Sandra
Nunca reparaba en lo que hacía Frida, la asistenta, que ellos llamaban empleada. Venía tres horas a diario y mientras ella arreglaba la casa aprovechábamos para salir a hacer gestiones o para estar en el jardín, sobre todo cuando tocaba limpiar la planta baja. Pero si nos quedábamos dentro había que reconocer que era silenciosa como un duende, sólo se oían los ruidos de unos muebles que parecía que se movían solos y de unas ventanas que parecía que se abrían solas y también parecía que el propio suelo se encargaba de ponerse reluciente. Uno de los días en que Karin se encontraba tan bien que decidió marcharse a jugar al golf con Fred y Otto, vi que la asistenta abría la salita-biblioteca para limpiarla, seguramente de cara a la fiesta que Karin pensaba dar, y que volvía a cerrarla desde dentro, lo que me extrañó porque Karin me había dicho que allí no entraba nadie.
Ni corta ni perezosa abrí la puerta y entré. Ella estaba subida en la escalera de la librería quitando el polvo a unos libros de aspecto distinto a las novelas de amor que leía Karin. El ambiente era acogedor. Había sillones de piel donde debían esperar las visitas repantigadas cómodamente. Entonces la empleada se volvió y me preguntó con acento alemán si buscaba algo y entonces comprendí que, de ser verdad las sospechas de Julián, ella era uno de ellos, así que no me arriesgué, retrocedí hacia la salida y le dije que quizá me marchase dentro de un rato y le pedí que dejase bien cerrada la casa.
No me marché, hice ruido con la moto, y me quedé. Vi desde el jardín cómo sacudía algunas cosas por la ventana de la salita-biblioteca y cómo colgaba en el alféizar una gran alfombra persa a la que acababa de pasar la aspiradora. Contemplé a mis anchas cómo abría un armario muy bonito pintado en verde manzana envejecido, que contrastaba con la seriedad de las librerías y que le habría encantado a mi hermana, y casi solté un grito cuando sacó el uniforme nazi y lo cepilló con sumo cuidado y a continuación pasó un paño a unas botas negras que eran casi tan altas como yo. Acababa de descubrir algo importante, un indicio más a favor de las teorías de Julián, y nadie de esta casa debía darse cuenta de que lo había descubierto, por lo que me metí en el garaje y desmonté el sillín de la moto, preparada para hacer como que lo arreglaba si acaso Frida se asomaba por allí, lo que afortunadamente no ocurrió. Ni siquiera pasó por el garaje. Cuando llegó su hora, cerró la casa, subió en la bicicleta y se largó sin mirar atrás.
Los Christensen no habían llegado, era el momento ideal para fisgonear en el sótano y en las habitaciones otra vez. Coloqué el sillín en su sitio, saqué el llavero del bolsillo del pantalón y abrí la puerta de entrada. Había un olor muy agradable, como si Frida hubiese esparcido espliego por todas partes. ¿Cómo era el espliego? No sé, pero Frida tenía una cara muy saludable y aspecto de llevar espliego en los bolsillos y unas pantorrillas sumamente fuertes de pedalear en la bici. Cuando entraba en la casa metía con ella todas estas sensaciones.
Nunca había pensado en Frida, la veía llegar y a veces irse y nada en medio y, sin embargo, se me había fijado en la mente. Era rubia y tendría unos cuarenta años, aunque el sonrosado de las mejillas era de quince. Al ir a tanta velocidad en la bici, el aire se le pegaba en la piel y en la ropa y se había convertido en su olor característico.
En el sótano no había gran cosa o yo no sabía verlo. Después del uniforme tenía la impresión de que por aquí y por allá tendría que haber más cosillas guardadas. Lo único que me llamó la atención fue un sol con sus correspondientes rayos grabado en el pavimento y pintado de negro.