Julián

A las cuatro, tal como habíamos acordado, estaba en el Faro. No me senté directamente en el banco, daba vueltas nervioso entre las palmeras pensando en mil cosas.

Desde el año 63 llevaba viviendo aquí Antón Wolf. Seguramente los que formaban esta comunidad habrían estado yendo y viniendo ante las narices de todos, como si fueran invisibles. Pasaron de ser unos jubilados jóvenes a ser unos jubilados muy, muy viejos. Una auténtica infamia.

Sandra se retrasó, lo que me puso más nervioso aún. ¿Qué haría sin Sandra? Tenía que reconocer que nada habría sido igual sin ella. Sandra era mi testigo. Lo que hacía no caía en saco roto, no era completamente inútil porque Sandra estaba viéndolo, aunque no se lo contase todo. Sandra era el repuesto que Salva había dejado en su lugar. Y si Sandra se tomase en serio lo de marcharse, gran parte del edificio que estábamos montando se desmoronaría. Era tanto lo acumulado, era tanto el peso de lo que sabía que necesitaba más de dos manos para sostenerlo. Menos mal que oí el ruido de la moto, el maravilloso sonido rodando sobre los guijarros y luego parando. No quise salir a su encuentro, me senté como si llevase así todo el rato y noté a mi espalda cómo se iba aproximando. Sandra tenía andares deportivos, largos y flexibles, pero no hombrunos. Cuando ya estaba junto a mí, me volví y vi su cara de estupefacción, ésta era la palabra de las que yo conocía que más le cuadraba a la cara que vi.

—No me puedo creer nada de lo que está pasando —dijo—, parece que estoy viviendo un sueño o mejor dicho una pesadilla.

No quería interrumpir sus pensamientos y me anudé mejor el pañuelo del cuello. Era evidente que traía novedades de alguna clase porque me miró muy fijamente. Desde que la conocía, hacía tan poco, su mirada había cambiado, era más madura, más dueña de sí, vagaba menos por el ambiente y seleccionaba más.

—He visto la cruz de oro.

—¿Estás segura?

Asintió.

—Hasta ahora dudaba de todo. Cuando uno va buscando se puede encontrar cosas que encajen con lo que busca y que sin embargo forman una impresión falsa. Pero ver la cruz de oro ha sido definitivo. Tú mismo lo dijiste. La cruz de oro es la verdad. ¿Por qué iban a tener ellos algo así si no fuese suyo?

Cabeceé afirmativamente.

—Yo ya lo sabía —dije—, pero tú necesitabas una prueba.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Deja esto a los profesionales, tú márchate, ya has hecho bastante, te lo digo en serio, después podría ser demasiado tarde.

—Aún no, ellos no saben que lo sé, no ha cambiado nada y, sin embargo, ya no soy aquella tontita que encontraron en la playa. ¿Para qué me quieren?

—Puede que para nada en concreto, te quieren para lo que estás haciendo, alegrarles la vida, poner más vida, la tuya, en la de ellos. Les haces un servicio.

—Me haré a la idea de que no sé nada, de que no he visto la cruz de oro y continuaré como hasta ahora. Mañana celebramos el cumpleaños de Karin y no sé qué regalarle. Querría que fuese algo que le gustara, que la pusiera a mi favor más todavía, así podría enterarme mejor de su vida.

—Pero, Sandra, ya sabemos quiénes son y que de ahora en adelante podrás encontrar más y más trapos sucios en su casa y en sus cabezas. Ahora que ya sabes lo fundamental te darás cuenta de muchas más cosas, y no podemos seguir así indefinidamente, lo que necesitamos es dar un giro a la situación, que se pongan nerviosos, que se delaten y que nunca sepan por dónde les vienen los tiros.

—¿Y cómo se hace eso?

—Surge, sólo hay que meter un poco de presión. Venga, vamos a comprar tu regalo. Lo cargaremos en mi cuenta.

Sandra protestó, pero era lo menos que podía hacer en ese momento en que me estaba dejando llevar por un mal pensamiento necesario. La llevé a una tienda de perros y gatos que había visto en el centro comercial, y a Sandra le pareció una gran idea.