Julián
No encontraba un sitio lo suficientemente seguro en la habitación para esconder los cuadernos. No me fiaba de Tony, el detective del hotel, tenía la impresión de que me vigilaba, y cada vez dudaba más de Roberto, el conserje. Al principio llevaba los cuadernos en la chaqueta, pero iban siendo demasiados, ahora sólo cargaba con el que utilizaba para tomar notas, los otros los dejaba en el coche debajo de las alfombrillas, lo que no era muy recomendable porque a cualquiera que le diera por registrar el coche con toda seguridad los encontraría y, si no, acabarían en algún desguace entre trozos de chapa. También me horrorizaba que me relacionaran con Sandra y ponerla en peligro. Aunque bien mirado, el mundo siempre es peligroso, a veces de una manera consciente y otras, inconsciente. El mundo era peligroso para mí de forma consciente y para Sandra de forma inconsciente.
Lo último que había anotado es que tendría que volver por casa de Elfe. Directamente Elfe no me interesaba demasiado, pero sí lo que se le pudiera escapar, lo que pudiera sonsacarle ahora que se encontraba en baja forma y desorientada. En el cementerio no dio la impresión de ser muy amiga de Karin y Alice. Estuvieron junto a ella, pero no la tocaron ni la consolaron, ni apenas le hablaron. Tal vez arrastraban una enemistad o no habían llegado a congeniar. Puede que Elfe no estuviera a la altura de la maldad de Karin y Alice. O podría ser que las hubiese superado. No sabía nada de ella, me había pasado desapercibida, tendría que pedir información al Centro, para lo que no tenía tiempo ni ganas.
Me acerqué con precaución a la bonita casa de la viuda Elfe. En el parking descubierto, hecho de madera maciza, estaban los dos coches de la vez anterior. Uno sería el de batalla y el otro el de ir a jugar al golfo a las casas de los otros oficiales si es que los invitaban. El perro se me abalanzó a la ventanilla ladrando. Esperé un poco a ver si salía Elfe y toqué el claxon, pero nada, sin embargo los coches estaban allí. El perro fue a la puerta, ladró y luego regresó. Parecía querer avisarme de algo. De acuerdo, dije, voy a salir. Salí y el perro me ladraba, pero no me enseñaba los dientes, alborotaba a mi alrededor, era bastante grande, pero no estaba dispuesto a agredirme.
Fui a la puerta y toqué el timbre. Me asomé por la ventana de la cocina. No se veía a nadie. El perro quería que yo hiciera algo más, estaba nervioso, pero yo no sabía qué más hacer, no podía forzar la puerta, ¿y si no estaba dentro? No puedo hacer nada, le dije al perro, lo siento, amigo. Entonces el perro fue a un lado de la casa y me miró como diciendo ven. Me señaló con el hocico el suelo, un macetero de cobre. Lo retiré con un enorme esfuerzo maldiciendo al perro y a Elfe. Había una trampilla para bajar al sótano. La abrí y el perro salió disparado, casi me tira. Bajamos al sótano y subimos para salir al vestíbulo, junto a la escalera. El perro las subió corriendo y ladró desde arriba, pero yo después del esfuerzo hecho con el macetero tuve que descansar y subí despacio. Por si las moscas en el bolsillo de la camisa llevaba siempre una pastilla de nitroglicerina, que esperaba no necesitar. No sé por qué sabía que no había llegado mi hora.
Descansé otro poco y me asomé donde me indicaba el perro. Podrías estar rodando películas de acción, le dije. Después de Sandra era el ser más admirable que había conocido en los últimos tiempos.
La habitación apestaba a alcohol y vómitos. Elfe estaba tumbada en la cama, seguramente inconsciente. Fuera como fuese, no pensaba llamar a ninguna ambulancia. Hice salir al perro para que dejara de lamer toda aquella porquería y cerré la puerta. Miré si había un baño en la habitación, empapé una toalla y le envolví con ella la cabeza, le metí los dedos en la boca. No sabía si habría tomado pastillas además de alcohol. Cuando terminó de echar todo lo que tenía dentro, la obligué a levantarse y haciendo yo un esfuerzo que Elfe no se merecía la llevé al baño y abrí la ducha. Gritó y le ordené que se callara. El agua le caía sobre una falda y una blusa que apestaban. Luego la envolví en un albornoz y la metí en otra habitación, que estaba limpia. Abrí la cama y le dije que se acostara. Ella decía algo en alemán que sonaba a queja, a arrepentimientos y a no poder más. El perro subió y se quedó junto a ella meneando el rabo. Estaba seguro de que si este animal hubiese tenido unas manos como las mías habría hecho todo lo que había hecho yo o mejor aún. Bajé a la cocina a hacer café.
Tarros ordenados, copas de vino cuyo cristal se había impregnado de un ligero tono morado por su mucho uso. Cogí una taza, y afortunadamente en el tarro donde ponía café quedaba suficiente para hacer una cafetera. Hice una. En la cocina se respiraba tristeza, soledad triste, drama.
Subí una bandeja a la habitación. Yo no tomé café, no quería que me desvelara y, sobre todo, no quería tomar el café de Elfe, ni poner mis labios donde los hubiesen puesto ellos. El perro arrimó la cabeza junto a mi pierna y se la acaricié.
—¿Cómo se llama el perro? —le pregunté a Elfe.
—Thor, como el dios.
—No es para menos —dije sentado en el borde de la cama—. Si no fuese por él, no habría podido entrar.
Le puse una taza en las manos y le serví.
—No he subido azúcar, lo siento.
—Es igual, gracias. Jamás pensé que viniera nadie a rescatarme y mucho menos un desconocido.
No le pregunté si había intentado suicidarse, no me interesaba. Podría tratarse de una mezcla de alcoholismo y suicidio.
—He venido a darle el pésame. Conocía a Antón del golf, y Thor no me ha dejado marcharme. Me ha enseñado dónde está la trampilla del sótano para subir.
Se recogió el pelo con las manos y se lo puso detrás de las orejas. En algún momento de su vida pudo haber sido guapa, pero ahora daba miedo verla.
—Me he metido empapada y he mojado la cama —dijo apesadumbrada, seguramente no recordaba cómo había dejado la otra cama.
—No se preocupe, ya lo arreglará cuando se encuentre bien, ahora descanse. Le dejo la cafetera. Thor cuidará de usted.
—No, por favor, no se vaya. Ellos no me quieren, me consideran débil y estoy segura de que nunca vendrán a verme, de que me dejarán completamente sola.
—¿Se refiere a los amigos que jugaban con Antón al golf?
—Sí —dijo hundiendo la cabeza en la almohada—. Ellos y sus estúpidas mujeres. Siempre me han dado de lado.
—Seguro que usted era mucho más guapa que ellas cuando eran jóvenes.
Se incorporó apoyándose en los codos.
—¿Cómo dice que se llama?
—Julián.
—Bueno, Julián, esta que ahora mismo está viendo no soy yo, si no pregúntele a Antón.
No le recordé que Antón había muerto, para qué, en su mundo de ahora mismo Antón podría estar jugando al golf y yo ser amigo suyo y el perro un dios.
Se levantó con el albornoz sobre la falda y la blusa mojadas y bajó descalza agarrándose a la barandilla hasta el salón, yo la seguía y Thor llegó antes que nosotros. Abrió un cajón, sacó un álbum de fotos y pude verla de joven vestida como en los años cuarenta, con el pelo al viento y una mirada en que podía leerse que acabaría así. Brazos en alto, cruces gamadas, Antón Wolf de oficial. Karin de enfermera en otra foto. Le pregunté por ella.
—En esta época no conocía a Karin, pero cuando después ya nos conocimos me regaló la foto, luego nos distanciamos.
Todos ellos ya maduros en bañador en una playa. Alice sola en bañador. Ellos y otros más de uniforme. Aquel álbum era una joya y yo lo quería.
—Por curiosidad, ¿desde cuándo vive aquí, Elfe?
—Desde 1963. En 1970 tuvimos que marcharnos tres años, pero volvimos. Cuando regresamos, la casa estaba en su sitio, nadie había tocado nada.
—¿Y Karin? ¿Y Otto y Alice?
Pasó por alto la pregunta, quería hablarme de cada una de las fotos, pero le dije, guardando de nuevo el álbum en el cajón, que vendría a visitarla muy pronto y que las veríamos con más detenimiento.
—Ahora tiene que ponerse bien, tiene que descansar y, si quiere, en cuanto haga un buen día de sol la llevo a la playa. El sol lo cura todo.
Desde abajo vi cómo subía las escaleras cansinamente y cuando la perdí de vista abrí la puerta de la calle, pero antes de salir volví al salón y saqué del cajón el álbum de fotos. Cerré la puerta suavemente, aunque no la trampilla del sótano. Que la cerrara el perro.
A pesar de que me había manchado la chaqueta, me iba contento, me la limpiaría yo mismo o puede que hiciera un extra y la mandase a la tintorería.
Ahora también tendría que encontrar un lugar seguro para el álbum de fotos.