Sandra
Así, la playa era muy cómoda. Fredrik de vez en cuando nos traía un helado, un refresco, la sombra de sus anchos y huesudos hombros caía sobre nosotras. A Karin le gustaba hablar de Noruega, de la casa tan bonita que tenían en un fiordo y que en tiempos fue una granja. Ya no iban allí por el clima, la humedad se les metía en los huesos. Pero echaba de menos la nieve, el aire puro de la nieve azulada. Karin no era esquelética como su mando. Debía de haber sido delgada en su juventud y gorda en la madurez, ahora era una mezcla de ambas cosas, una mezcla deformada. Miraba con esa expresión tan difícil, entre amigable y desconfiada, que no se sabía qué pensaba realmente. O mejor dicho, lo que decía debía de ser una milésima parte de lo que pensaba, como toda la gente de edad que ha vivido mucho para al final acabar disfrutando de las pequeñas cosas. No era raro que Karin llevase en su cesta de paja alguna novela con un hombre y una mujer besándose en la portada. Le gustaban mucho las historias románticas y a veces me contaba alguna que se desarrollaba entre el jefe y la secretaria o entre un profesor y la alumna o entre el médico y la enfermera o entre dos que se habían conocido en un bar. Ninguna se parecía a la mía con Santi.
Era muy agradable dejarme llevar. Paseaba por la orilla, de la sombrilla de la pareja de noruegos al saliente de piedras, y del saliente de piedras a la sombrilla. No volví a vomitar, teníamos toda el agua fresca que queríamos en la nevera portátil, una nevera muy buena que no existía en el mercado español. Casi ninguna de las cosas que usaban eran de aquí, salvo los pareos de ella, comprados en algún tenderete de la playa.
Sobre todo, eran pacíficos. Se movían despacio, no hablaban alto, no discutían casi, todo lo más un cambio de pareceres. No tenían nada que ver con mis padres, que se ahogaban en un vaso de agua a la mínima contrariedad. A mis padres ni siquiera les había dicho que estaba embarazada, no me creía capaz de tener que soportar uno de sus dramas. Aprovechaban cualquier ocasión para salirse de madre, para enloquecerse. Quizá por eso me había liado con Santi, simplemente porque tenía buen carácter y era paciente y armonioso. Y, sin embargo, ya ves, no había funcionado. A la media hora de estar con Santi me invadía una insufrible sensación de pérdida de tiempo, y ésa era una razón de peso para que no me imaginara con él dentro de uno o dos años.
Los noruegos y yo íbamos juntos a la playa alguna mañana que otra, por lo que tampoco me empachaban demasiado. Cuando me dejaban en casa a veces ni siquiera bajaban del coche. Me despedían desde las ventanillas y me dejaban en paz.