Julián

Aparqué el coche en el mismo lugar de la vez anterior, en el entrante de tierra, y me adentré por aquella calle tan estrecha y tan colorida, a la que ya estaban llamando los demonios. En la casita de la chica daba el sol de plano, resultaba brillante y alegre, en el tendedero había colgada ropa blanca. Se oía música, lo que significaba que ella estaba dentro. Toqué el timbre que había al lado de la verja y esperé. A los dos minutos volví a tocar. Y por fin salió al pequeño jardín. Iba en biquini y se le podían ver mejor los tatuajes, pero yo desvié la vista de su cuerpo, no quería que pensara que era un viejo verde, porque además habría sido una impresión completamente falsa, nunca me han tentado las mujeres más jóvenes que yo, como nunca me han tentado los Ferrari o las mansiones; mi mundo tiene unos límites y me gusta que los tenga. Me pareció que se decepcionó al verme, tal vez esperaba a alguien, ¿quizá esperaba a Fredrik? No lo creía, no creía que se pudiera decepcionar por no ver a alguien de mi quinta.

—Perdone que la moleste. Me han dicho que alquilan esta casa.

—Pues le han dicho mal. Ni se alquila ni se vende.

Tenía el pelo de varios tonos, que iban del rojo al negro y el pelo más largo por unas partes que por otras. Llevaba también un pequeño pendiente en la nariz. Tenía ojos pardos verdosos y nariz aguileña, y el sol, al darle de frente, hacía que su mirada pareciera ligeramente irónica. De haber tenido su edad me habría enamorado en ese mismo momento de ella. Me recordaba a Raquel de joven, su forma simple y directa de ver la vida y a la gente.

—Sí, es una pena porque es una casa realmente bonita, es la que más me gusta de toda la calle. Mi mujer me ha insistido en que viniera a verla.

Miró a mi alrededor como buscando a una mujer invisible.

—Se ha quedado en el hotel, no se encuentra bien. ¿No sabrá usted de alguna casa parecida a ésta que esté en alquiler?

Me quité el sombrero panamá y me abaniqué con él sin sentir auténtico calor, lo hice por alargar el momento y no marcharme sin más. Y dio resultado, porque abrió la verja.

—Puede pasar y sentarse, le traeré un vaso de agua. Aún hace calor.

—Por curiosidad, ¿cuántas habitaciones tiene?

—Tres —dijo desde dentro. Luego se oyó el chorro del agua y algún ruido más.

—Aquí se está muy bien —dijo tendiéndome el vaso—. Todo el día saliendo y entrando en contacto con la naturaleza. Ya ve, los árboles, las flores, el aire, el sol. Es lo que más me conviene en estos momentos.

Se notaba que tenía los problemas típicos de la edad, no saber qué hacer con la vida, el miedo a la soledad y la energía.

—Gracias por permitirme sentarme. Me tomo una pastilla para el corazón que me baja mucho la tensión.

Me dijo que me entendía muy bien porque ella al poco de llegar aquí se mareó en la playa y lo pasó fatal. Arrancó una camiseta del tendedero y se la puso encima.

—Estoy embarazada de cinco meses.

De cinco meses, pensé para mí, esto lo complicaba todo. ¿Cómo iba a meter a una embarazada en este berenjenal? Me levanté dispuesto a marcharme como si ya hubiera descansado lo suficiente.

—¿Adónde va? —dijo alegremente—. Si la casa le gusta voy a enseñársela.

La seguí adentro, al piso superior. Sí, tenía la barriga abultada, redondeada. El ya lejano embarazo de Raquel me conectaba de alguna manera con el de esta chica, algo sabía yo de esas cosas, no me sonaban a chino. No tuvo inconveniente en que le echase un vistazo a su cuarto con la cama revuelta. Parecía verlo todo normal, natural. Hablaba, decía que se encontraba en esta casa como en un monasterio y que había venido a aislarse y reflexionar sobre su vida. Yo no preguntaba, era mejor que ella contase lo que quisiera.

—Antes no le dije la verdad. Esta casa es de mi hermana y la alquila por temporadas. Puede que el verano que viene esté libre. Si quiere hablo con ella.

Le dije que de acuerdo, que también yo se lo comentaría a mi mujer.

—Mi nombre es Julián —le dije estrechándole la mano—. Si no le importa me pasaré por aquí en otro momento.

—Sandra —dijo ella sin sonreír, pero sin estar seria. De algún modo, no necesitaba sonreír para ser agradable—. Venga cuando quiera.

Y añadió con cierta preocupación:

—Antes iba algunos días a la playa con unos amigos, pero han desaparecido, han dejado de venir sin darme ninguna explicación.

Debía de referirse a Fredrik y Karin, lo que junto con lo del hotel significaba que mi presencia les había puesto muy nerviosos.

—No se preocupe, volverán.

—Bueno, son mayores, quizá alguno haya enfermado.

—También eso es posible —dije, tanto para ella como para mí mismo.

Nada más llegar al hotel pensaba llamar a mi hija para decirle que por fin había encontrado una casita ideal para nosotros dos, de momento no estaba libre pero seguramente lo estaría en verano. Y también le diría que mi estancia aquí se iba a alargar unos días más de los previstos. Ella insistiría en venir hasta aquí para vigilar que no hiciera ninguna locura, pero yo le diría que sería mejor ahorrar ese dinero para el alquiler de la futura casa. Y por supuesto me callaría lo de la suite, no porque deseara disfrutarla yo solo, sino porque en esta situación una suite no suponía ningún placer.

Aunque casi nunca las cosas suceden en el orden en que se piensan. Y en cuanto puse el pie en el vestíbulo, Roberto, el conserje, salió del mostrador y fue hasta mí para decirme que alrededor de las once un individuo había preguntado si me había marchado del hotel. Afortunadamente estaba Roberto de servicio.

—Le dije que ésa era información confidencial —dijo Roberto—, pero cuando insistió en que era importante y que quería hablar con el director, creí que lo mejor era decirle que había abandonado el hotel. No sé si habré metido la pata. Tendría unos treinta años, moreno y ancho de cuerpo, más bajo que yo.

—Gracias —dije—. No conozco a nadie de esas características. Como le dije, creo que me están confundiendo con otra persona.

Roberto me miraba a la defensiva, ya no se creía todo lo que le decía.

—Entonces daré orden a mis compañeros de que no contesten ninguna pregunta sobre usted.

Le sonreí y abrí los brazos en señal de impotencia y en señal de que no escondía nada y de que estaba siendo objeto de una confusión absurda.

La puerta de la habitación permanecía como la había dejado. Al abrirla, los papeles transparentes cayeron al suelo y los recogí. No era buena noticia que Fredrik tuviera seguidores (como el que había preguntado por mí, como los que habían destrozado el cuarto), quizá, jóvenes neonazis. Mejor sería que se tratase de matones a sueldo, serían menos fanáticos. Volvía a sentirme como David contra Goliat, un David sin fuerzas. Y por otra parte, ¿qué pensaría Roberto de mí?