Sandra

Por las fotos que Julián me enseñaba era difícil reconocerlos. Ahora físicamente eran otros. Algunos conservaban rasgos que no podían ocultar, como las descomunales estaturas de Fred y de Aribert Heim, el Carnicero de Mauthausen, que ahora tenía cuatro pelos blancos. Andaba encorvado como si no pudiera sostener su enorme esqueleto. Sólo recordaba haberlo visto una vez en casa de los noruegos, en el cumpleaños de Karin, y me pareció un hombre amable. Me estrechó la mano y me dedicó una sonrisa. La cicatriz que le cruzaba la cara y los ojos azules de Otto Wagner se habían ido haciendo menos visibles, se habían ido apagando. Y el Ángel Negro, que por lo visto se llamaba Sebastian Bernhardt, no tenía nada llamativo, era muy corriente aunque se tíñese el poco pelo que le quedaba a los lados de la cabeza.

Julián suponía que el hasta ahora para mí Ángel Negro había muerto en Alemania cuando en realidad había regresado a este pueblo, donde vivió desde 1940 hasta el cincuenta y tantos. El y su familia disfrutaron de una villa que le regaló Franco en reconocimiento a los servicios prestados, que habían consistido nada más y nada menos que en convencer a Hitler para que le prestara ayuda a Franco. Me juré que cuando volviera a la vida normal me dedicaría a leer más. ¿Cómo podía mantenerse en pie alguien tan viejo? Su mujer, de nombre Hellen, probablemente habría muerto y sus hijos se habrían jubilado ya. Sebastian siempre había tenido fama de persona modesta y agradable y continuaba siéndolo, yo podía dar fe. Julián enseguida tuvo la sospecha de que aquella mansión de Sebastian era la actual Villa Sol. Probablemente se la habría vendido a los noruegos y él se habría retirado a algún apartamento más cómodo. Había un fondo de bienestar en Villa Sol que habrían dejado Hellen y sus hijos. Y no entendía por qué alguien de apariencia tan razonable como Sebastian, alguien tan comprensivo, podía ser uno de ellos y que no le repugnaran las cosas que habían hecho. Me preguntaba qué podía ocurrir en la mente de alguien para no llegar a reprocharse nada nunca. En el fondo era el único de aquella tribu que tenía mirada humana, los demás eran unos farsantes. ¿Habría vuelto a matar alguno de ellos después de la guerra o se habrían saciado para siempre? ¿Sería capaz alguno de ellos de matar con su propia mano o tenían que estar organizados?

Antes no sabía estas cosas ni nunca las habría sabido si no se me hubiese ocurrido venir a pasar unos días a la playa. Mauthausen, Auschwitz. Cuántas veces había oído estos nombres, pero entonces estaban a años luz, estaban en Orion como mínimo, estaban en un pasado que no era mío. Ahora los tenía a un metro de mi cara, a veces a unos centímetros.

Aribert Heim me había dado la mano, y al enterarme de lo que esas manos habían hecho sentí que estaba tocada y que ahora sí que no podía abandonar, aunque siempre cabía la posibilidad de que se tratase de simples parecidos, todos los ancianos se parecen. Ojalá no fuese verdad que le había estrechado la mano al Carnicero, sólo pensarlo me daba asco. De momento, nada más se podía demostrar la identidad de Fred por la cruz de oro, el resto eran conjeturas.

¿Sabes disimular?, me había preguntado Julián. ¿Sabes disimular hasta el punto de que a ellos ni se les pase por la cabeza que a ti te pueda interesar aquella vieja historia de nazis y del Holocausto? La verdad es que nunca se hablaba de política delante de mí. No se mencionaba nada que sonara importante, aunque a veces se deslizaba alguna frase en alemán que no hacía falta entender para darse cuenta de que se salía del tono general. Y estaba segura de que tales precauciones no eran por mí, sino porque estaban acostumbrados a tenerlas y por eso se habían escapado de las manos de Julián una y otra vez. De no haber sabido que eran nazis habrían seguido siendo normales para mí. Sin embargo, ahora todo, cualquier cosa, tenía un significado, los rasgos marcados de Fred eran rasgos arios y la extraña juventud de Alice provenía de Dios sabe dónde, tal vez de su confianza en su superioridad genética. Decidimos que nunca mencionaríamos sus apellidos verdaderos para que no se me pudieran escapar al hablar con ellos.