Julián
Tuve que ir al hospital, a urgencias. Conocía los síntomas, desfallecimiento, sudor frío, y no quería dar más problemas en el hotel, no quería que pensaran que era el peor cliente de su historia. Me encontraba bien allí, me conocían y Roberto había decidido ser casi un cómplice en un asunto del que no tenía ni idea. En el fondo aquí conocía el terreno y podría defenderme mejor que si me mudaba a otro hotel, lo que me llevó a plantearme revisar, en cuanto me recuperara, las instalaciones, escaleras, distintos salones, los lavabos para uso general y las cocinas. Lo bueno de estar solo es que no preocupas a nadie, no tienes que vivir la doble angustia de estar mal y de ver que el otro sufre porque estás mal. Fue maravilloso tener a Raquel a mi lado durante tantos años, logró que cada día estuviese más lleno de vida, pero a veces en los momentos malos habría agradecido estar solo y no tener que fingir que estaba bien para que ella no sufriera. A veces uno quiere vivir lo que le ocurre tal como es, en toda su dimensión, pero no hasta el punto de hacer daño a quien tienes al lado, así que sentí cierta sensación de libertad al marcharme al hospital solo en un taxi en cuanto noté que algo no iba del todo bien. Nunca he soportado a las personas que les echan en cara su soledad a los demás, ni tampoco los que la viven como una afrenta. La soledad también es libertad.
Tal como me imaginaba, en el hospital me preguntaron si no estaba acompañado. Les dije que no, que estaba pasando unos días de vacaciones solo. La doctora movió pensativa la cabeza pensando en mi soledad. Me dijo que en esas circunstancias debería pasar la noche en observación en el hospital. No era nada serio, una subida de azúcar, una descompensación general. Les dije que me parecía bien, ¿qué más me daba dormir en el hotel que en el hospital?
Lo que más me molestó es lo que tardaron en darme el alta por la mañana. A las doce dije que no podía esperar más y que me marchaba. Parecía un viejo gruñón, un viejo maniático, pero tenía mucho que hacer y me daba perfecta cuenta de que ya estaba estabilizado. Me hicieron firmar un papel por el que me responsabilizaba de mi decisión, de modo que si me moría sería por mi propia negligencia. Me pareció justo. Una simple firma nos tranquilizaba a todos.
No había dormido bien por culpa de los descomunales ronquidos del compañero de la cama de al lado y porque las enfermeras entraban cada dos por tres haciendo ruido, pero me encontraba bien, en plena forma, incluso me pegaría un bañito en el mar cuando hubiese terminado lo principal. Y lo principal consistía en acercarme por Villa Sol, algo demasiado peligroso en estos momentos, por lo menos hasta que cambiase de coche. Así que lo mejor sería dirigirme a casa de Sandra para comprobar si habían vuelto por allí los Christensen.
La ropa me olía a hospital, me palpé los bolsillos para revisar que llevaba todo conmigo, era un día hermoso como ninguno. Aparqué el coche en otro lado diferente por pura precaución, aunque no creía posible que pudieran relacionarme con Sandra de ninguna manera, y fui callejeando hasta la casita.
Nadie salió a la llamada del timbre, las contraventanas estaban entornadas y en el tendedero había unas toallas tendidas, la manguera culebreaba en el enlosado. No localicé la moto en el jardín. No se oía ningún tipo de música. Así que regresé al coche y bebí un poco de agua de una de las botellas que procuraba tener siempre a mano, y pensé que lo más lógico era que a estas horas Sandra estuviera en la playa, probablemente con los noruegos. Y me encaminé hacia allí.
Al menos en el lugar en que solían situarse no estaban. Sólo había unos niños correteando y una pareja besándose. Anduve cerca de un kilómetro por la parte de arriba por si los veía en algún punto hasta que decidí abandonar y regresar al coche. Me encontraba mucho más ágil que antes de ingresar en el hospital. Y aunque no hacía demasiado calor, el agua estaba tan azul y la espuma tan blanca y en cualquier momento podían acabar con mi vida los matones de Fredrik o los infartos, que decidí quedarme en calzoncillos, que afortunadamente eran de tela y me llegaban por medio muslo y casi parecían un bañador, y darme un chapuzón. Ya estaba haciendo lo que Raquel llamaba locuras porque lo que para un joven era sano a mí podría suponerme una neumonía, pero cuando quise darme cuenta ya estaba dentro de las olas, y al frío siguió un gran bienestar. ¿Por qué no disfrutar del paraíso si se tiene a mano? Raquel siempre me decía que a las personas que, como nosotros, habíamos sufrido mucho nos daba miedo disfrutar, nos daba miedo ser felices y también decía que hay muchas clases de sufrimiento en el mundo y que nadie se libra del todo de padecerlo, por lo que tampoco nos debíamos sentir especiales. Si he de decir la verdad yo admiraba mucho a la gente frívola y con gran capacidad de pasarlo bien en la vida, de divertirse con cualquier cosa. Ir de compras, jugar un partido y cenar con amigos sin tener nada más en que pensar. Para mí su estilo de vida era deseable e inalcanzable. La inocencia era un milagro más frágil que la nieve. Y era más fácil que los alegres llegaran a ser de los míos que yo uno de los suyos. En el fondo quería que Fredrik y Karin, frívolos corrompidos y perversos, fueran de los míos, que sufrieran, que probaran el dolor. Ahora lo veía claro, la justicia jamás podría hacer justicia como yo quería. Si Fredrik tenía matones, yo tenía odio.
Me sequé levantando los brazos y dando pequeños saltos en la arena y luego me senté para recibir del sol toda la vitamina D posible. Me encontraba mejor que nunca, cerré los ojos. Vivir, siempre vivir. En estos momentos estaba sintiendo menos miedo del recomendable.
Por precaución cambié de bar para comer y me pedí un menú. Tenía hambre, hambre de verdad. Aún notaba la sal en la piel y también noté el pelo, el poco que me quedaba, fosco y revuelto, me pasé la mano por la cabeza, un día de estos tendría que cortármelo. El baño me había dado hambre y también el hecho de que apenas había probado el desayuno del hospital, sin comparación posible con el bufé del hotel. Aunque me encontraba con energía suficiente para seguir adelante y acercarme por los alrededores de los Christensen, comprobé que no llevaba las pastillas encima, y regresé al hotel.
En recepción Roberto me dio el alto con cara de preocupación. Me habló bajo para que no le oyera el otro conserje ni los clientes acodados en el mostrador.
—Estaba preocupado, la camarera me ha dicho que no ha dormido en la habitación.
Era evidente que de alguien como yo sólo se puede esperar que no haya dormido en su cama porque se haya muerto en cualquier otro sitio.
—No ha sido nada, me marché de excursión y se me hizo tan de noche que me quedé en otro hotel. Gracias por preocuparse.
Y luego agregué en plan confidencial:
—¿Ha habido alguna novedad?
—No, que yo sepa. Bueno…, el detective quiere verle.
Sin consultarme, Roberto cogió el teléfono, informó de que yo estaba ahora mismo en el hotel y colgó.
—El detective se llama Tony y le espera en el bar. ¿Ha comido ya?
Asentí pensando en si debía o no subir a la habitación a coger las pastillas.
—Entonces puede aprovechar para tomar café.
Me sacudí el sombrero en la pierna, que desprendió algo de arena, y fui hacia el bar.
Roberto debía de haber hecho una buena descripción de mi persona porque, al entrar, un chico robusto, que en un par de años sería gordo, vino hacia mí, me tendió la mano y me condujo a una mesita, un velador, diría Raquel, con una lamparita encendida a pesar de que era de día, lo que no impedía que el bar estuviera siempre en penumbra para crear un clima de intimidad.
—Sentimos mucho el incidente del otro día en su habitación.
—Bueno, son cosas que pasan.
Tony empuñaba una botella de cerveza en su fuerte mano. Yo me pedí un café, muy bueno por cierto, y mientras lo saboreaba, Tony volvió a pedirme disculpas. Demasiadas disculpas en conjunto. Llevaba una chaqueta que parecía que se le iba a rajar por la espalda cuando se encorvaba sobre la mesita velador.
—Llevo en esto mucho tiempo —dijo Tony mirándome fijamente con ojos algo saltones— y todo tiene siempre, y digo siempre, una explicación.
Me quedé pensando en esta frase con la taza en los labios.
—Hijo, entonces podrá explicarme qué ha ocurrido.
Creo que no le gustó que le llamase hijo, a mí tampoco me habría gustado, lo hice adrede para comprobar el grado de seguridad en sí mismo. No tenía mucha.
—Aún no puedo, pero podré —dijo poniéndose más serio—. ¿Lo vamos a tener por aquí mucho tiempo?
—Espero que sí, por lo menos mientras haga buen tiempo.
—Me han dicho que cree que le han confundido con otro.
—¿No es lo más lógico? —dije.
—Tal vez —respondió, y se tomó un último y largo sorbo.
Yo también di fin de la taza. Nos levantamos.
—Esperemos que no vuelva a repetirse —dijo.
Me pareció que la frase iba dirigida a mí y la recogí. Trató de recomponerse la chaqueta, de removerse dentro de su segunda piel. Rebusqué a alguien de mi pasado que se pareciera a Tony y encontré a varios. No eran precisamente de Premio Nobel, pero lograban que el mundo acabara siendo tal como ellos lo veían.
Estaba casi seguro de que Tony había hecho el destrozo de la habitación por orden de Fredrik Christensen o que había permitido que lo hicieran. Había algo en el movimiento de los ojos que lo delataba. De camino a los ascensores le dije a Roberto que necesitaba cambiar de coche porque éste no iba muy bien. Roberto asintió con gesto de haber barajado esta posibilidad. Ya no me miraba como el primer día, me miraba con más respeto e interés.
Tuve que usar una botella de agua del minibar para tomarme la medicación, algo que me repateaba porque dentro del minibar todo era varios euros más caro. Y cada euro de más que gastaba se lo estaba sisando a la herencia de mi hija. Nadie nos iba a recompensar ni a ella ni a mí por este servicio. A nadie le importaba, había otras cosas en qué pensar, otros enemigos. Yo me había quedado atrás, en mi mundo, allí estaban mis odios, mis amigos y mis enemigos, y no tenía fuerza ni cabeza para nada más. Y para ser sincero era la primera vez que no esperaba recompensa ni reconocimiento, era la primera vez que nadie se enteraría de si fracasaba o triunfaba, era la primera vez que la opinión de los demás me importaba una mierda, y me sentía libre.
Me eché la siesta y cuando me desperté atardecía. Ahora el sol se ponía un minuto antes cada día, como más o menos le ocurría a mi vida. Y un minuto era mucho tiempo. No me arrepentí de haber dormido más de la cuenta, porque necesitaba descansar. ¡Dios!, hacía tiempo que no me encontraba tan bien. Si no fuera por lo caro que salía el teléfono habría llamado a mi hija para decírselo, pero una llamada lleva a otra y si un día dejase de llamar ella se preocuparía, así que prefería decírselo con el pensamiento. Mi mujer sí que había llegado a leerme el pensamiento, lo había comprobado muchas veces, y solía decirme bromeando que tuviera cuidado con engañarla aunque sólo fuera con el pensamiento porque podía leérmelo, y yo lo creía a pies juntillas. Estaba convencido de que sus ojos negros eran capaces de penetrar hasta lo más profundo de mi mente.
Dediqué media hora a recorrer el hotel, la escalera normal, la escalera de incendios, la azotea, ascensores, puertas de servicio, cocinas, restaurante, recovecos, sótano. Me quedaban por ver la lavandería, los lavabos de uso común, examinar pasillo por pasillo y la despensa de la cocina. Si los huéspedes supiesen lo deficiente que era el sistema de seguridad, saldrían corriendo en lugar de dejarse aquí sus ahorros, pero así era la vida, unos sabían y otros no. Me haría un plano lo más detallado posible y diseñaría un plan de fuga adaptado a mis posibilidades. No sentía sueño, tenía tanta vitalidad que me eché a la calle. Refrescaba y la chaqueta no me molestaba nada en absoluto. Por un momento quise olvidarme de que era un viejo achacoso. El aire arrastraba olor a flores. Quizá era el momento ideal para acercarme por casa de Sandra y comprobar si ya había regresado.
Conduje despacio disfrutando del momento de torcer por la calle estrecha e ir acercándome a la casita, pero también con el temor de no encontrar a Sandra, con el temor de no poder cruzar unas palabras con esta chica que podría ser mi nieta, una nieta enviada para poder entregarle sólo las cosas buenas que me había dado la vida. De todas las personas a las que había conocido al llegar aquí sólo ella me hacía sentir que me quedaba algo de vida por delante, que habría vida después de Fredrik y Karin. El camino estaba casi oscuro y ni siquiera la casita tenía la luz del porche encendida. Una chica en su estado, esperaba que no le hubiese ocurrido nada. Por nuestra conversación anterior había deducido que no tenía amigos por aquí, sin embargo, ya se sabe cómo son los jóvenes, los jóvenes enseguida hacen amigos. Mientras pensaba cosas por el estilo me quedé como atontado junto a la verja sin moverme, esperando que quizá de pronto se encendieran todas las luces, cuando oí a alguien detrás de mí, creo que también sentí una mano en el brazo y me estremecí aunque hice un esfuerzo para que no se notara.
—¿Es usted? —dijo Sandra.
Sandra, Sandra. Había llegado. Estaba aquí.
—Me alegro de verte —dije tratando de disimular la alegría.
Más que a Sandra, veía las sombras de Sandra. El pelo, los brazos, las sombras de unos picos cayendo sobre la sombra de los pantalones.
—Perdona que venga a estas horas, pero hasta hace un rato no he logrado hablar con mi mujer. Espero no haberte asustado.
Sandra se rió.
—No soy miedosa. Me he visto en algunas más gordas que ésta.
Volvió a reírse, aunque no parecía una chica que expresara su alegría con risas. Creo que lo hizo por mí, para que me sintiera cómodo.
—Pase, no se quede ahí —dijo mientras abría la verja.
Luego abrió la puerta de la casa. Esperé dando una vuelta por el jardincillo aspirando su olor y de pronto se encendió la luz del porche y las plantas se hicieron visibles. Sandra salió y se tumbó en una hamaca.
—Iba a ofrecerle una cerveza pero no tengo. No me ha dado tiempo de ir al supermercado.
—No te preocupes, prefiero no beber alcohol.
—Yo tampoco, desde lo del embarazo ni bebo ni fumo, y no lo llevo nada bien, estoy deseando volver a las andadas. Ahora me fumaría un pitillo bien a gusto.
Era una chica confiada, creía en su derecho a estar en el mundo sin que le ocurriera nada malo, sin que la agredieran ni se aprovecharan de ella. Seguramente no se le ocurría que las cosas pudieran ser de otra manera. Me senté en un lateral de la otra hamaca sin llegar a tumbarme.
—Bueno…, he venido por lo del alquiler de la casa, podríamos esperar hasta el verano que viene, si a tu hermana le parece bien.
—Hablaré con ella, pero no ahora mismo. Ahora mismo no quiero agobiarme. No soportaría que me preguntara si ya he pensado qué voy a hacer con mi vida.
—Tómate tu tiempo, no hay prisa. Por cierto, ¿aparecieron tus amigos, los ancianos extranjeros?
Sandra se incorporó.
—Pues sí, ahora mismo vengo de su casa. Fred se acaba de marchar de viaje y ella necesita que alguien le eche una mano y yo no tengo nada que hacer. Esa casa sí que le gustaría. ¡Menudo jardín! Piscina, barbacoa, cenador, árboles frutales. Tres pisos, sótano, invernadero.
—Demasiado grande para nosotros. Demasiado gasto en mantenimiento. Tendrán muchos empleados.
—No se crea. Un jardinero y una asistenta que va por horas.
—¿Y tienen amigos? Estos jubilados de oro sólo se relacionan con otros como ellos.
—Sí, creo que sí, pero también van jóvenes por allí. Por lo menos dos españoles se presentan de vez en cuando y hablan con Fred. Karin me está enseñando a hacer punto, es muy agradable, muy comprensiva, se preocupa por mí.
—Es curioso —dije— que se puedan entender dos personas tan lejanas entre sí.
—No sé por qué, todos somos más o menos iguales.
¿Cómo sería ahora Sandra de haber sido una víctima de Fredrik y Karin? Me alegraba mucho que su alma no hubiese estado en contacto con nada semejante, que fuese generosa y que le abriese la puerta de su casa a un desconocido como yo, me alegraba que la maldad no la hubiese alcanzado.
—Mañana tengo que ir al supermercado, ¿quieres que te compre algo y te lo traiga? —dije—. En tu estado no deberías cargar con bolsas ni con peso.
—No se preocupe, lo más probable es que vuelva dentro de un rato a Villa Sol y que mañana me pase el día bañándome en la piscina. Si me da un teléfono le llamaré cuando hable con mi hermana.
Le di el teléfono del hotel y el número de la suite. Me arriesgaba a que les hablase de mí a los Christensen, pero por otro lado nuestros encuentros tenían muy poca relevancia para ser contados.
—A veces la gente no es lo que parece —le dije en un intento desesperado de que me leyese el pensamiento como habría hecho Raquel.
—Ahora me dirá que usted es un sátiro o algo parecido.
Medio me sonreí.
—Podría ser —dije—. Uno nunca sabe dónde está el peligro hasta que lo descubre.
Sandra me despidió con la mano y se metió para adentro bostezando. Llevaba unos pantalones anchos indios de seda y sandalias de tiras en los pies. Sandra no sabía en lo que estaba metiéndose, yo tampoco, y me preocupaba. Con esto no había contado, con que se cruzara alguien que necesitara protección.
Raquel se habría enfadado. No, se habría puesto furiosa. Me habría dicho que mi actitud era canallesca y que dejara en paz a esta chica, que no la involucrara, que ella no tenía por qué ser una víctima más. Pero no es tan fácil, Raquel, son ellos los que se la han llevado a su terreno, yo no la he metido allí, han sido ellos, y ella se ha dejado conducir como un cordero. Aunque era cierto que si no se enteraba de nada, si era completamente ignorante del tipo de gente con la que estaba tratando, el peligro sería mínimo. Mientras Sandra viese a Fredrik y Karin fuera del infierno, le parecerían ángeles en lugar de demonios. Y tal vez los ángeles no existían, no existía el bien absoluto, pero podía asegurar que sí existía el mal absoluto.