Sandra
A las seis, Fred no había vuelto del centro comercial y Karin empezó a preocuparse. No había forma de localizarle. No tenían móvil. Ninguno de los tres hacíamos mucho caso del teléfono. Por mi parte cuando una tarjeta se me acababa tardaba siglos en comprar otra, me parecía una manera absurda de tirar el dinero que no tenía. Y ellos no se habían acostumbrado a las nuevas tecnologías, tampoco usaban ordenador. Así que me parecía mal marcharme dejando a Karin en esta situación de incertidumbre y continué con el jersey. Cada vez iban saliendo mejor, más iguales todos los puntos. Y a pesar de lo preocupada que estaba Karin por Fred, de cuando en cuando se agachaba a mirar cómo lo llevaba.
A eso de las seis y media nos metimos en la casa. Y algo más tarde le abrí la puerta al chico ancho de cuerpo de la otra noche, llamado Martín, que llevaba la misma camiseta negra sin mangas, vaqueros y zapatillas desgastadas, y al delgaducho, la Anguila, que le daba mucha menos importancia a la ropa y al look que Martín. La Anguila me preguntó por Fred con aire de no saber qué pintaba yo en aquella casa y se me acercó al oído de una forma que me intimidó: ¿Te has quedado a vivir aquí?, dijo.
Menos mal que enseguida llegó Karin. Vino del salón a la puerta de la calle con una rapidez pasmosa.
—Ya me ocupo yo —dijo.
Y se los llevó hacia la salita-despacho que había en la misma planta baja y donde de pasada había visto una mesa con papeles, una máquina de escribir de las de antes y libros. Alcancé a oír que les decía que Fred estaba tardando más de la cuenta y que estaba preocupada.
—Ayudan a Fred con las cuentas y los recados —dijo refiriéndose a la visita cuando volvió a la cocina, donde yo no sabía qué hacer, porque de pronto me encontraba metida en unas vidas que ni me iban ni me venían—. Dicen que esperemos un rato más antes de salir a buscarle. A veces Fred se encuentra con alguien, se pone a hablar y se le pasa el tiempo volando.
Luego se cogió la cabeza con las manos, no en plan dramático, sino para pensar mejor. Unos débiles bucles, recuerdo de los que debieron ser hermosos bucles dorados, le cubrieron los dedos.
—Si a Fred le ocurriera algo sería el fin, ¿comprendes?
Sí, podía hacerme una idea, pero en estas ocasiones es mejor no ahondar y no dije nada. En cuanto a mí, aguantaría un poco más porque de marcharme ahora no podría dormir tranquila. No era tan fácil entrar y salir de las situaciones como si nada. Desde fuera todo se veía de otra manera, del mismo modo que mi hijo dentro de mí las vería de una forma completamente fantástica.
Y cuando por fin Fred abrió la puerta con la llave y entró con las bolsas de la compra sentí un enorme alivio como si me importase mucho, cuando en realidad no me importaba casi nada. Karin tiró las agujas a un lado, se levantó y literalmente corrió hasta Fred. Yo llevé las bolsas a la cocina mientras ellos hablaban en su lengua. Como no entendía ni patata me centré en la entonación. Primero Karin expresó el lógico alivio combinado con alegría. Fred dejó salir su voz neutra tirando a monótona y grave, lo que estaba contando era importante, no era una tontería como que se te pinche una rueda. Karin escuchaba en completo silencio y luego contestó con sorpresa y también con alarma. Su voz había recuperado la fuerza. Estaba claro que tenían un problema.
Sobre las nueve convencí a Karin de que necesitaba estirar las piernas y de que me iría dando una vuelta hasta la moto que había abandonado en la plazoleta hacía mil años. Fred seguía con sus ayudantes o quienes quiera que fuesen los visitantes en el despacho o lo que quiera que fuese aquella habitación.
Bajé todo lo despacio que pude las curvas que conducían al nivel del mar, nunca me perdonaría darme un golpe. No sé por qué había salido de la casa de los Christensen con más miedo del que había entrado, un miedo vago, inconcreto, miedo a todo. ¿Qué haría Karin si se quedaba sola y le daba un ataque de artrosis? Yo aún me podía permitir el lujo de valerme por mí misma, de ser autónoma. Cuando el niño viniera ya veríamos. Creo que el destino o Dios o lo que sea me puso a Karin en el camino para que le viera las orejas al lobo y para que supiera apreciar lo que ahora tenía, juventud y salud y un hijo en marcha.
Ya no volví a verlos en varios días.