Julián

Entre pitos y flautas hasta la una no pude poner el coche en marcha. Abrí la ventanilla porque prefería el aire de la calle al aire acondicionado. Tuve que pararme en una gasolinera y en un quiosco para preguntar por el Tosalet hasta que me encontré en una larga carretera de curvas donde era imposible preguntarle a nadie, y luego entré en una zona boscosa en que las casas estaban medio hundidas entre árboles de quince metros y como mucho se oía el ladrido de algún perro. Y quizá porque había perdido mis mejores reflejos con la edad, me costó bastante dar con la calle donde supuestamente vivía Fredrik Christensen. Pero al final di con ella y con el nombre de la casa, Villa Sol, un nombre nada original en estas latitudes.

Era como un fortín, prácticamente no se veía nada del interior, y no quería que los vecinos me pillaran husmeando, porque el hecho de que yo no pudiera verles a ellos no quería decir que ellos no me viesen a mí. Dominaba el silencio y un pesado olor a flores. ¿Qué tenía que ver esto con el sufrimiento, la humillación, la miseria y la crueldad sin límites? Igual que en el periódico, tampoco en el buzón estaban disfrazados los nombres. Ponía Fredrik y Karin Christensen.

Las puertas eran metálicas y estaban pintadas de verde oscuro tanto la corredera para que entrara el coche como la pequeña para las personas, y a su alrededor la hiedra amenazaba con taparlas. Hice como que me quedaba admirando las plantas trepadoras, esperando oír algún ruido, algún movimiento en el interior, y volví al coche. Lo había dejado aparcado en la parte más ancha que había encontrado dos o tres calles más arriba y que, ahora me daba cuenta, me podría servir de punto de vigilancia, puesto que la calle era de una sola dirección y obligatoriamente tendrían que salir por aquí.

Pero sería más tarde o quizá mañana. Se habían hecho las tres y media, hora de comer algo para tomarme las pastillas y echarme un rato, no quería despilfarrar mis pocas energías el primer día.

Me costó trabajo aparcar por los alrededores del hotel y cuando lo logré eran más o menos las cuatro y cuarto. Pedí en un bar que me hicieran una tortilla francesa y un zumo de naranja y para rematar me tomé un cortado. El café era tan bueno como el de la mañana. Sentía cierta euforia, estaba contento y llamé a mi hija. La tranquilicé, le dije que me encontraba mejor que nunca, que el cambio de aires me estaba viniendo bien, que me ensanchaba los pulmones. No le conté que mi amigo Salva había muerto.

Le dije que ya habíamos localizado la casa de Christensen y que enseguida empezaríamos a vigilar. A mi hija no le gustaba nada oírme hablar así, todo lo que le sonara a obsesión le hacía decir «¡ya!», así que cambié de tema y le dije que era un sitio perfecto para pasar unas vacaciones, con muchas colonias de gente mayor extranjera. Y añadí algo que sabía que le agradaría: aprovecharía para ir mirando casas en alquiler y en venta, casas blancas con porche y un pequeño jardín para retirarme a vivir aquí y para que ella viniera a pasar todo el tiempo que quisiera.

—¿Y con qué dinero? —dijo ella, que era lo que decía cuando una idea empezaba a gustarle.

Quizá había sido muy egoísta con Raquel y lamentablemente continuaba siéndolo con nuestra hija. No la dejaba respirar, no la dejaba olvidarse del mal. Se lo recordaba constantemente persiguiendo demonios. Ella siempre decía que no tenía tiempo de arreglar el mundo y que quería ser una persona normal, una persona a la que no le hubiese ocurrido lo que le ocurrió a su familia, que por lo menos tendría derecho a eso, ¿o no?

Y yo me preguntaba si era justo que Karin y Fredrik viviesen rodeados de flores y de inocencia.

Al llegar a la habitación del hotel, me tumbé en la cama vestido, me medio tapé con la colcha y encendí la televisión. No quería dormirme pero me amodorré y cuando abrí los ojos estaba anocheciendo y sentía el hormigueo del mando en la mano. Había descansado y también me había atontado y fui dando tumbos hasta el baño como si estuviera borracho. No me había quitado las lentillas y me escocían los ojos. Saldría a dar una vuelta hasta el puerto para respirar aire fresco de primera mano. La carretera hasta el Tosalet estaba llena de curvas, por lo que no me hacía ninguna gracia coger el coche de noche, esperaría al día siguiente con una gran sensación de tiempo perdido. No estaba aquí de vacaciones, no tenía tiempo de vacaciones. Las vacaciones eran para los jóvenes, para gente con toda la vida por delante, porque a mí me esperaba el largo descanso a la vuelta de la esquina.

Las bellas luces del puerto no significaban nada frente a las luces que se podrían estar encendiendo en el jardín de los Christensen. Esas luces tenían un sentido, eran señales que encajaban en mi mundo y que me guiaban hacia el infierno perdido. Caminé arriba y abajo del Paseo Marítimo, donde aún seguía abierto el puesto en que había comprado el sombrero, ideando un plan de acción. Por la mañana desayunaría pronto y subiría al Tosalet. Esperaría hasta que Fredrik saliese y le seguiría. Tomaría nota de lo que hacía. En dos o tres días tendría una idea de cuáles eran sus hábitos. Aunque se tratase de un oficial condecorado de las SS, maestro en escapar de país en país, en cambiar de casa, de ciudad, no podría escapar de la edad, y la edad está hecha y sobrevive a base de costumbres.

Aún no estaba seguro de cómo utilizaría la información que recogiese pero sabía que acabaría usándola. Conocer las costumbres de alguien y las personas con las que se relaciona es como conocer las puertas y ventanas de una casa, uno acaba viendo la forma de entrar. Porque, vamos a ver, ¿qué iba a hacer cuando verificase la auténtica identidad de Fredrik? ¿Capturarle y llevarle ante un tribunal acusándole de crímenes horribles, impensables en un ser humano? Ese tiempo había pasado, ya no se juzgaba a nazis ancianos. Como mucho, se esperaba que muriesen y que con ellos muriese el problema de tener que extraditarlos, juzgarlos, encarcelarlos y remover una vez más tanta mierda negra y apestosa.

Y pensé, contemplando las estrellas, que aunque viejos y en las últimas aquí estábamos todavía Fredrik y yo, y que podíamos levantar la cabeza y admirar su hermosa luz.

Y pensé que aún se podría conseguir que a ese cerdo le temblaran las piernas y que yo pudiera morirme con la conciencia tranquila por el deber cumplido. Ya sé que Raquel me preguntaría que a quién quería engañar, diría que lo hacía por puro placer y satisfacción míos, y puede que tuviese razón, pero qué más daba el nombre que se le diese a lo que yo sentía.