Julián
Me fastidió tener que gastarme parte de los ahorros en un asiento clase business, lo hice para tranquilizar a mi hija y también porque me interesaba llegar a mi destino en la mejor forma posible y que el viaje no fuese en balde, y precisamente por eso me limité a tomarme el menú con una cerveza sin alcohol y, después de sacudirme los demonios de encima como pude, a dormir como un bendito, mientras el resto de viajeros no paraba de meterse entre pecho y espalda whiskies «en las rocas».
No contaba con que Salva fuese a buscarme al aeropuerto de Alicante, ni siquiera había contestado a la carta donde le decía qué día llegaba. ¿Cómo estaría ahora? Puede que no le reconociese. Ni él a mí, claro está. De todos modos, miré los carteles que pacientemente sostenía la gente que esperaba tras el cordón de seguridad y me dejé ver lo más posible con la esperanza de que Salva de pronto viniese hacia mí y me abrazara. Hasta que más o menos al cuarto de hora decidí irme a la estación de autobuses y tomar uno que me llevase a Dianium, el pueblo, a unos cien kilómetros, donde había reservado hotel y por cuyos alrededores vivían los Christensen y, algo más lejos, Salva en la residencia.
No fui directamente al hotel. Al salir del autobús tomé un taxi y le pedí al taxista que me llevara a la residencia de ancianos Tres Olivos para luego regresar al casco urbano del pueblo.
Colocó la maleta en el maletero y tiramos hacia el interior entre olor a pino recalentado, y al rato el taxista me preguntó extrañado si no iba a quedarme en la residencia. No me molesté en contestar, fingí que iba ensimismado en el paisaje, lo que también era cierto. Estaba atardeciendo y me pareció maravilloso. Tierra roja, bosquecillos, viñas y huertas y pájaros que bajaban a picotear. Me acordé de cuando de niño, antes de que nada tuviera importancia, mis padres nos llevaban de vacaciones a la playa. Me palpé los bolsillos de la chaqueta comprobando que no me había olvidado nada en el avión ni en el autobús. Empezaba a preocuparme que el cansancio me hiciera perder reflejos sin darme cuenta.
La residencia tenía un jardín más pequeño de lo que me había hecho imaginar Salva, pero estaba en pleno campo y eso parecía bueno, aunque de mayores nos gusta más ver gente que árboles. No hacía falta llamar al timbre, estaba abierto y pasé a un comedor donde empezaban a colocar las mesas para la cena. Le pregunté a la camarera por Salva, le dije que venía de muy lejos para verle, y ella, tras mirarme extrañada, me dirigió a una pequeña oficina donde una mujer grande y fuerte, con una vitalidad bárbara, me dijo que mi amigo había muerto. Y cuando le enseñé el sobre que había recibido me explicó que él mismo pidió que lo echaran al correo sin más después de su defunción. Defunción, vaya palabra. Lo habían incinerado y la ropa la habían enviado a una parroquia por si algún pobre la quería. Había muerto de una insuficiencia generalizada, su organismo había dicho basta.
Me dijo, sin que yo le preguntara, que no había sufrido.
Di una pequeña vuelta por el jardín y me imaginé allí a Salva, débil y encogido, resistiendo, mirando el cielo algunas veces mientras pensaba en lo que tenía entre manos, sin perder de vista sus objetivos. Hacía muchos años que no teníamos contacto, desde que dejaron de considerarnos útiles en el Centro, y yo preferí dedicarme a mi familia y hacer alguna pesquisa por mi cuenta, que nunca dio frutos. Traté de atar los cabos sueltos de Aribert Heim, el criminal nazi más buscado del mundo, y de Adolf Eichmann, sin ninguna suerte. Y me costaba trabajo creer que en ese tiempo Salva dejase de trabajar, seguramente siguió reuniendo material y dándoselo en bandeja a otros para que se llevaran la gloria. Y ahora me había tocado a mí. Me dejaba su último descubrimiento, que sólo tendría valor si yo era capaz de destaparlo. Cuando supo que iba a morir pensó en mí, se acordó de este amigo y me dejó una herencia envenenada, como no podía dejar de ser cualquier cosa que viniera de nuestras atormentadas almas. Me habría gustado tanto hablar con él, verle por última vez. Ya no quedaba nadie que lo supiera todo de mí, que conociera mi infierno tal como fue. Ahora un tono plateado sin brillo iba apagando la tarde.
Volví a entrar en el taxi y después de indicar que íbamos al hotel Costa Azul tuve que sacar el pañuelo del bolsillo y sonarme. La visión de la residencia, cada vez más pequeña, donde Salva me escribió su última carta, hizo que los ojos se me llenasen de lágrimas; eran lágrimas flojas que sólo mojaron el cerco de los ojos, pero que significaban que estaba vivo. Había sobrevivido a Salva sin ganas, como había sobrevivido a Raquel a mi pesar. El taxista me echó un vistazo por el retrovisor. Qué lejos estaba su juventud de mi vejez, era inútil contar nada, explicar nada, era inútil decirle que mi amigo había muerto porque pensaría que a nuestra edad era natural morir. Sin embargo, nada era natural, porque si fuese natural no nos parecería extraño e incomprensible. ¿Era yo digno de seguir viendo estos hermosos campos plateados? Raquel me habría echado una bronca por pensar así, me habría llamado masoquista y bicho raro. Después de todo Salva y yo llevábamos sin vernos mucho tiempo, desde que me instalé en Buenos Aires con Raquel, y él siguió con su vida de acá para allá; nunca me hubiese imaginado que se hubiera recluido en una residencia. Y como él mismo decía, no sólo nosotros moríamos, moría todo el mundo, toda la humanidad y no había más remedio que conformarse.
Al llegar al hotel me entretuve deshaciendo la maleta y colocando la ropa en el armario y luego estudiando el mapa de la comarca y tratando de localizar la casa de Fredrik y Karin Christensen en una zona alta y boscosa llamada el Tosalet. Como no quería acostarme muy pronto, para ir superando el jet-lag bajé al bar del hotel para tragarme las pastillas de la noche con un vaso de leche caliente. Una barman con chaleco rojo, que hacía malabarismos con los vasos y los cubitos de hielo, me preguntó si quería un chorrito de coñac en la leche. Le contesté que por qué no, y mientras me lo servía me entretuve mirándola y ella me sonrió con una sonrisa radiante y hermosa. Seguramente tendría un abuelo al que había que animar de vez en cuando. Cuando ya empezaba a sentirme confuso por el cansancio, pedí en recepción que me aclararan algunas dudas sobre el mapa y reservé un coche de alquiler para el día siguiente. No me sorprendió que me preguntaran si tenía el carné de conducir en regla, era algo que en los últimos tiempos ocurría a menudo. Si hubiera tenido tiempo me habría sentido ofendido, pero tenía otras cosas más importantes en la cabeza que ser viejo y que me trataran como tal, tenía que cumplir la misión de Salva.
La habitación no era gran cosa. Daba a una calle y a través de los visillos se veía la iluminación de unos cuantos bares. Me tumbé en la cama, hacía tiempo que no me sentía tan relajado. Volvía a la vieja costumbre de estar solo en los hoteles, la costumbre de no contarle a nadie lo que de verdad estaba haciendo, con la diferencia de que ahora no esperaba nada porque después de esto no habría más.
Qué más daba que el mundo entero tuviera más fuerza y menos años que yo. Yo tenía la enorme ventaja de no esperar nada. Me sentía…, me sentía, ¿cómo explicarlo?, me sentía conforme. Cuando noté que iba a dormirme me desnudé, me puse el pijama, apagué el aire acondicionado, me quité las lentillas y me puse las gafas de culo de vaso que usaba para leer en la cama; por lo menos la dentadura era fija. Qué tiempos aquellos en que sólo me necesitaba a mí mismo para ir de un lado a otro, sin trastos. Cerré los ojos y me encomendé a Raquel y a Salva.
Me despertaron los rayos de sol que atravesaban los visillos. Me duché y me afeité con la maquinilla eléctrica que mi hija había echado en la maleta a regañadientes porque decía que era una tontería no aprovechar el kit de afeitado del hotel. Me dejé la cara suave, ni siquiera cuando estuve enfermo en el hospital había dejado de afeitarme, ni siquiera en los momentos más difíciles de mi vida. Mi mujer decía que la manera meticulosa de afeitarme era mi marca personal, y puede que tuviese razón. Desayuné más de lo normal porque el bufé entraba en el precio de la habitación y porque así al mediodía sólo tendría que tomarme un tentempié, y cenaría temprano.
El coche de alquiler no me lo traerían hasta las doce, así que me fui dando un paseo hacia el puerto y me compré en un puesto del Paseo Marítimo un sombrero panamá que costaba veinte euros y que me daba más sombra que la gorra de visera que llevaba puesta. Mi hija había insistido en que no me trajera tantas cosas que podría comprar aquí en cualquier parte, pero a mí me parecía un despilfarro dejarlas allí para que luego no supieran qué hacer con ellas. Aunque hacía bastante calor, no tenía más remedio que llevar chaqueta, afortunadamente ligera, porque necesitaba bolsillos donde guardar las gafas por si se me caía una lentilla (las de sol las sacaba y las metía del bolsillo de la camisa), la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito, una libreta donde tomar notas y la cajita de las pastillas. Cuando era joven también cargaba con el Marlboro y el mechero. Por suerte el móvil podía dejarlo en el hotel, porque nada más cruzar el charco había dejado de funcionar. Me gustaba llevarlo todo repartido por los bolsillos, me equilibraba el peso. Mi hija me compró una vez una mochila, pero me la dejaba olvidada por ahí porque no me parecía que fuese mía. Siempre que he podido he llevado traje, como poco pantalón y chaqueta de distinta clase, y en invierno abrigo de lana beige hasta media pierna, la verdad es que no sabría vivir sin estas pequeñas costumbres.
Me senté en una terraza a tomarme un café y a hacer tiempo estudiando de nuevo el mapa. El café era el único hábito perjudicial que no había dejado y que no pensaba dejar, me negaba a pasarme al té verde como los pocos amigos que me quedaban. Lo peor de ser viejo es que uno se va quedando solo y convirtiéndose en un extranjero en un planeta en el que todo el mundo es joven. Pero yo aún tenía a mi mujer dentro de mí, y mi hija debía vivir su vida sin tener que cargar con la mía y con todo el mal que se había paseado por ella. En mi balanza el odio pesaba mucho, pero también, gracias a Dios, pesaba el amor, aunque lamentablemente, todo hay que decirlo, el odio le había quitado mucho sitio al amor.
Pensé, tomándome el café en esta terraza —un café espresso bastante bueno, por cierto—, que cuando se ha conocido el mal, el bien sabe a poco. El mal es una droga, el mal es placentero, por eso aquellos carniceros cada vez exterminaban más y eran más sádicos, nunca tenían bastante. Le quité la etiqueta al sombrero, me lo puse y me guardé la gorra en un bolsillo. Si aún viviera Raquel, le compraría otro a ella. Le quedaba bien cualquier sombrero, luego dejaron de llevarse y las mujeres perdieron elegancia. No hacía mucho me había dicho un médico que a mi edad la memoria es una memoria cristalizada, lo que quiere decir que se recuerdan mejor los acontecimientos lejanos que los recientes. Era verdad, ahora me daba por acordarme con todo lujo de detalles del sombrero que llevaba Raquel cuando nos casamos, allá en el año cincuenta, una mañana luminosa de primavera.