Sandra

Karin, el último día, el día de la fiesta, quiso que la maquillara. Parecía que iba a celebrar este cumpleaños como si fuese el último de su vida y seguramente tendría razón. Iban a venir todos sus amigos y estaba muy excitada, apenas si notaba la artrosis. La notaría cuando todo pasase y se relajara, entonces sería mejor huir de aquí. Lo que para ella era una gran diversión para mí era una pesadez. Acabé completamente harta y lo peor es que lo que se dice acabar no se acababa nunca, porque el día anterior aún no le había comprado el regalo. Fue precisamente Julián quien me aconsejó comprarle un perrito. Estaba seguro de que a la auténtica Karin le gustaban mucho los perros, sobre todo una raza en concreto. Y tuvo el gesto de correr él con el gasto. Era un cachorro negro y marrón de rottweiler, una bola tierna y preciosa. Se lo entregaría en una cesta de mimbre forrada con un relleno de flores y un lazo grande de rafia roja en un lado.

Me vestí un poco formalmente para estar a tono con los demás. Me puse un vestido de tirantes y encima un chal y una flor en el pelo, arrancada del jardín, más grande que una rosa, que no sabría decir cómo se llamaba. La verdad es que todo había quedado precioso y Fred se encargó de encender velas por todas partes. En cuanto llegaron los primeros invitados se empezaron a abrir botellas de champán, y un camarero contratado para la ocasión pasaba bandejas de canapés hechos en el mejor restaurante de la zona. Karin me presentaba a todos como si fuese de la familia, menos a Alice y Otto, que me conocían de sobra y que se limitaron a saludarme con frialdad, y a Martín y Alberto, que también vinieron a la fiesta con varios más como ellos y que me preguntaron si yo era de la Hermandad, hasta que Martín les dijo algo por lo bajo y se alejaron de mí. Frida también estaba, había asado el pescado y hecho unas coloridas ensaladas de lechuga, remolacha, pimientos agrios y salazones.

Y  había unido unas cuantas mesas para preparar una larga en el invernadero, que con las plantas y las velas encendidas no podía resultar más agradable. No sé por qué, sentada entre aquella gente que se preguntaba quién era yo y que se dirigía a mí por estricta cortesía y con gran curiosidad, tenía cierto sentimiento de culpa por no haberme molestado tanto en preparar jamás un cumpleaños para mi madre; ni se me había pasado por la cabeza perder varios días montándole una fiesta a mi madre.

Y  ahora aquí estaba entre estos extraños celebrando un cumpleaños que en el fondo no me importaba nada. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Iba sin norte, como cuando bajaba en la moto hacia el pueblo por la noche y enfrente todo eran estrellas y abismo.

No sabes qué clase de madre vas a tener, pensé dirigiéndome telepáticamente a mi hijo. No estoy preparada para ser hija ni para ser madre. Soy una perezosa, una inconstante, no soy nada y voy a tener un hijo que va a depender de mí. Ni siquiera sé cómo te voy a llamar y ya estás aquí, en este invernadero en medio de un rollo que ni te va ni te viene, ni a mí tampoco. Según me iba sintiendo más fuera de lugar, a mi alrededor las caras se iban enrojeciendo y las voces se excitaban más y más. La comida y la bebida no fallaban nunca en cuestión de alegrar a una tribu. Y empecé a imaginármelos muy bien a ellos con los uniformes de las SS y a ellas con los vestidos que Karin guardaba en el armario. Si fuesen jóvenes, quizá después de la cena vendría la orgía, ahora no podrían ni ponerse a cuatro patas. Y entre ellos, rindiéndoles pleitesía, venerándolos, estaban Martín y sus amigotes. Se habían puesto traje y corbata y parecían matones de discoteca, salvo la Anguila, que observaba de lado con la cabeza gacha. Era el que más hablaba con Otto y Alice, y al que más pillé mirándome de reojo.

Continué teniendo ganas de llorar hasta que llegó la tarta con diez velas simbólicas. No se podían clavar ochenta y dos velas, así que le propuse poner dos números de cera, pero a ella los números no le gustaban, entonces le sugerí una vela, pero a Karin una sola vela le parecía ridículo, al final optamos por diez, que llenaban bastante.

Después de soplarlas, cantar y brindar con champán, Karin abrió algunos regalos y dijo que era el día más feliz de su vida, que nunca pensó que llegaría a esta edad rodeada de amigos y a continuación dijo unas palabras en alemán. Yo me escurrí hacia el garaje. Por la tarde había dejado a Bolita en el todoterreno, de forma que si gemía no se notase. Le dejé que me chupara el dedo para que no hiciera ningún ruido hasta entrar en el invernadero y entregárselo a Karin.

Aunque yo no era de mucho sonreír puse una media sonrisa al entregarle la cesta. Karin me miró con la gran arruga que le cruzaba el entrecejo y luego miró en el interior de la cesta. El perrito se movió y gimió. Lo sacó con la mano derecha donde se había puesto una pulsera de brillantes y un anillo haciendo juego.

—¿Qué es esto? —dijo contemplándolo desconcertada.

—¿He acertado? ¿A que te gusta? —dije yo.

Karin no me dio las gracias, no me contestó, no me miró, lo devolvió al cesto y lo dejó junto a los otros regalos. No hubo ningún comentario. El silencio sólo lo rompían Bolita, como llamaba al perro, y el ruido de las hojas cuando alguien se rozaba con las plantas. Hasta que Fred dijo que las copas las tomarían en la casa y todos se encaminaron hacia allá. Yo me quedé en el invernadero. No podía beber alcohol, por lo menos esto quería hacerlo bien: no pasarle a mi hijo nada malo que pudiese evitar, y me metí entre las plantas sin saber qué pensar.

El perrito no sólo no le había gustado sino que le había provocado una reacción extraña, lo que significaba que no se quedaría con él. Y esto sí que era un problema, ¿qué iba a hacer yo con un cachorro? Lo que me faltaba. Me estaban entrando ganas de llorar, pero me aguanté.

Detrás del cristal del invernadero, la luna temblaba ligeramente. Estaba enormemente grande y brillante. Cuántas veces había oído decir eso de que no somos nada, ahora me acordaba de la frase. Me había cobijado entre dos grandes plantas de apariencia tropical y tuve la estúpida sensación de que de un momento a otro sus grandes hojas se me iban a enredar en el cuerpo y me iban a devorar. Tenían algo humano, sonaban a respiración, y no era una fantasía porque cuando el compás de la respiración se aceleró me volví y la Anguila me estaba mirando fijamente. La luz de la luna enfocaba unos ojos terriblemente brillantes. Me estremecí y me moví hacia la mesa donde estaban los regalos para separarme de él y ocurrió todo lo contrario. Tuve que rozar todo el cuerpo contra el suyo para esquivar un cactus, se trataba de elegir con qué espinas prefería herirme. Él no se movió, me observaba hacer, lo que me puso aún más nerviosa. Ojalá pudiera volverme invisible, desaparecer, pero no, debía mantener el tipo como fuera.

—¿Por qué te quedas aquí? ¿No vienes a tomar una copa?

El perrito gimió fuerte y dentro de nada ladraría a pleno pulmón.

—No puedo beber alcohol.

Nada más decirlo me arrepentí, acababa de volverme demasiado vulnerable. No me gustó la forma en que bajó sus resbaladizos ojos hacia la barriga. No tendría que habérselo dicho y cerré los labios con la intención de no volver a abrirlos. Si me quedaba o dejaba de quedarme en el invernadero a él no le importaba. Cogí a Bolita de la cesta y me lo puse junto a la cara, me lamió, le tocaba el biberón. Contaba con que Karin se encargaría de sus necesidades, pensé que la entretendría, y ahora, mira lo que me había echado encima yo sola.

—¿Te gustan los perros? —le pregunté.

—Has metido la pata —contestó—, y creo que ni siquiera lo sabes. ¿Quién te aconsejó que le regalaras este perro a Karin?

Ya había hablado más de la cuenta. Ni loca pensaba soltar el nombre de Julián.

—Fue una casualidad. Fue el que más me gustó. Ahora resulta que a Karin no le gustan los animales, pues ya está, qué le vamos a hacer.

Me miraba tratando de comprender, de comprender ¿el qué? Y yo me quité la flor que me había puesto en el pelo, estaba harta de la flor. La tiré en una maceta.

—Voy a hacerte un favor, me voy a llevar el perro, lo criaré yo, a cambio, un día de estos saldrás conmigo.

¿Qué pesaba más, hacerme cargo del cachorro o soportar durante toda una cena sus ojos frente a mí?

Se lo entregué en la cesta.

—Espera —dijo marchándose a paso ligero.

Casi no tuve tiempo de reflexionar sobre la situación porque regresó enseguida con leche en un tazón. Bolita se la bebió y casi me dio pena deshacerme de él. Pensaba que lo más seguro era que mañana yo no siguiera en esta casa.

—No le hagas daño —dije.

—¿Por quién me has tomado? —miró el reloj—. Se me ha hecho tarde.

Se dirigió a la salida con la cesta colgando de la mano, y al poco se oyó el motor de un coche.

Cogería la moto y saldría huyendo, me iría a casa de mi hermana, a «la casita», pero el inquilino, un profesor de secundaria, había venido antes de lo previsto y estaba a punto de ocuparla. También podría irme a un hotel, tenía dinero, aunque ese dinero me duraría poco, se lo comería todo la habitación del hotel, y sobre todo era una cobardía sentirme herida por la reacción de Karin, marcharme de estampida. Una madre, una futura madre, debía saber hacer frente a cualquier situación. Ya no era una niña y no podía tirar la toalla por cualquier contratiempo. Seguro que mañana lo vería todo de otra manera. Además me tocaba hacerme una ecografía. Tenía pensado que me acompañase Karin, compartir con ella el momento en que se descubriera el sexo de mi hijo. Pero acababa de cambiar de opinión, iría sola, quizá llamase a mi madre desde la misma clínica, porque Karin no era mi madre ni podía importarle nada mi hijo. En la vida hay constantemente situaciones completamente artificiales. Y mi relación con Karin era artificial porque no existía hace unos meses ni existiría después, era como una colchoneta hinchable en medio del mar.

Lo mejor sería irme a la cama y tratar de dormir.

Entré tímidamente en el salón. Algunas mujeres bailaban y otras estaban sentadas. La puerta de la salita-biblioteca había quedado entreabierta, se veía y no se veía lo que pasaba dentro, lo suficiente para saber que los jóvenes estaban reunidos allí con Fred y Otto y los demás. Salía olor a tabaco y a porro. Se reían. Una mano cerró la puerta. Fuera sólo se había quedado un tipo alemán que parecía español, bajo de estatura y ojos negros. Bostezaba repantigado en un sillón. No parecía interesarle nada. Al verme se sonrió un poco, no me sonrió a mí sino a sí mismo.

—¿Te diviertes? —dijo.

Le iba a decir que sí, pero le dije que no.

—No, estoy cansada.

—¿Te gustaría dar una vuelta por el jardín?

—Iba a acostarme.

Él ya se había puesto de pie y me hizo una ligera reverencia con la cabeza en señal de despedida, algo que jamás me habían dedicado en mi vida. Así que me recoloqué el chal y me lancé a pasear con él.

—¿No duelen los piercings? —dijo mirándome las orejas y la nariz, aunque dudaba que con la tenue luz del jardín pudiera verlos, seguramente se habría fijado en ellos antes.

—No, una vez que el agujero está hecho, ya no duelen, aunque yo jamás me haría uno en la lengua.

—¡Qué espanto! —dijo mientras admiraba la luna—, los jóvenes estáis locos, los jóvenes siempre están locos, también nosotros hicimos barbaridades.

—¿Y qué barbaridades hacíais?

—Entonces no nos parecían barbaridades, las hacíamos porque podíamos y parecían normales. Como ponerse un pendiente en la nariz.

La conversación empezaba a ponerme nerviosa, no sabía si estábamos hablando en clave.

—Yo puedo hacer muchas cosas que no hago. Podría matar a alguien y no lo mato —dije.

—Porque no te resultaría fácil y te crearía un trauma. Te descubrieran o no, serías alguien al margen de la ley, te sentirías en pecado o simplemente criminal. Pero imagínate que existiera un sistema en el que fuese legal y patriótico que mataras a cierto tipo de gente y que después nadie fuera a señalarte con el dedo ni te pidiera cuentas.

Sacó un cigarrillo de una pitillera de plata, que hizo un agradable chasquido al cerrarse, y se lo encendió. No me ofreció, por lo que supuse que sabía que no fumaba. De joven debió de ser alguien de mucho temple, y no parecía que sus amigos le volvieran loco de alegría.

—En fin, lo hecho hecho está, no se puede dar marcha atrás. Además la vida es corta, cuando llegas al final parece que has despertado de un sueño de cinco minutos, y en los sueños se hacen cosas fuera de toda lógica.

—Como clavarse una bola de acero en la lengua —dije.

—Por ejemplo.

—Mientras uno nada más se haga daño a sí mismo… —dije.

—Tienes razón, al final el daño a uno mismo es lo único que puede aliviar la conciencia.

Estaba apoyada en un árbol y al separarme de él di por concluida la conversación. No quería que me dijera nada más, tal vez había bebido y mañana se arrepintiera de habérmelo dicho y no tenía ninguna gana de que me hicieran daño. Le dejé terminándose el pitillo, ensimismado en su pasado, la luna arrojando toda su palidez sobre él. No se volvió hacia mí, parecía una estatua insoportablemente melancólica. Y yo quería que amaneciera y saliera el sol y que sus rayos se me clavaran en la cabeza.

Debió de ser un hombre elegante. Ahora llevaba un traje gris marengo con vuelta en los pantalones y debajo un suéter de cuello alto negro. Era la imagen de un ángel negro, sin saber lo que eso significaba para otros. Pero era lo primero que me vino a la cabeza, un ángel negro. Puede que fuese el más inteligente de esta pandilla, no parecía sentirse dominado por el ambiente en que vivía, sin embargo no podía salirse de él, aún debía de tener miedo a la soledad. Ninguna de las mujeres que había allí era la suya, puede que fuese viudo. Debía de ser muy desesperante que nada más te quede el pasado y no poder compartirlo con nadie, por eso había estado a un minuto de compartirlo conmigo, el problema es qué me ocurriría a mí luego. Para suerte suya, aún podía contar con estos monstruos aunque le repugnaran a ratos.

Cuántas cosas en unas horas. A la mierda la reacción de Karin con el perro, a la mierda que no me dirigiera la mirada, a la mierda el ángel negro y todo. Subiría las escaleras lo más rápidamente posible a la habitación. ¡Como si fuera tan fácil subir a la habitación!, con un pie en el primer peldaño una mano me cogió el brazo con fuerza.

Era Alice.

No se la podía considerar vieja, no se la veía vieja, no le sobraba piel ni tenía descolgamientos, que era lo propio de los años. Aparentaba unos sesenta cuando en realidad debía de tener más de ochenta. Y no podía deberse sólo al deporte, el sol y los zumos naturales. Daba la impresión de haberse sometido a algún experimento. Incluso se le marcaban los bíceps de los brazos.

—¿Quieres bailar conmigo?

La propuesta me dejó noqueada. No podía negarme, no podía ser grosera según estaban las cosas, necesitaba al experimento Alice de mi parte.

Sonaba una lenta que no olvidaré en toda mi vida, Only you, así que bajé el escalón que había subido y la cogí de la cintura. Llevaba un elegantísimo vestido de terciopelo verde oscuro sin mangas y con escote en pico por delante y por detrás. Era un terciopelo resbaladizo con una caída de ensueño. Le llegaba a los pies. De cerca tenía la típica piel pecosa del sol, y pasé la mano por el terciopelo, no por placer desde luego, sino por curiosidad. Sentía curiosidad por saber cómo era la cintura de Alice, si tendría algún pequeño michelín o duros huesos. Y, vaya, era un cuerpo bastante normal, mejor que normal, perfecto. Creo que Alice interpretó mi tanteo como algo más y se acercó de una manera que me incomodó, aunque sólo me incomodó un segundo. ¡Qué más daba!, Alice, aunque sospechosamente joven, era una mujer, y prefería que se propasara conmigo una mujer que Martín o su amigo la Anguila, el Ángel Negro u Otto o cualquiera de ellos. No me vendría mal un poco de calor humano, necesitaba que me abrazaran y me besaran. Y fue lo que hizo Alice, me abrazó, y puso los labios sobre mi pelo hasta que terminó la canción, entonces me desprendí de sus brazos y con la cara un poco gacha le dije que estaba cansada. Ella dijo algo en alemán y la miré, era un idioma difícil de interpretar, no se podía saber si era bueno o malo lo que estaba diciendo.

—¡Qué joven eres! —dijo a continuación, cogiéndome la mano de una manera que me dio miedo. Si hubiese podido se habría quedado con mi juventud.

Sus ojos, inexpresivos normalmente, me miraban con dureza. Quería lo que yo tenía, algo difícil de robar. Me deshice como pude del contacto de su mano en la mía y subí deprisa para que nadie volviera a retenerme.

De buena gana habría echado el cerrojo a la puerta, pero no había cerrojo. De pronto me di cuenta de que había cerrojos en todas las habitaciones menos en ésta. Me duché para ahuyentar los labios de Alice de mi pelo y luego saqué el camisón de debajo de la almohada y como siempre lo arrojé sobre el sillón. Me puse la camiseta de dormir, encendí la lamparita y cogí de una pequeña estantería una novela rosa de Karin en noruego con las tapas manoseadas. Abajo sonaba barullo, la música, las voces, la puerta de la calle que se abría y se cerraba cuando alguien se marchaba, los coches arrancando. Las indescifrables páginas de la novela me adormecían, pasaba la vista por una historia que estaba sucediendo ante mis ojos sin entenderla. Apagué la luz y me tapé hasta el cuello, no me molestaban los ruidos, ocurrían en otro mundo, un mundo lejano de gente extraña.

No me desperté hasta que la luz entró por la ventana, atravesando las cortinas, ante la ausencia de persianas en toda la casa. Fue un despertar pensativo, había soñado sueños raros, pesados, había sentido las caras de Fred y Karin observándome y también la de Alice. Y la de Alice era la que más nerviosa me había puesto. Y arrastré este nerviosismo durante todo el día.

Bajé a las nueve mientras ellos todavía dormían. Frida ya estaba recogiendo los desperdicios de la fiesta con su habitual sigilo. De hecho no la vi, la intuí por el buen olor y el brillo que empezaban a aflorar de los muebles y el suelo. Me estaba preparando el desayuno cuando su voz me sobresaltó.

—Hoy no podré arreglar tu cuarto. Tengo mucha faena aquí abajo.

—No importa —dije—. Luego haré la cama.

Frida sacaba copas y más copas del lavavajillas y todas juntas sobre la encimera de la cocina producían un efecto luminoso e intenso que casi me hipnotizó.

Tenía frío. Había refrescado mucho y el sol ya no era suficiente, debería comprarme botas cerradas y calcetines y también un anorak. En la entrada había un armario empotrado con impermeables colgados, paraguas, chaquetas y calzado de batalla para salir al jardín y andar por la playa. Me puse unas deportivas gastadas de Karin. Me iban un número grande, pero no importaba, no quería acatarrarme en mi estado. Y también cogí una chaqueta de lana con los bolsillos caídos de tanto como Karin había metido las manos. Me la abroché bien y arranqué la moto, el todoterreno era demasiado aparatoso para aparcarlo y además no me atrevía a llevármelo sin el permiso de Karin, tenía la impresión de que algo había cambiado por la noche y que ya no nos encontrábamos en la misma sintonía.

El viento se colaba entre los puntos de la chaqueta de lana y me helaba los huesos. Parecía que la maldita carretera de curvas no iba a terminar nunca. Aparqué cerca del hotel de Julián, quería contarle lo del perro y sobre todo quería hablar con alguien que no fuese de la Hermandad. La Hermandad, alguien había pronunciado esta palabra y era la que mejor le cuadraba a la tribu en la que había ido a caer sin proponérmelo.

El conserje, un hombre con una peca bastante grande en la mejilla derecha, me dijo que Julián había salido a dar una vuelta. Me pregunté por dónde me gustaría a mí dar una vuelta a esas horas y me dirigí al puerto. Andando, la chaqueta me molestaba, así que me la quité y me la eché por los hombros y entonces empecé a tiritar. Recorrí el puerto buscando con la mirada a Julián hasta que descubrí un sombrero blanco junto a los catamaranes y barcos de vela.

—Hola —dije.

A Julián no le sorprendió verme.

—Estoy absorbiendo vitamina D. ¿Quieres una poca? —dijo haciéndome sitio en el poyete en que estaba sentado.

Estornudé y me puse la chaqueta de nuevo.