Julián
Así que Otto vivía en el número 50 con una mujer llamada Alice con pinta de pies a cabeza de guardiana de campo. Conocía esa mirada helada, era muy parecida a la de Use Coch, famosa entre todos nosotros por sus colecciones de piel humana tatuada. Me repugnaba casi más que Otto, aunque no más que Karin y Fredrik. Y el que se llevaba la palma de la repugnancia era Heim, el hombre con el cerebro más podrido que haya pisado este planeta y que ahora acaparaba el cincuenta por ciento de mi atención. Llené de notas los dos cuadernos que había traído de Buenos Aires y tuve que ir a una papelería a comprar otros dos. Si a mí me ocurría algo o si no era capaz de cazarlos de alguna manera, quería que quedase constancia de estos días y de los desvelos del pobre Salva, de los míos y también los de Sandra, porque Sandra se merecía que alguien le dijera a su hijo la clase de madre que tenía. Para hablar de Sandra decía «Ella» por si los cuadernos caían en otras manos, y tendría que pensar muy bien a quién se los enviaría si las cosas se ponían mal, porque no quería que toda esta investigación desapareciera como había sucedido con la de Salva. El problema de ser viejo es que nadie te toma en serio. Se nos considera anclados en el pasado e incapaces de comprender el presente y seguramente por eso habían tirado los papeles de Salva. También anotaba lo que me iba gastando. Quería que mi hija comprendiera que no me había gastado el dinero en caprichos sino en gasolina, el alquiler del coche, el alquiler de la suite al precio de una modesta habitación, ropa de abrigo, cuadernos, líquido para limpiar las lentillas, el menú de mediodía del bar y unas monedas para la lavandería, con las que me evitaba los precios de lavado y planchado del hotel. Me había traído bastantes medicamentos pero en caso de que se me acabasen tendría que ir al hospital y explicar mi situación, porque eran demasiado caros.
La lavandería estaba dos calles más arriba del hotel y mientras esperaba aprovechaba para redactar mis informes. Iba allí cuando ya no me quedaba ni un solo calcetín ni un solo calzoncillo. Las camisas a veces me las lavaba yo mismo usando los frasquitos de gel de la habitación y las colgaba de la barra del baño bien estiradas en la percha para no tener que plancharlas. A veces también me sentaba un poco en la terraza a escribir y me tapaba con una manta, de forma que respiraba bien y no tenía frío. Me había ido acostumbrando tanto a esta habitación, a esta terraza, a montar en el coche y vigilar a los carcamales nazis que no se me ocurría qué otra cosa podría hacer que no fuera ésta. Parecía que todo esto lo habían preparado al milímetro Salva y Raquel desde algún lugar lejano de mi mente para que le encontrara sentido a lo que me quedaba de vida.
Ahora también había añadido al anterior itinerario la casa del difunto Antón Wolf. Estaba escondida tirando hacia el interior, donde se habían restaurado y modernizado casas de huerta conservando el aire rústico. Sólo tuve que ir al registro de la propiedad para averiguar la dirección. Estaba a nombre de Elfe.
No era fácil dar con ella, había que meterse por un camino de tierra y yo lo hice con total descaro, como si me hubiese perdido. Antes de entrar en la propiedad ya estaba ladrando un perro. Me dispuse a girar, para dejar el morro apuntando al sendero, en la puerta de la casa, rodeada de un jardín tan silvestre que parecía campo. Lo hice despacio para darle tiempo a Elfe a salir. Bajo una pérgola había dos coches, uno flamante y otro viejo.
Era una mujer en las últimas. Los ojos se le habían empequeñecido de llorar y tenía el pelo sucio y sin peinar. En otro momento de la historia de la humanidad me habría dado pena. Su dolor me inspiraba curiosidad, podría ser el dolor de haberlo tenido todo y ahora estar dejando de tenerlo. Le acercó el agua al perro y luego vino a mí.
—Disculpe —dije—. Creo que me he confundido, busco…
—La casa de Frida está un poco más abajo, en la tercera curva a la derecha, en el camino hay un buzón negro.
Estaba claro que todo el que venía por estos andurriales buscaba a Frida, nunca a Elfe, y Elfe lo tenía asumido. Le di las gracias con el convencimiento de que Elfe no duraría mucho. Había bajado la guardia, hablaba demasiado. No podrían arriesgarse a que fuese diciendo por ahí lo que sabía. Y mira por dónde, sin proponérmelo, había localizado la casa de la tal Frida. Otra más a tener en cuenta.
Desde el camino se veían varios coches y poco de la casa. Estaba bastante aislada y en mi posición me encontraba expuesto a ser visto, así que no me atreví a usar los prismáticos y seguí adelante. Iría a echarle un vistazo a Heim y le haría una foto al barco con la minicámara.