Sandra

La cruz de oro parecía la prueba que necesitaba para comprobar que las sospechas de Julián no eran meras fantasías y que yo no me estaba volviendo loca. Se me ocurrían dos sitios en que podrían haberla guardado: en algún cajón cerrado con llave de la salita-biblioteca o en la caja fuerte del armario junto con las joyas de Karin, y por lo tanto sería imposible dar con ella. Tendría que averiguar cuál era la combinación para poder abrirla, algo imposible hoy por hoy. Y, sin embargo, era sencillo, sólo había que decir: ¡Ábrete, Sésamo!

Esa tarde, la tarde del ¡Ábrete, Sésamo!, habíamos ido a comprar el vestido y los zapatos para la fiesta de cumpleaños de Karin, que llevábamos preparando varios días a jornada completa. Todos los pequeños roces o, mejor dicho, recelos y dudas parecían disiparse con los preparativos que nos mantenían subidas todo el día en el todoterreno yendo a buscar mil cosas. El vino a un pueblo del interior, los salazones a otro, las tartas a un horno especial. El pescado y el marisco lo encargamos en la lonja y así todo. Lo más pesado fue encontrar un vestido nuevo (un trapo al lado de los que tenía en el armario) y unos zapatos.

Era un vestido de chiffon rojo. Despedía reflejos metalizados y con él Karin parecía un regalo, un regalo en el que lo más bonito era el papel. La convencí de que los zapatos no fueran también rojos, porque parecería que iba a una boda, sino de un color beige, neutro, aparte de que no podía llevar mucho tacón por la deformidad de los dedos debido a la artrosis. Karin me hacía caso para que me gustara sentirme involucrada en todo lo suyo. Le encantaba que hablásemos de ella hasta la saciedad, aunque fuese de sus pies medio torcidos, y a mí no me costaba nada.

—Con este vestido irían bien unos pendientes grandes de brillantes o un collar —dije distraídamente sin pensar muy bien en lo que decía.

—Creo que aún me quedan brillantes. Si no recuerdo mal aún tengo un collar de brillantes.

Me chocó vagamente el comentario, no tanto como tendría que haberme chocado porque me agotaba toda la atención que chupaba de mí Karin. En el fondo de mi mente revoloteaba el comentario de alguien que se refería a sus brillantes como quien dice no sé si me queda algún racimo de uvas en el frigorífico, como alguien que no los ha tenido que comprar, ni siquiera pagar, ni que elegir. Nadie habla así de sus joyas por muchas que tenga y por mucho dinero que le sobre, lo que tampoco era el caso de Fred y Karin, que no llegaban a tener avión privado ni yate ni mansiones en distintos puntos del planeta, que parecen ser las posesiones que más concuerdan con tantos brillantes.

Terminamos las compras casi a la hora de la cena y al llegar a casa y saludar a Fred, feliz porque su mujer estaba intensamente entretenida y porque él estaba viendo un partido de fútbol y el mundo giraba lentamente hacia la oscuridad, Karin me obligó a subir con ella a su dormitorio. Aunque ya lo conocía, nunca había tenido tranquilidad para fijarme detenidamente en él. Era muy grande y algo infantil, con muchos almohadones y muñecos antiguos, que parecían de colección y que Frida tendría que limpiar con sumo cuidado. Los armarios, la cómoda, las mesillas y el escritorio estaban llenos de curvas, como los cajones, las patas y los espejos. Las lamparitas de las mesillas eran de raso rosa plisado con borlas. También la colcha, las cortinas y las pantallas de las lámparas eran de raso rosa y los adornos de los muebles, dorados. Y no hacía falta entender de alfombras para saber que eran auténticas alfombras persas. Todo era muy, muy caro. Y esa cama rosa sería la cama en que harían el amor aquellas noches espeluznantes en que yo había creído que estaban muriéndose o algo por el estilo. Iba a preguntarme qué cosas habrían oído aquellas paredes y aquellos muebles tan femeninos, pero ni las paredes ni los muebles sienten ni padecen, y por eso duran más que nosotros, soportan todo lo que no sean martillazos ni ningún tipo de destrucción directa, mientras que a las personas nos afectan las miradas, los sonidos. Los sonidos cuanto más bajos más nos perturban, si es que se está hablando de nosotros.

Karin sacó de las bolsas lo que habíamos comprado y lo desplegó sobre la cama. Colocó el vestido y los zapatos, de forma que parecía que ella estaba dentro y que era rosa. Qué bonito, dijo. Yo me senté en un pico de la cama porque no tenía ninguna gana de intuir lo que habrían hecho aquí estos dos, porque al ser yo un cuerpo vivo sí que podría presentirlo.

—Creo que hemos acertado —dije.

Y entonces hizo algo tan sencillo como abrir el armario, inclinarse sobre la caja fuerte y abrirla. Cuando sacó otra caja que había dentro, una caja de madera, yo estaba mirando para otro lado para que viera que no había estado pendiente de cómo la abría. Puso la caja sobre la cama al lado del vestido. Metió la mano y sacó del fondo un collar de brillantes. También había uno de perlas de varias vueltas con brazalete a juego, pendientes, alguna diadema, anillos. De no saber que todo aquello era auténtico me habría parecido bisutería de la que venden en el todo a un euro, lo revolvía con la mano como si fuera chatarra.

—Antes, cuando metía el brazo en la caja, las joyas me llegaban hasta el codo —dijo.

Colocó el collar en el cuello rosa de la cama. Armonizaba maravillosamente con el rojo del vestido.

—¿Puedo? —le dije, acercando la mano a los pequeños destellos que se escapaban de la caja.

—Adelante, querida —dijo ella con esa manera de hablar un poco antigua que tenía—, pruébate lo que quieras, todo es auténtico.

Cogí unos pendientes de rubíes y los dejé colgando de los dedos sobre las orejas, pero sin llegar a ponérmelos porque no quería ponerme unos pendientes que probablemente le habían sido arrebatados a alguien, junto quizá con su vida. Me miré en un espejo de marco dorado y vi que ella me observaba.

—Aún no tienes edad de llevar estas cosas —dijo disuadiéndome de que me encaprichara de ellos.

Los dejé en la caja y seguí sacando piezas y mirándolas a la luz, mientras tenía la vista puesta en una cajita que había en el fondo.

—¿Por qué no te pruebas el collar con el vestido? —dije—. Estoy deseando ver el conjunto.

Mientras se desnudaba, yo hacía que miraba joyas distraídamente y cuando ya lo tenía todo puesto y se estaba contemplando extasiada en el espejo, viendo a la legendaria enfermera Karin dispuesta para una fiesta más, yo con la mano derecha abrí la cajita de terciopelo y vi que en su interior había una cruz, la cruz que había visto en las películas prendida de los uniformes nazis. El corazón me dio un vuelco y empezaron a temblarme y a sudarme las manos, las metí para cerrar bien la cajita, y cuando Karin se volvió hacia mí, saqué el collar de perlas y lo hice crujir entre los dedos. Me clavé las perlas para tranquilizarme.

—Bellísima, Karin, bellísima. ¿Quieres que te vea Fred?

—¡No! —dijo aniñándose todo lo que pudo—, que sea una sorpresa.

Tapé bien la cajita con las joyas y cuando Karin se cambió y fue a devolverlas a la caja fuerte le dije que antes mirara bien por si se nos había caído alguna. Lo dije porque necesitaba que confiara en mí, y en efecto me hizo caso y pasó la mano varias veces por entre las piedras, como si sólo con el tacto supiera lo que había. Estaba todo, así que la dejé cerrando la caja fuerte.

Antes de conocer a Karin no se me habría ocurrido pensar que la maldad siempre está fingiendo que hace el bien. Karin siempre fingía que hacía el bien y debió de fingirlo cuando mataba o ayudaba a matar a inocentes. El mal no sabe que es el mal hasta que alguien no le arranca la máscara del bien.