Sandra

Al día siguiente no me arriesgué a ir a la playa, no tenía ganas de coger la moto y me conformé con bajar a un pequeño supermercado que había a quinientos metros; lo suficiente para darme un paseo y comprar unos zumos. Tuve todo el día para hacerme comida sana, leer y estar tranquila. El limonero y el naranjo le daban al pequeño jardín aire de paraíso, y yo era Eva. El paraíso y yo. Mi hermana me había dejado pilas de ropa sucia para que las fuera lavando. Debía regar por la mañana y al atardecer y meter ropa en la lavadora y tender y luego recogerla y doblarla y, si salía de mí, plancharla. Si le hacía caso, me podría pasar todo el tiempo trabajando, ¿de dónde habría sacado tanta ropa sucia? Creo que me había dejado instalarme en la casa para obligarme a hacer algo y que a su entender acabara sirviendo para algo. Puede que se hubiese pasado varios días ensuciando ropa. Le gustaba mandar de tal modo que no pareciese que estaba mandando. Yo misma había tardado años en darme cuenta de que me mandaba y me obligaba a hacer, sin que me diera cuenta, cosas que no quería hacer.

Y estaba precisamente cumpliendo con el riego del atardecer, después de la siesta, cuando oí el sonido de un coche que aparcaba junto a la cancela de la entrada. Oí cómo se cerraban las puertas del coche y pasos lentos, hasta que los vi. Eran ellos, los ancianos que me habían echado una mano en la playa. Parece que se alegraron de verme, yo también me alegré, llevaba demasiado tiempo rumiando a solas. Cerré la manguera y me acerqué a ellos.

—¡Qué sorpresa! —dije.

—Nos alegramos de verte recuperada —dijo él.

Hablaban muy bien mi lengua, aunque con acento. No era inglés, ni francés. Tampoco era alemán.

—Sí, he estado descansando, casi no he salido de aquí.

Les invité a entrar y a sentarse en el porche.

—No queremos molestar.

Les serví té en una bonita tetera de cobre que tenía mi hermana en una alacena imitación a antigua. No les dije nada de café porque no había encontrado ninguna cafetera.

Se lo tomaron a pequeños sorbos mientras les contaba que no estaba segura de si estaba o no enamorada del padre de mi hijo y que no quería empezar esta nueva etapa de mi vida metiendo la pata. Me escuchaban con gran comprensión y a mí no me importaba que lo supieran todo sobre mí, por lo menos lo que más me comía el tarro, no me importaba porque eran unos desconocidos, era como contárselo al aire.

—Dudas de juventud —dijo él cogiéndole la mano a su mujer. Se notaba que había estado muy enamorado y que ahora no podría pasar sin ella. Ella era un enigma.

No era un hombre que sonriera, pero era tan educado que parecía que sonreía. Su enorme estatura hacía que el sillón de mimbre pareciese de juguete. Era muy delgado, se le marcaban los pómulos, los parietales y absolutamente todos los huesos. Llevaba un pantalón gris de verano y una camisa blanca de media manga, y era muy pulcro.

—Mañana si quieres podemos venir a buscarte, te llevaremos a la playa con nosotros y luego te traeremos de vuelta —dijo él.

—Para nosotros será una diversión —dijo ella sonriendo de verdad con unos pequeños ojos azules que quizá alguna vez fueron bonitos pero que ahora eran feos.

En lugar de contestar, les serví más té. Estaba sopesando la situación. Nunca había entrado en mis cálculos hacerme amiga de dos ancianos. En mi vida normal, los ancianos con los que me relacionaba eran de la familia, nunca amigos.

Se miraron hablándose con los ojos y se soltaron para poder coger las tazas.

—Vendremos a las nueve, ni muy temprano ni muy tarde —dijo él, y se levantaron.

Ella parecía contenta, se le animaron mucho los ojos. Seguramente era la que llevaba la voz cantante en la pareja. Era ella a quien se le ocurrían cosas que hacer, la que tenía caprichos. Tal vez yo era un capricho de esta señora, lo que en principio no era bueno ni malo.

Ella me puso la mano en el brazo, me lo sujetó como si intentara que no escapase.

—No necesitas llevar nada, yo me encargaré de todo. Tenemos una nevera portátil.

—Fredrik y Karin —dijo él tendiéndome la mano.

Yo también se la tendí y le di un beso a Karin en una cara de gesto alegre y amargo al mismo tiempo. Hasta ahora no había sabido sus nombres y no me había dado cuenta de que no los sabía, quizá porque hasta ahora no me habían importado, habían sido completamente ajenos, gente que pasa por la calle.

—Sandra —dije yo.

Nunca había conocido a mis abuelos, murieron cuando era pequeña, y ahora la vida me recompensaba con estos dos abuelos de los que no me importaría ser su nieta favorita o mejor su única nieta, la depositaría de todo su cariño y… de todos sus bienes, esos bienes fabulosos por los que no hay que luchar, ni siquiera desearlos, porque se merecen nada más nacer. Quizá lo que no me habían dado los lazos de sangre me lo daba el destino.