Julián
Durante varios días estuve siguiendo a Fredrik y vigilando su casa. Casi todas las mañanas él y Karin se acercaban a la playa o a comprar al centro comercial más grande la zona. Creo que ella hacía algún tipo de rehabilitación porque algunas tardes iban a un gimnasio y tardaba una hora en salir, tiempo que él aprovechaba para ponerle gasolina al coche y lavarlo o para acercarse al Nordic Club. Se podría decir que hacían una vida normal y discreta.
Él se había adaptado (había tenido muchos años por delante) a empujar el carro de la compra y a leer las etiquetas de los productos para seguramente comprobar que no llevasen azúcar o grasas. Era educado con la gente y parecía no molestarle el batiburrillo de razas que pululaba a su alrededor, seres inferiores que le iban a sobrevivir y a adueñarse del planeta. Cómo debían de revolverle el estómago, era un rechazo que llevaba dentro, su éxito en la vida había estado ligado al hecho de que le repugnara parte de la humanidad, y seguramente necesitaba, además de a Karin, seres afines con quienes compartir sus sentimientos. ¿Habría otros por allí como ellos o estaban solos?
Era como si yo tuviera unos ojos distintos de los del resto de la gente, porque donde la gente nada más veía un par de viejos, yo veía a la joven enfermera Karin.
Era cuatro años más joven que Fredrik y había hecho buena pareja con él, ahora eran un par de despojos. Cara bonita, cuerpo bonito, pelo rubio ondulado, suficientemente alta como para no parecer una enana a su lado, la típica nórdica, pero tampoco una belleza de quitar el hipo. Se conocieron de estudiantes y parece ser que fue ella quien le animó a afiliarse al partido nazi y a prosperar en él. En la información que obraba en mi poder se decía que Karin era el cerebro de la pareja, la que maniobraba y había aprovechado las escasas y rígidas ideas de su marido para empujarle, y de paso empujarse a sí misma, a lo más alto. Una historia como tantas, sólo que con vidas masacradas de por medio. Fredrik había sido deportista. Había sido jugador de hockey sobre hielo, como su amigo Aribert Heim. Y además montaba a caballo, nadaba, esquiaba, era escalador, un hombre sano. De todos modos, no eran unos personajes a quienes hubiese dedicado mucho tiempo, el suficiente para saber quiénes eran, quizá porque me había pasado los mejores años de mi vida corriendo de un lado para otro tras el Carnicero de Mauthausen, tras Martin Bormann, tras Léon Degrelle, Adolf Eichmann y otros por el estilo. Y a veces, como suele decirse, los árboles no dejan ver el bosque, y no había prestado a Fredrik la atención que se merecía, lo había considerado un nazi de segunda, hasta ahora, que había vuelto a sacar de mis archivos una información tan envejecida y apergaminada como él mismo, y como yo, y me había dado cuenta de que todo lo que había estado haciendo hasta este momento me había conducido a este lugar y a él.
Aquella tarde no podía estarme quieto. A veces los viejos nos volvemos muy impacientes, es como si la fatiga nos afectara al cuerpo, pero no al cerebro. El cerebro tenía mucho que hacer, y me sublevaban estos músculos fláccidos y sin fuerza, y en la cama trataba de hundirme lo más posible para que el colchón hiciera su trabajo de recuperación. Así que con una siesta de una hora, de la que habría dormitado un cuarto, estaba en condiciones de subir a la plazoleta del Tosalet y vigilar Villa Sol. Tarde o temprano llegarían visitas, con suerte, visitas como ellos, compañeros del infierno, que se habrían atraído unos a otros para sentirse más seguros. Estaba loco por saber más.
Cogí unos prismáticos que había traído de Buenos Aires y que según mi hija iban a aumentar tontamente el peso de la maleta, pero eran unos prismáticos Canon antiguos como no se han vuelto a fabricar. Los había usado durante tanto tiempo que se me ajustaban a la vista prácticamente solos, y no pensaba por nada del mundo hacer un desembolso innecesario comprándome otros aquí. Eran prismáticos de profesional, de observar cosas importantes, trascendentales. Jamás usaría esta arma de penetración en las vidas ajenas para ver algo que no me correspondía ver. Ya tuve demasiada intimidad en el campo. En el barracón dormíamos hacinados en literas de tres pisos y tenía que apretar los ojos para no ver lo que no me correspondía ver. Desde entonces no soportaba ser testigo de escenas íntimas ni en el cine. Esto era distinto, mis prismáticos solamente enfocaban al enemigo. Mis prismáticos siempre habían estado en guerra. También tenía una cámara de fotos pequeñita, que no hacía ruido, regalo de mi hija, que mientras intentaba que olvidara, al mismo tiempo comprendía que había cosas que formaban parte de mí. Por lo demás, mi manera de funcionar era muy artesanal, no tenía tiempo ni ganas de ponerme al día.
En el coche además tenía varias botellas de agua de litro y medio cada una, dos cuadernos, un par de bolígrafos y las manzanas que iba cogiendo del bufé por si me aburría y me entraba hambre. Me eché la minicámara en el bolsillo. Todas las americanas se me acababan deformando, casi siempre terminaba desgajándose el forro del bolsillo derecho y los picos quedaban desnivelados. Con este equipo me dirigí a apostarme en la plazoleta del Tosalet, desde donde vigilaría Villa Sol. Pero no fue necesario llegar hasta allí, porque no había empezado a ascender las curvas cuando me crucé con el todoterreno verde oliva de Fredrik. Bajaba despacio ocupando toda la carretera, eran personas voraces también para acaparar centímetros.
Este cambio repentino de situación me aceleró las pulsaciones. Debía cambiar de sentido urgentemente y seguir a Fredrik. Vaya carretera, tuve que jugarme la vida en cuanto vi ocasión y espacio para dar un volantazo. Raquel desde el más allá me dijo que estaba loco, que también había puesto en peligro la vida de otra persona con la que podría haberme chocado. Raquel me dijo que nadie debía seguir pagando por culpa de Christensen o de cualquier otro. Raquel y yo en este punto nunca habíamos estado de acuerdo. Decía que no me preocupara, que no perdiera más el tiempo, porque estos cabrones acabarían muriendo como todo el mundo y que de eso no podrían librarse, acabarían siendo un esqueleto o cenizas, morirían, terminarían, desaparecerían. Y cuando yo le decía que quería que sufrieran en esta vida, que precisamente lo que no quería es que se fueran al otro mundo escapándose de mí y de mi odio, mientras que yo no pude escaparme de ellos, de ellos que no tenían por qué odiarme, entonces Raquel me decía que les estaba dando demasiado de mí, que era como si no hubiese acabado de salir del campo y que incluso el odio era algo que ellos me quitaban. Echaba tanto de menos a Raquel.
Conduje como un temerario para no perderle, y en efecto, al llegar abajo y entrar en un tramo recto, lo distinguí a lo lejos. Adelanté como pude hasta situarme dos o tres coches más atrás. Lo bueno del todoterreno es que se localizaba muy bien. Y en cuanto me di cuenta de que iba en dirección al centro comercial me relajé. Las pulsaciones cayeron tan de golpe que casi me mareo.
En el centro comercial lo tenía cogido por los huevos porque, aunque se trataba de un espacio muy grande y con muchas secciones, la cabeza de Fredrik siempre sobresaldría en algún punto. En cambio, en el parking no se veía el todoterreno a simple vista. No importaba porque sólo tenía que pensar qué necesitaría comprar yo para saber qué necesitarían Karin y él. Agua embotellada, yogures enriquecidos con calcio, fruta y pescado, el resto les haría daño. También podría encontrarlo en los estantes de las infusiones y en perfumería comprando gel, maquinillas desechables y papel higiénico. Hice el recorrido a buen paso hasta que lo divisé en la zona central hablando con otro de parecida edad, que llevaba una gorra de marinero.
Ambos iban en pantalón corto, Fredrik enseñando sus largas y flacas piernas que terminaban en unas abultadas Nike y el otro unas piernas más cortas y fuertes o que debieron de ser fuertes en otros tiempos y que ahora eran gordas. Y Fredrik era tan pulcro y limpio que el otro a su lado resultaba tosco y guarro. Ambos se apoyaban sobre el asidero del carro. El tipo ancho, cuya cara no lograba ver bien por la gorra que llevaba puesta y por mis lentillas, que se me empañaban en los locales cerrados, señaló con la mano hacia la derecha y fueron hacia allá. Podría haberles hecho una foto con mi minicámara, pero aunque parecía que nadie me prestaba atención no era aconsejable hacerlo en un recinto cerrado como éste, donde por fuerza tendría que haber cámaras de seguridad, así que también empujé el carro hacia allá. Yo, al contrario que estos individuos, no tenía que hacer la compra porque vivía en un hotel, porque estaba solo y porque tenía cosas más importantes entre manos: ellos. Había ido mucho, solo y en compañía de Raquel, a sitios como éste desde que me jubilaron hasta este momento, en que de nuevo volvía a no sentirme como los demás, y eso que cuando fingía ser como los demás era muy agradable, y quizá habían sido los únicos momentos felices de mi vida. Hay gente que ha sufrido mucho más que nosotros, decía Raquel, cada uno sufre a su manera. En el fondo me dolía que Raquel se hubiese desgastado tanto para que yo fuese quien era imposible que fuera. Y lo hacía por amor, y sólo por eso me había esforzado en fingir olvidar.
Fredrik y el otro estaban mirando unas camisas de oferta. Tres camisas vaqueras por el precio de dos. Me revolvió las tripas que estuvieran hablando de camisas y que estuvieran mirando las tallas, me indignó que fueran más felices que yo, y que Fredrik después de todo lo que había hecho aún tuviera a Karin. Caminaban entre sus víctimas, se cruzaban con gente a la que de buena gana habrían gaseado.
Fredrik dijo en alemán que quería comprar una lubina porque tenían una invitada a comer y se despidieron. Es curioso que yo comiese mucho más antes de entrar en el campo que después de salir. Jamás volví a comer demasiado, como si me diesen respeto un simple trozo de carne y unas zanahorias. Por la comida se puede hacer cualquier cosa, robar, prostituirse, matar. Raquel se salvó por los pelos de entrar con las polacas en el prostíbulo del campo. Aunque a muchos oficiales y kapos les gustaban más los niños, sobre todo los rusos. ¿Qué habrá sido de aquellos niños? Había un kapo en el campo que a veces se metía en el barracón con diez a la vez y no se podía hacer nada para impedirlo.
Fredrik fue al puesto del pescado con bastante gente arremolinada alrededor y cogió número. Calculé que por lo menos tardarían media hora en despacharle. Él también debió de pensarlo y sacó un papel del bolsillo, seguramente la lista de la compra, la leyó, volvió a guardarla, fue hasta la sección del aceite y cogió dos botellas, a continuación sacó las camisas y se quedó mirándolas como si quisiera hipnotizarlas e hizo girar el carro con decisión para desandar el camino. Habría jurado que iba a cambiarlas o a deshacerse de ellas porque de pronto no querría llevar las mismas camisas que el otro. Habría caído en un sentimiento de confraternización que había llevado demasiado lejos o las habría cogido para deshacerse de su amigo lo antes posible.
Llegué antes que él y me situé detrás de unas toallas de playa colgadas todo lo largas que eran para que se apreciaran bien los dibujos. Las camisas eran la oferta estrella y estaban revueltas en un expositor. Fredrik sacó las suyas del carro y las dejó allí y se quedó mirando el resto de las que había y entonces me vi impulsado a decirle desde detrás de las toallas: «Sé quién eres. Eres Fredrik Christensen y te voy a coger, pero primero voy a coger a la enfermera Karin».
Una vez dicho esto me quedé con las ganas de haber dicho algo más, de soltar un poco del veneno que me había subido a la garganta, pero era mejor ser escueto y frío y dejar que su mente trabajara.
Exactamente como me habría ocurrido a mí, se quedó paralizado unos segundos, sin reaccionar, sin saber dónde mirar a pesar de que la voz le había llegado por detrás. Debía de llevar demasiado tiempo sin recibir ningún susto y con la guardia baja. El problema es que me costó trabajo girar el carro por esa tendencia que tienen los carros de los supermercados de irse hacia un lado, quizá debería haberlo abandonado allí, pero no reaccioné a tiempo y cuando me di cuenta lo tenía a unos metros. Venía detrás, no quería volverme para que no me viera la cara, pero sentía que era él, y lo supe con certeza cuando al apretar el paso también lo apretó él, su carro sonaba como un tren descarrilando. También el mío, corría lo que podía para escapar de su enorme zancada, aunque yo tenía la ventaja de que mi cabeza no sobresalía, de que podía desaparecer entre los tambores de detergente. Así que abandoné el carro donde pude y me escondí tras una montaña de libros. Oí alejarse el traquetear de su carro y me escabullí hacia la salida. Me metí en el coche y esperé mientras me limpiaba el sudor y me serenaba. Aún no había llegado el momento de tomarme la pastilla de nitroglicerina que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa.
Tardó casi una media hora más en salir, metió la compra en el maletero (por lo que se veía ni por un suceso de este calibre pensaba romper su programa) con la cara desencajada y una mirada despiadada. Me sentía más dueño de mí que nunca. Haría las cosas a mi manera. Me dejaría llevar por la intuición y la experiencia. Yo estaba en el fin del mundo y cuando llega el fin del mundo ya nada vale lo que valía antes. Seguramente no era prudente el paso que acababa de dar, pero por otro lado quería sacarle de sus casillas y que se pusiera en movimiento, y en cualquier caso, lo hecho hecho estaba.
Ahora debía ser prudente y seguirle a más distancia porque aunque no me conocía podría detectarme como una presencia non grata.
Subimos al Tosalet, pero no fuimos a Villa Sol, sino a otra villa, a unos trescientos metros, que no tenía nombre, sólo el número 50. Aparqué bastante más abajo y cuando vi que a la hora no salía, me marché. Teniendo localizado este lugar sería cuestión de poco tiempo enterarme de quién vivía aquí. Con toda seguridad, uno de ellos.