Julián

Fui muy torpe con Sandra, la asusté, pero en algún momento tenía que abrirle los ojos, ya me había paseado demasiado arriba y abajo, no podía quedarme esperando a que en algún momento alguna de las jóvenes bestias de Fredrik me diera un golpe en cualquier esquina, y entonces ella no llegara a saber en qué manos estaba. No había tiempo que perder. Por una parte Sandra se habría puesto menos en peligro no sabiendo, pero por otra tampoco habría sabido contra qué tenía que defenderse. Aún estaba a tiempo de salir corriendo y dejar todo esto atrás y recordarlo como una de las cosas más extrañas que le habían pasado en la vida. Tal vez le serviría para juzgar en su justa medida lo que había abandonado para venir aquí.

Mi elección, por el contrario, estaba hecha. Seguiría hasta el final, probablemente el mío, pero no me iban a quitar de en medio por las buenas. Eso sí, me preocupaba mucho la cantidad de dinero que me estaba gastando y que tenía guardado, más que para sobrellevar mi propia vejez, para la de mi hija. Tampoco mi mujer lo vería con buenos ojos. Sólo habíamos tenido una hija, y Raquel decía que ya que no podríamos evitarle los disgustos y sinsabores propios de la vida, que por lo menos no tuviera muchos problemas de dinero. Y yo lo estaba gastando en una necesidad o en un capricho, según se mirase.

Incluso al cambiar el coche de alquiler tuve que hacer un desembolso extra. En cuanto me entregaron el nuevo me embarqué en otro seguimiento a Fredrik con cierta tranquilidad, por lo menos hasta que volvieran a descubrirme.

Lo seguí cómodamente hasta el parking del Nordic Club, lleno de relucientes coches de gama alta. Era la segunda vez que lo pisaba. Dejé el mío en un lugar discreto y en cuanto vi que ya había entrado Fredrik fui detrás. Me había quitado la chaqueta y había envuelto con ella los prismáticos, pero me dejé puesto el sombrero, que me daba un conveniente aire de extranjero. Contaba con que el portero me diera el alto y antes casi de que pudiese hablar dije que venía con Fredrik.

—Estaba aparcando el coche —dije a modo de explicación.

Me tomó por su chófer o por un amigo, el caso es que me permitió el paso con toda naturalidad. En algún punto asomó la cabeza de Fredrik y me puse a buscarlo, pero sus largas piernas, que movía como si tuviese las plantas de los pies abrasadas, a la par que levantaba los hombros a cada paso, lo habían llevado fuera de mi alcance. Me asomé a distintos salones y fue en uno de ellos donde lo vi hablando con un individuo que había debido de ser muy fuerte y que ahora era gordo. Tenía los ojos claros y una buena papada y aún se le apreciaba un sablazo en la cara. Podría ser perfectamente Otto Wagner, fundador de la organización Odessa y además ingeniero, escritor y más cosas, un cabrón inquieto y aparentemente con buena salud, que seguro que no se contentaba con jugar al golf. Me apoyé en la pared para tranquilizarme. Estaba emocionado y triste, aunque en mi estado la emoción era menos recomendable que la tristeza. Y al cabo de cinco minutos, gracias a unas cuantas aspiraciones profundas, logré quedarme sólo con la tristeza. Me pesaba que estos monstruos disfrutaran de la vida como jamás llegó a disfrutarla Salva, ni yo, ni Raquel, por mucho que lo intentara, ni siquiera mi hija. Me pesaban su lozanía y sus ganas de vivir y pasarlo bien.

Los vi montarse en un cochecillo y alejarse sobre el césped. El Nordic Club era una maravilla: porches con bonitos y refrescantes sillones de mimbre, pistas de tenis, pádel, piscinas cubierta y de verano, restaurante, salón tipo pub, salón de billar, biblioteca y todo lo que no veía, y al fondo las suaves ondulaciones verdes del campo de golf. Me pregunté cuánta agua se necesitaría para regar todo aquello. Pero qué importaba, lo que importaba era que el gigantón Fredrik y sus amigotes hicieran un poco de ejercicio.

¿En qué hoyo estarían? Veía este deporte como algo muy lejano a mí. Me apoyé en un árbol, lo más apartado posible del campo de visión de las terrazas del club, y me colgué los prismáticos. Hice un barrido por la zona intermedia y di con un grupo de octogenarios, entre los que estaban Fredrik y Otto, que charlaban apoyados en los palos. También había algún joven. Actuaban como hombres de setenta años, era increíble. Quizá el sentirse superiores al resto les daba tanta energía. Bajé los prismáticos pensando en esto cuando noté cierto revuelo. Me llevé de nuevo los prismáticos a los ojos y vi cómo uno de ellos, que no era ni Otto ni Fredrik, estaba tendido en el césped. Uno de los jóvenes hablaba por el móvil y a los pocos minutos llegaba en un cochecillo un hombre con un maletín, otros le seguían corriendo. Envolví los prismáticos con la chaqueta a pesar de que nadie reparaba en mí. Al fin y al cabo uno tiene la edad que tiene, pensé. Se oyó una ambulancia. A éste le ha dado un infarto, pensé.

Los salones del Nordic Club se habían animado con la noticia. Por fin una novedad en los soporíferos días de golf. Por los aspavientos y los comentarios parecía que había muerto. La noticia corrió como la pólvora y vi desde el coche cómo a quienquiera que fuese lo metían cadáver en la ambulancia, no completamente tapado y con mascarilla de oxígeno para no alarmar a los socios del club, aunque en el fondo para los socios del club habría sido decepcionante que después de todo no hubiese ocurrido nada, de esta forma tendrían comentario para varios días. Pero a mí no me la daban, cuando se han visto tantos muertos se reconocen de refilón.

Salieron todos lo más deprisa que pudieron. A Fredrik parecía que le quemaban las plantas de los pies más que nunca, saltaba más que corría hacia un Mercedes de los que aparecen en los catálogos que dan con los periódicos.

Seguí a distancia al presunto Otto por las endemoniadas curvas que ascendían al Tosalet. Recorría el mismo trayecto que su amigo Fredrik, pero no se quedó en Villa Sol, sino que a unos trescientos metros se internó en una mansión que tenía el número 50. Fredrik me había llevado hasta Otto, y Otto me llevaría hasta alguien más. Estaban todos conectados por un pacto de sangre.