribo poesías, letras de canciones. Quiero formar un grupo, ¿sabes?
—Tienes algo dentro, se nota.
—Oye —dijo él acercándose tanto que me rozaba—. Alberto es un buen tío, pero a veces le entran prontos, no discutas con él, ¿vale?
—Anda, quita —le dije apartándole con dos dedos—, cuando formes el grupo no te pongas esa colonia.
Me cogió por un brazo, preocupado.
—No se te ocurra decirle a él estas cosas, no las entiende. Me caes bien, chavalilla.
¿Chavalilla? ¿De dónde había salido este idiota? Decía chavalilla y tenía letra de monja pero llevaba una cabeza que daba miedo. Le aparté completamente con la mano y me marché arriba a pensar qué me pondría que no le alterara los nervios a la Anguila.
Cuando bajé, Fred y Karin ya estaban enterados de mi cita. Martín se había ido. Me miraban sonrientes, les gustaba todo lo referente al amor. Seguramente les hacía ilusión que me emparejase con alguien de la Hermandad, sería la manera ideal de tenerme controlada o de no tener que controlarme nada en absoluto. En esas condiciones puede que sí me nombraran heredera de todos sus bienes.
Me había puesto los otros vaqueros que tenía, las botas y una camisa blanca, bordada en el cuello y en los puños, que me había dado Karin. Era una prenda que no pensaba llevar en ninguna otra ocasión, que pensaba tirar en cuanto esto terminase, pero que ahora me vendría bien para que me ayudara a ver un poco las cosas desde la perspectiva de la Hermandad. Cogí el anorak en el brazo.
—Son muy buenos chicos —dijeron quitándose las palabras de la boca.
—¿Quieres un poco de perfume? —dijo Karin.
Afortunadamente en ese momento la Anguila tocó el claxon desde el otro lado de la verja y pude salir corriendo. Agradecí que no viniera a buscarme a la puerta.
—Hola —dijo en cuanto entré, y arrancó hacia la carretera principal.
Yo no dije nada, no sabía qué decir, hasta que oí una mezcla de gemidos y ladridos en los asientos traseros. No me lo podía creer, era Bolita en la cesta de regalo. Me abalancé hacia él.
—¡Bandido! —dije—, cómo has engordado.
—Es que lo cuido bien —dijo la Anguila.
—Nunca me lo habría imaginado, creía que…
—¿Que lo había llevado a una perrera para que lo mataran? ¿Que lo habría matado con mis propias manos? ¿Que me lo había comido?
—No sé —dije jugueteando con el perro—. No te pega tener un cachorro y cuidarle.
—Ya, me pega tener uno grande y fiero para acojonar a la gente.
—Precisamente —dije, saltándome las recomendaciones de Martín.
Ahora me iba fijando más en él. No se había vestido especialmente bien para estar conmigo, por lo que no me parecía muy lógico que quisiera ligar, aunque también podría ser que yo no mereciera más. Llevaba una camisa de manga larga que no parecía recién puesta, unos pantalones grises que tampoco parecían recién planchados y junto a Bolita había tirado una cazadora azul oscuro de diario. Ni siquiera había tratado de peinarse con los dedos el pelo revuelto por el viento. Sin duda no tenía intención de impresionarme. Era de facciones delicadas y tenía el pelo castaño claro, medio rubio, entradas en la frente, no era feo, tendría unos treinta y cinco años.
—¿Se puede saber adónde vamos? —dije.
—Al Faro. Es un sitio muy agradable.
Me miró de soslayo, yo también a él.
—Preferiría un lugar más animado, ver gente. Si te da igual, preferiría ir al pueblo —dije.
Gracias a Dios no insistió en lo del Faro. ¿Por qué diría lo del Faro?, ¿sería intencionado?
Nos metimos en un pub del pueblo y tuvimos que dejar a Bolita en el coche.
—¿Cómo te las arreglas con el perro?
—Procuro que no se muera de hambre.
Se pidió una cerveza y yo un batido de frutas y un trozo de tarta. Empezaba a pasar hambre con los noruegos. Comían poco, demasiado poco, diría yo. La única comida decente del día era el desayuno. Probablemente a su edad un festín era muerte segura y a veces se olvidaban de que yo era joven. Así que aunque estaba nerviosa por este encuentro con la Anguila, devoré la tarta y el batido.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté directamente. Preferí no andarme por las ramas porque él tenía más experiencia que yo de la vida en general y de estas situaciones en particular.
En lugar de contestar, se levantó y fue al mostrador, en cuyas vitrinas había auténticas delicias. Yo quería aprovechar para pensar, pero con el estómago lleno se me hacía muy cuesta arriba.
Regresó con un plato lleno de pastelillos variados y otro batido. Él se pidió otra cerveza. Le iba a decir que aquí se estaba mucho mejor que en la heladería del Faro. Menos mal que me detuve a tiempo, lo mejor sería hablar lo menos posible.
—No quiero lo que tú crees. Sólo quiero conocerte, eres una novedad en nuestras vidas.
—¿Y qué piensas que creía yo?
—Que quería acostarme contigo o algo así.
—¡Para el carro! —dije dando un bote que me espabiló—. Para que piense eso tienen que darme motivos.
—¿Y qué motivos te he dado yo?
—Son tus ojos, tu forma de mirar. Eres raro, no se sabe qué piensas.
—¿Lo ves? Eres como todos, te dejas llevar por las apariencias.
—Sí, soy como todos, ¿por qué dices que querías conocerme?
—Está bien —dijo—. Lo que quiero saber es cómo has acabado viviendo con los Christensen.
—Es muy sencillo, los conocí en la playa, yo estoy sola y ellos me necesitan. A mí me viene bien el dinero que pagan. No hay más.
—¿No hay más? ¿No hay nadie más?
Bebí del batido para no contestar.
—¿Cómo es que le regalaste ese perro a Karin? ¿Precisamente ese perro?
—Yo también me lo he preguntado muchas veces desde ese día. No entiendo nada, la verdad.
—Sí que lo entiendes, a mí no intentes engañarme.
—¿Y si te engaño, qué piensas hacerme?
—Lo peor que puedas imaginarte.
—No me das miedo, ni tampoco Martín.
—Pues debería darte. No intentes pasarte de lista, sé de lo que hablo. ¿Quieres algo más, algo salado?
—Me vendría bien dar un paseo, he comido demasiado.
La Anguila no era tan terrible como me había imaginado, por lo menos aparentemente. Aunque dijera estas cosas no le creía capaz de matarme, e incluso en algún momento me dio la impresión de que me miraba con preocupación. De todos modos no debía bajar la guardia y debía tener muy presentes las palabras de Martín.
Dimos un paseo por el puerto. En algún momento nos quedamos contemplando el mar. Nos miramos de reojo, él mi perfil, y yo el suyo. El cielo estaba intensamente estrellado, era un momento maravilloso para estar con alguien que me importase.
—¿Por qué escribió la nota Martín y no tú? —dije sentándome en un poyete.
—Porque… No tiene ninguna importancia.
—¿Es muy amigo tuyo, Martín?
—Somos de la Hermandad, somos más que amigos. La amistad se puede romper, pero no los lazos de la Hermandad. Deberías saber por tu bien que Martín no tiene tanta paciencia como yo, no sé si me entiendes.
—Bueno, es difícil entenderlo todo, acabo de llegar.
—Ya lo sé. Lo que no sé es si sabes qué significa. ¿Por qué crees que estamos juntos? ¿Te lo han explicado los Christensen?
—No, creo que no. Pensaba que os caíais bien, que os ayudabais, la gente intenta no estar sola. No me digas que es una secta.
—Algo parecido. ¡Ay, Dios! —dijo de pronto—. ¿Por qué no te habrás quedado en casa con tu marido, tu pareja o lo que sea?
—Voy a ser madre soltera —dije.
Y entonces la Anguila se pasó la mano por el pelo, se acercó rápidamente a mí, sin darme tiempo a pensar, y me besó.
No reaccioné, fue todo rápido, imprevisible. Estuve pegada a él por lo menos un minuto. Noté sus labios, su lengua, su saliva, sus manos en mi cabeza, su olor. Cuando se separó de mí me rozó con el pelo, yo a él también. Se separó lentamente, aún tenía la impresión de su beso, una impresión larga y cálida. Mi boca ya no era la misma, ni la Anguila era el mismo, el mundo había cambiado de repente. No dije nada, me quedé quieta porque no podía enfadarme, porque su beso era el beso que necesitaba, lo necesitaba tal como él me lo había dado y jamás, ni por lo más remoto, ni aunque viviera mil años, habría pensado que el encargado de darme el beso que necesitaba para que la vida fuese aún mejor, iba a ser la Anguila.
No levanté los ojos. Él con los suyos también bajos me dijo:
—Lo siento. No he podido evitarlo. Eres preciosa.
Continué sin decir ni pío, esperando un cataclismo que me sacara de este estado de atontamiento, o un segundo beso.
—¿Me matarías ahora?
—No, ni antes tampoco, pero no debes decírselo a nadie. Y cuando digo nadie, digo nadie, ¿entendido?
Afirmé con la cabeza. Lo miré, ya no era la Anguila, y este cambio me trastornaba. Antes era la Anguila, un ser temible, un enemigo, y ahora ya no lo era. Me sentía atraída hacia él, hacia su cazadora azul oscuro como la noche que se nos acababa de echar encima, hacia su camisa arrugada. Habría andado por el puerto de vuelta al coche agarrada a él, me habría gustado que me echara el brazo por los hombros y que me apretara contra sí. Una locura, lo que había ocurrido era una locura. Puede que se tratara de la magia de la noche, de las estrellas sobre nosotros y las luces del puerto, del sonido del mar, de la brisa, del estar solos…
—Esto es una locura —dijo él atreviéndose a mirarme de frente y sin regateos.
Ahora sus ojos me gustaban. Me gustaban sus ojos rasgados y su mirada resbaladiza. No existía nadie cerca de mí que me hiciera sentir algo así. Ni siquiera lo había sentido por Santi, con lo fácil que habría sido. No había que hacer nada, sólo no resistirse, así que no entendía por qué había tenido que ser la Anguila y no el padre de mi hijo quien me separase los pies del suelo. Santi no había tenido la culpa, la había tenido yo por no haber sido entonces como era ahora.
En el coche estuvimos a punto de besarnos otra vez, pero no lo hicimos. Estábamos dejando escapar un buen momento que a saber si volvería a repetirse.
—¿Crees que debo ceder, que debo hacerme de la Hermandad?
Tardó un minuto en contestar, hacía como que estaba pendiente de la conducción y luego dijo secamente:
—Lo que importa es lo que creas tú. Nadie te llamó, te metiste tú sola en esto.
Salí del coche despacio, quizá esto no volviese a repetirse nunca más. Y yo no era la misma que había salido de Villa Sol unas horas antes. Volvía de un largo viaje y lo que había dejado aquí ahora me parecía menos importante.
Fred y Karin me esperaban en el salón. Me preguntaron curiosos qué tal me había ido.
—Buenas noches —dije por toda respuesta—. He cenado mucho.
Y al llegar al cuarto me tumbé en la cama. Por la ventana veía las estrellas y debajo de las estrellas las hojas de las palmeras balanceándose. Estaba un poco mareada, como si flotara.